Por Óscar Domínguez Giraldo
En el barrio El Poblado, tan mentado en los últimos tiempos por asuntos no santos, desempeñé tres oficios: acólito, novio y estudiante de periodismo. In illo témpore, años sesenta, cuando viví en sus predios, el barrio era manejable y amable como un chihuahua.
1.- Cuando salíamos de vacaciones del seminario teníamos que presentarnos al párroco para ofrecer nuestros servicios como acólitos. En ese destino no me cambiaba ni por Dios mano a mano. Me sentía la cuota inicial de un futuro papa. Mínimo, me veía de arzobispo de Medellín, perdonando pecados a la lata, pues “el pecado es lo que hace interesante al hombre”, según Fernando González. En la iglesia me tocaba pasar la ponchera para recoger la limosna que en la jerga actual equivale a hacer vaca teológica para el mantenimiento de la parroquia. Me gustaba oír el ruido de las monedas al caer. También caían billetes. No muchos, pese a la fama de platudos que tienen los de El Poblado. Cuando Petro despotrica de los ricos de El Poblado me siento aludido Tal vez porque el periodismo me deparó la mayor de las riquezas: aquella en que no hace falta un carajo. Lo cierto es que nunca peleché como cura.
2.- Como jamás he tenido buena mano para las feas, tuve novia bella en El Parque Lleras que era un nirvana de paz. Allí crecieron mis sobrinos Acosta. Nada que ver el sector con el despelote actual. Sólo hacía visita de novio los domingos en la noche. Mi suegra, doña Aurora, monitoreaba la visita. Nada de decirle Aurora ni llenarle el cachete de besos como cualquier milenial. Con mi Penélope no pasábamos de tímidas y fugaces tomadas de la mano. (He cambiado los nombres de mi suegra y de mi examada para proteger sus identidades). Durante la visita, doña Aurora escuchaba La Hora Católica, en la voz lánguida, melancólica, adormecedora, intimidante, del padre Fernando Gómez. Como en el verso de Robledo Ortiz nos separamos cuando todo nos unía. Cupido a veces es más raro que un hipopótamo a cuadros.
Edición 874 del periódico del sector.
3.- Vivíamos al lado del hígado de la iglesia de El Poblado, subiendo, por la icónica calle 10. Nos sabíamos los nombres de todos los vecinos. Incluido el de María Teresa Gómez, quien fue reina de belleza de Colombia. Chorreábamos la baba por ella. No había ropita con qué echarle los perros. La vida no tenía prisa. Íbamos a paso de ganso. Claro que la procesión, en mi caso, iba por dentro. No le encontraba la comba al palo. A eso se le llamaba angustia existencial. Lo dejé consignado en un diario caótico, lleno de vida, que escribía a mano. Desde entonces me aficioné a escribir diarios. En mis ratos de ocio estudiaba periodismo en la U. de Antioquia. Cualquier día decidí desertar de todo. Me largué dizque por unos días a Bogotá, lejos del hotel mama: me quedé 45 años. Siempre regreso a El Poblado. Lo amo más que al primero o al último amor.