NICHOLAS DALE LEAL
La metáfora no es nueva. La producción cultural de una sociedad es un espejo de sí misma. Puede ser una operación sutil o completamente transparente; camuflada, intencional o involuntariamente, entre pasajes o escenas sobre temas universales o como el centro mismo de la obra. Mientras, su interpretación e impacto depende tanto de los objetivos de los creadores, como del apetito, ideas y sensibilidad de la audiencia. Cuando se cumplen 100 años de la publicación de la novela La Vorágine de José Eustasio Rivera, considerada la primera novela de denuncia social del país, y Netflix acaba de sacar en todo el mundo Griselda, la serie protagonizada por Sofía Vergarasobre la narcotraficante colombiana Griselda Blanco, la forma cómo Colombia se mira a sí misma y se presenta al resto del mundo a lo largo de un siglo de profundas transformaciones se vuelve particularmente notable.
En 1924 este era un país todavía joven, en el cual los destellos de una barbarie colonial retumbaba en los recuerdos y revivía en la violencia que había definido la nación prácticamente desde su fundación. En ese contexto, José Eustasio Rivera, un abogado que trabajaba como funcionario en los límites de un Estado vestido con harapos, tenía una perspectiva privilegiada para desde ahí contar cómo a principios del siglo XX se luchaba por “domar” un territorio salvaje; y cómo lo bárbaro se imponía. Hay injusticias y abusos tremendos, especialmente aquellos cometidos por los caucheros sobre los indígenas de la Amazonía, y la selva misma es un personaje temible más, una representación de la naturaleza – ¿nuestra? – indomesticable. A pesar de la feroz crítica social, La Vorágine fue recibida con entusiasmo y rápidamente se convirtió en un libro de referencia para la literatura colombiana; un reflejo fiel de lo que creíamos ser, con sus claros y oscuros, más oscuros que claros.
Es una historia que genera un curioso paralelo con otra que comienza ese mismo año, en un pequeño municipio de la costa Pacífica. Nacía en Cérteguí, Chocó, en ese momento Arnoldo Palacios, quien más adelante se convertiría en novelista también, aunque tardaría décadas en recibir reconocimiento por su obra. Y ni siquiera tanto: yo admito que no he leído nada suyo. Sin embargo, el Gobierno ha declarado que el 2024 será el año de Palacios. En estos 12 meses promoverá el trabajo del escritor afrocolombiano con conferencias, difusión de sus libros en bibliotecas públicas o una exposición fotográfica que viajará por todo el país.
El rescate del olvido ha generado cierta controversia: las voces más críticas del Gobierno dicen que la celebración está motivada ideológicamente – en línea con el antirracismo y anticapitalismo de Petro y de la vicepresidente Francia Márquez – más no responde al mérito literario del autor. Yo no me voy a meter ahí, porque insisto, no he leído la obra del autor, pero en este artículo mi compañera Camila Osorio cuenta muy bien el debate y defiende el valor del autor chocoano y sus libros. Lo que sí puedo decir es que solo el hecho de que el debate se esté dando, de que Palacios y su obra sean rescatados, demuestra que hay un deseo de renovar, o como mínimo, completar, la imagen que nos devuelve el espejo. Si José Eustasio Rivera fue el primero en usar la literatura para retratar una sociedad violenta y corrupta, celebrar a Palacios busca recordarnos del racismo que también ha definido a este país desde su fundación.
Pero en realidad, desde hace tres o cuatro décadas esa imagen ha tenido la presencia dominante del narcotráfico, y cualquier otra expresión de la colombianidad ha quedado condenada a abrazar el marco del espejo, a riesgo de quedar fuera del todo. No pretendo hacer juicios de valor ni entrar en el debate acerca de la narco-cultura, solamente señalar que llevamos décadas mostrándonos en gran medida a través de narco-novelas y narco-series; y que tampoco conviene ignorar que hemos vivido y vivimos esa realidad.
Este año no es la excepción. Después del fiasco de Narcos, la serie de Netflix en la que Pablo Escobar era interpretado por el actor brasileño Wagner Moura y el producto estaba armado respondiendo a las especificaciones del consumidor gringo, la serie de Griselda, producida por la misma empresa, nos vuelve a presentar de la misma manera, agregándole la sazón de la voluptuosa caribeña – otro símbolo de identidad nacional. Y la serie será vista por muchísimas más personas, colombianos y extranjeros, que las que leerán un libro de Arnoldo Palacios o La Vorágine. Por más que queramos, no controlamos del todo el reflejo del espejo.