Por Óscar Domínguez G.
– Con textos de José Luis Díaz-Granados y de Sánchez Juliao
Murió hace nueve años, el 9 de febrero día del periodista. Pero el 10, día de las exequias, no parecía que lo estuviéramos despidiendo porque la sala de velación tenía más de picnic o de festivo coctel. La carcajada respetuosa, ruidosa, era el denominador común. Claro, en la despedida también hubo lágrimas y trajes negros, como el de Cati, su compañera.
En la funeraria Gaviria daban ganas de desearle felices pascuas al vecino. O augurarle “un próspero y venturoso año de 2012”. Provocaba ser el muerto para sentirse orgullosos de semejante quórum.
Pero no, el que se había vuelto eternidad era el fabulista mayor, David Sánchez Juliao, quien se confesaba mitad costeño (de “Lorica saudita”) y mitad antioqueño. En sus mocedades estudió en el colegio san Ignacio de Medellín, donde se educaba el blancaje paisa.
En su agenda no figuraba desocupar el amarradero. Pero el hombre propone y el corazón dispone. Estaba feliz vivo. La vida le brotaba en cada metáfora, en cualquier correo electrónico, o viendo una mariamulata a orillas del Sinú, su río.
En el adiós lo acompañaron actores en busca del papel de sus vidas, directores que esperaban todavía muchos guiones taquilleros, colegas exdiplomáticos, políticos costeños que envidiaban su alegría, no tanto su “abundancia de escasez” de votos.
Los de periodista y prolífico escritor fueron dos de los tantos oficios en los que brilló. Vimos fonoaudioempresarios interesados en perpetuar en cedés o casetes esa literatura suya que entraba por los oídos. Se lo permitía su voz de locutor de “Buenos días, América”.
La asistencia incluía bípedos que se ganan la vida en todas las disciplinas que dominó el loriquero. Porque vivió numerosas vidas al tiempo. (En el atrio, después de la misa, ví tres tristes perros que agitaban la cola al paso del féretro).
Con su doble samario Oscar Alarcón tenían cita para aburrirse en el lanzamiento de un libro de Plinio Apuleyo Mendoza. El cronista barranquillero Ernesto McAusland preparada cháchara con el finado para definir programas de televisión en los que dejarían fluir su condición de caribes.
Muchos güiskis, cigarrillos, carimañolas y butifarras de Soledad, Atlántico, se quedaron esperando al gourmet-gourmand, rey de la tertulia. Hablar fue para él verbo sustantivo. En el principio de Sánchez Juliao estuvo el verbo. También en el final.
En la funeraria todos resultamos íntimos del Pachanga. Nos esperaban almuerzo o comida con él, según íbamos contando para ganar puntos. Su amistad era de las que mejoraba currículos. Desde su posición decúbito dorsal no podía desmentirnos. Pocos podíamos contar que recibimos de regalo suyo en navidad batiks de la India.
Este aplastateclas repitió la anécdota de la cobra que se instaló en el jardín de su embajada en Nueva Delhi. Siguiendo instrucciones de un embajador vecino, consultó las páginas amarillas del directorio telefónico y llamó a un encantador de serpientes.
El hombre vino, asumió la posición de la flor de loto, tocó la flauta y la cobra desfiló, majestuosa, hacia una caja dispuesta “ad hoc”. Cuando el embajador quiso pagarle, el encantador se negó: “Yo cobro en cobra”. Y se la llevó.
No descansa en paz, sino que partió detrás de nuevas ficciones más allá de la vida.
Por estatutos, Dios nunca ríe. Pero el gigantesco Crucifijo de la Iglesia de Cristo Rey se gozó estas exequias del fabulista de bigote de cantante de boleros, siempre sonriente, que tampoco “murió, quedó encantado” como en el famoso verso.
Cuando pasé por Lorica hace unos meses conocí la casa donde nació el hiperbólico “viejo Déivi” y me di el lujo de retratar una mariamulata en la ribera del Sinú y clavarme dos sancochos de pescado en la vieja galería al lado del río: uno por él, otro por mí.
“David era una fiesta”, resumió en su obituario el poeta José Luis Díaz-Granados. Los dejo con su hermoso texto… (Mi nota sometida a latonería y pintura en memoria del memorioso de Lorica)
DAVID ERA UNA FIESTA
José Luis Díaz-Granados
Palabras para despedir el duelo del escritor David Sánchez Juliao, en la Parroquia de Cristo Rey, el 10 de febrero de 2011.
David era una fiesta. Era la más fiel personificación del hombre caribe: altivo, generoso, alegre, sentimental.
Espléndido narrador, tanto en la prosa escrita como en su obra sonora y visual, no podía haber mejor intérprete del alma de su tierra que este colosal fabulista de Lorica.
El Pachanga, El Flecha, las Historias de Racamandaca, El arca de Noé, Fosforito, entre otros, son relatos deliciosos en su reinvención de la labia popular de nuestro litoral Caribe y ya pertenecen a la entraña profunda de los colombianos.
Lo mismo podríamos afirmar de su maravillosa trilogía musical conformada por las novelas Pero sigo siendo el rey, Mi sangre aunque plebeya y Danza de redención, merecedoras de diversas distinciones como el Premio India Catalina y de la espléndida historia de amor y dolor Gallito Ramírez, tan celebrada por televidentes de todas las edades.
El inconformismo nato de David, su espíritu crítico y su alergia al arribismo y a la medianía, están plasmados en su obra de temática andina Buenos días América.
En su paso por la diplomacia como embajador en la India y en Egipto, promovió, divulgó y publicó a los valores más representativos de la cultura de Colombia.
Tanto en sus libros como en su famosa literatura-cassete, en sus libretos, en sus incursiones en la política y en la tertulia familiar y fraternal, siempre dejó la impronta de su gracejo, de su proverbial sentido del humor, de su gracia perpetua, pero sobre todo, del duende prodigioso de su imaginería caribe.
Era, pues, David un grandísimo mamador de gallo. Alguna vez, intuyó que dos jóvenes que lo iban a entrevistar no tenían la menor idea de su vida y mucho menos de su obra. Entonces, aparentó seriedad y se tornó trascendente. Ante la pregunta que de dónde era, él, la más pura encarnación del Caribe, les respondió que era bogotano. Soy cachaco, les dijo, y de pura cepa. Soy de los Sánchez de Teusaquillo y de los Juliado de Chapinero. Los jóvenes, algo confundidos, le preguntaron: Entonces ¿por qué tiene acento costeño? Y él les contestó imperturbable: Bueno, porque ya me he pulido.
Tus seres queridos, tus familiares, tus amigos, colegas, coterráneos, lectores, admiradores y adoradores, te decimos adiós, David Sánchez Juliao. Tu corazón de oro te ganó la partida.
Pero sigues siendo el rey.
Una página de Sánchez Juliao
¡Ay, los costeños, ay hombe!
La Lorica de mis obras -valga aclararlo- poco o nada tiene que ver con aquel mágico rincón en donde un día a las cuatro de la tarde me fue cortado el cordón umbilical. Más bien, aquella Lorica -la de las obras- rinde culto en su alusión a una inocultable verdad de nuestro Litoral Caribe colombiano. Y esa verdad es la de que en la Costa se es primero costeño y después de algún lugar específico. Yo, por ejemplo, soy un costeño de Lorica. Mi paisano Juan Gossaín es un costeño de San Bernardo del Viento; el notable notario y escritor Óscar Alarcón es un micro-costeño de Santa Marta, y Sabas Pertelt de la Cola es un costeño de Cali. Siendo este último una rutilante muestra del síndrome de aquellos costeños que, a fuerza de altisonar la ese, logran esconder la costeñada. Síndrome que se agudiza, sobre todo, en ministros recién nombrados. Más, si son de Cartagena; de los llamados ‘carta-cachacos’.
De modo, pues, que esta, mi solicitada diatriba, versará contra los habitantes de mi Lorica Grande, es decir… contra los costeños en general; los que, pese a mi muy pregonado sentido de pertenencia, me caen mal en muchos de sus planos o dimensiones.
Empecemos con un canto lastimero: ¡ay, los costeños, ay hombe!
Son -somos- bullangueros, estridentes, malhablados, incumplidos, amestizados, ingratos… ingratísimos, imprudentes, ignorantes, altisonantes, parranderos, desabrochados, francotes, malcombinados, discordantes, sincerotes, chabacanos, plebeyones, rústicos, ramplones, flojos, corronchos, pedestres, chanflones, insubstanciales, anodinos, tramposos, embusteros, sablistas, pícaros, ladinos, haraganes, frívolos, triviales, zánganos, conchudos, sinvergüenzas, ordinarios, caraduras, perezosos, gritones, tomatragos, lisos… muy lisos, remolones, indolentes, vagos, negligentes, apáticos, torpes, tumbadores -mucho-, rimbombantes, timadores, serrucheros, dejados, pantalleros, groseros, vulgares, descarados, bastos, maiameros, ¡ay, los costeños!
Por otro lado -o por el mismo-, desconocen el talento de propios y de extraños, mandan al carajo la etiqueta y rompen el protocolo -aunque lo paguen-, son íntimos amigos de lo ajeno, malos para usar los cubiertos, pésimos para pagar las deudas -verbigracia, hay uno por ahí, de El Paso, Cesar, que hace meses me debe una plata-, y lo peor: quitan las mujeres, a amigos, a conocidos y a desconocidos («¿Viste?», dicen: «¿Pa’qué diste papaya?», y agregan: «Es que, cuadro, estaba buena la hembra, ¿quién la manda a está tan buena?»).
¡Ay, los costeños… de la Lorica Grande, de la chica y las medianas! Ay, los costeños, cuyo himno oficial bien puede cantar a las glorias inmarcesibles y a los júbilos inmortales, a los surcos de dolores y a los bienes que germinan, pero cuyo verdadero himno, el raizal, tiene mucho que ver con los negritos del batey, para quienes el trabajo es adversario y enemigo, y para quienes el esfuerzo y el trabajo fueron hechos por Dios como castigo, ¡ay, los costeños!
Sí, ¡ay, los costeños! Son lo que son, pero ante todo, son descarados. Tan, pero tan descarados, que, hablando de negritos como aquel del batey, llegan al extremo de contar, ellos mismos, este cuento, ¡vaya impudicia!
Oigámoslo:
Dicen que, una vez, un negro de Lorica se miraba al espejo y comentaba a la propia imagen, mientras resbalaba con fuerza un diminuto cepillo contra su pelo rebelde:
-¡Eche! ¿Y quién dijo que yo no era un negro chévere? Mira no má: cipote perfil el que me mando, ¡un perfil chévere, cuadro! Y, por el otro perfil, de este lado, ¡eche!: también soy chévere. Y ademá, yo camino chévere, bailo chévere, camino chévere, hablo chévere, me visto chévere, vacilo chévere, la paso chévere, me levanto a las pelás, así, chévere. Y me preguntarán ustedes: «¿Por qué, pelao, por qué?». Simple la respuesta, muy simple, cuadro: porque tengo una labia chévere que ninguna pelá se resiste, y porque soy todo cheveridad, así, chévere, muy chévere.
Un blanco amestizado que lo había estado observando con cuidado, le soltó la frase esperada:
-No hables mierda, morocho, que tú, lo que eres, ¿sabes que es?: un pobre negro hijueputa.
El negro lo miró y respondió:
-¡…Pero chévere!
Así, pues, queridos amigos, debo reconocer que los costeños de la Lorica Grande y de todas las Loricas somos eso, todo eso que he dicho y que de nosotros se dice, pero dejo en claro que estoy de acuerdo con el negro de la historia. Somos lo que somos -hasta hijueputas, si ustedes quieren-, pero, ¡coño!, somos chéveres.
¡La-madre-si-no!