Por Óscar Domínguez Giraldo
No es por dármelas, pero tuve amigo, mecenas y cocinero propio de cinco estrellas. Hablo de Álvaro Vasco Reyes, fallecido en Medellín hace 25 años. Fue el creador del restaurante La tienda del vino, de El Poblado, donde hay guardianes en la heredad con Álvaro Sergio y Elizabeth, hijo y nuera. Andrès, su otro hijo, se decidió por las disciplinas marítimas.
En algún aniversario de su partida le escribí:
Alvarín: Finalmente, a Dios se le salió el acaparador que lo habita y te llevó el 27 de diciembre de 1999 para que le cocinaras en la fiesta de cambio de milenio. Los mejores bisturíes de la Cardiovascular encargados de hacerte el trasplante de corazón hicieron todo por mantenerte de este lado de los asombros. Pero donde manda capitán…
El 28 de diciembre de 1999, el último del siglo XX cambalache, problemático y febril, nos cuidamos de informar que habría misa de difuntos en la Iglesia Santa María de El Poblado, cerca de tu apartamento, porque de seguro iban a pensar que estábamos inocentando.
Siempre original, decidiste estrenar milenio con corazón nuevo. No contábamos – vos ni nosotros- que te tocaría estrenar corazón más allá del sol. Champaña Viuda de Clicquot para todas las mesas, fue tu pedido al llegar al cielo, tercer piso, ascensor, pabellón de los cocineros que ven un brócoli y levitan.
En tierra firme hiciste fácil el arte de cocinar. De paso, convertiste tu profesión de gourmet-gourmand en docencia permanente. Lástima que se haya quedado entre el mortero el libro que soñabas editar sobre tu vida y recetas. Este camarada tuyo estaba listo para escribir el pròlogo.
¡Cómo amaste tu oficio, viejo Álvaro de Jesús! Así tus palabras fueran más rápido que tu pensamiento, toda conversación tuya era una clase magistral de gastronomía. Era parte de tu ética. Hasta los meseros que te atendían en restaurantes de dedo parado agradecían tu certera cartilla gastronómica cuando algo no estaba bien.
Oscar Domínguez Giraldo y Álvaro, quien monitorea la marcha de La tienda desde la eternidad. (Foto de Andrea Domínguez).
La otra parte de tu ética consistió en aprender siempre más y más de tu oficio heredado de tu mamá Lucía Reyes, diminuta ráfaga boyacense, de papá Goyo, de figura boteriana, y en enseñarle al prójimo a buen comer y a buen beber….vino, sobre todo. Misión cumplida, compadre y padrino nuestro de matrimonio con tu esposa Marthica Fonseca, rola, ala.
La primaria gastronómica la hiciste, pues, con tus taitas. El bachillerato y la universidad los cursaste en Bogotá en los restaurantes del Loco Horacio Jaramillo, como El Zaguán de las aguas y Casa Vieja, y El Museo, de Byron Lòpez.
Redondeaste aprendizaje en el restaurante del Círculo de Periodistas de Bogotá, CPB, donde te hiciste rico en vales que nunca te pagaron mis colegas, y en tu propio restaurante, Frutalia, de la calle 22 con octava que convertiste en obligado punto de encuentro de la diáspora paisa en Bogotá.
Como sabías que la nostalgia entra por el estómago, el menú ofrecía todas las tentaciones de la comida montañera. Hasta doña Bertha Hernández de Ospina, anduvo por allá despachando tremendo sudao de posta.
“En este momento llega el ejecutivo fulano de tal”, decías voz en cuello para que la gente se enterara de que en Frutalia se daban cita los de arriba y los de abajo, unidos por el común denominador de la buena lata que preparaban tus mujeres de la cocina. (La ropa vieja y las arepas venezolanas no tenían competencia).
“Cuando un amigo se va…”, cantamos en tus exequias esos muchachos que compartimos contigo “salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos” en nuestra jodentud de ron con Coca-Cola.
Como esos muchachos no éramos profetas en Envigado, donde vivíamos y de donde eras tú, nos tocaba rebuscarnos amores en otras parroquias. Con esos amores nos íbamos de paseos de olla y fiestas siempre vigiladas por adultas mayores – las suegras- . Recuerdo a nuestras bellas amigas de La América, Belén, Estadio e intermedias. De pronto nos vemos por ahí en la pasarela vida. Nos contamos las arrugas y seguimos el camino.
“¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos?”, habíamos cantado nostálgicos y desafinados vos y yo, a través del teléfono, cuando nos llamaste la noche del 23 de diciembre a contarnos que estabas feliz porque te ibas a someter a una operación de trasplante de corazón que finalmente no pelechò.
Y nos encimaste, como era tu costumbre, las recetas para las cenas de navidad y año nuevo con la sugerencia del vino para no pecar a la hora de maridar. Que no falte tu propuesta del habano y el coñac ideal para el puscafé (King Edward y Rémy Martin, en ese momento).
“La soledad es un amigo que se va…”. Aunque pensándolo bien, don Álvaro, no hay vacíos porque nos quedamos con tu amistad, generosidad, integridad a prueba de balas, tu pinta que recordaba al cantante Harold, elegancia hasta para pelar un tomate, capacidad de trabajo y vitalidad desbordantes.
A finales de los años sesenta, cuando no sabìa què hacer con mi vida de universitario en Medellìn, me invitaste a vivir en tu casa del Chapinero bogotano, comìa en Frutalia, y me conseguiste puesto de patinador en Todelar de la calle 19 con carrera 5ª. El Loco Alberto Giraldo Lòpez, de Cisneros, Antioquia, uno de los tres directores de Todelar en ese momento, a quien me presentaste, fue el puente para que yo ingresara al periodismo, destino con el que nunca han faltado el pan y el vino en mi mesa. Agradecido muy, Alvarìn.
Fuiste un Brillat Savarin envigadeño para quien era más importante la creación de un nuevo plato que el descubrimiento de una nueva estrella. Tu pato a la naranja era para comer con los dedos.Valió la pena vivir para ser tu amigo. Tu llama es de las que nunca se apagan. Dulce y gastronómico sueño
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