Por Óscar Domínguez G.
Noviembre de 1978. Borges pasó por aquí. Juro ante notario que lo tuve cerca cuando pasó por Bogotá después de visitar Medellín. Quise abrazarlo, darle besos, como se estila entre argentinos. Regalarle, o mejor, prestarle uno de mis ojos, o los dos. Tentado estuve de meterle la mano al bolsillo para robarle una futura metáfora o “El poema de los dones”. O alguno de los tantos cuentos que mi cacumen no ha logrado descifrar.
Me habría gustado leerle alguno de sus autores preferidos: Stevenson, Shaw, Chesterton, Spinoza, cuyo relajado Dios admiraba.
Me habría gustado regalarle un bastón nuevo con conexión a Internet. Pero en ese momento no existía ese ciberjuguete que él anticipó, dicen, con su imaginaria biblioteca.
Memorioso Funes al revés, olvidé invitarlo a matear, así en casa no le jalemos a ese democrático brebaje que invita a compartir babas.
Tentado estuve de hacer las veces de guía turístico en el viejo Barrio de la Candelaria. Pero su certero guía fue el fallecido director del Caro y Cuervo, Ignacio Chávez, su anfitrión, en la sede del Instituto.
Con la narración que le hizo Chávez, Borges se sintió en alguna casona de La Alhambra. Supongo que su cicerone le informó que estaban en el barrio de La Candelaria donde habían nacido Silva, Pombo, Vargas Vila.
De Vargas Vila comentó en Medellín: “Creo que es mejor olvidarlo. No creo que merezca ser recordado. ¿Acá lo leen aún?”.
Le fue mejor a Silva: “Sé de memoria El Nocturno. Creo que Silva fue anterior a Darío, ¿no?”.
A García Márquez le gastó una ironía en las entrevistas que le hicieron Jairo Osorio y Carlos Bueno: “La primera parte que me leyeron (de Cien años de soledad) es muy buena, pero no conozco más obras suyas”.
Esa mañana de noviembre lo entrevistamos a la salida de una cita suya con el presidente Turbay Ayala. No recuerdo qué nos dijo. Alzheimer a veces me saca la piedra.
COMO EN LA ALHAMBRA
Luego le monté la perseguidora, calle 10 arriba, hasta llegar a la sede del Instituto Caro y Cuervo.
Lo seguí a ver si se me contagiaba por ósmosis una pizca de su talento: esperanza inútil.
Me habría gustado preguntarle por Beppo, su gato, que «vivía en la eternidad del instante». Le habría contado: “Ví muchos congéneres de Beppo en el cementerio de la Chacarita. ¿Por qué les gustan tanto los cementerios a los gatos, Don Jorge?”.
MORIR COMO GARDEL
Encantado le habría dicho que caminé por su barrio de Palermo. Y para ganarlo para mi causa le recordaría que crecí donde murió Gardel, en Medellín, pero que no tengo un solo cabello del Zorzal ni restos del avión accidentado, como miles de paisanos míos.
Le habría celebrado la ironía que soltó antes de que su avión aterrizara en Medellín, invitado por el motzartiano alcalde Jorge Valencia y Beatriz Cuberos, su mujer-librera-beethoveniana: “Si muero en este avión seré famoso como Gardel”.
No le dedicó a Gardel un escuálido haikú, una milonga, un cuento más corto que los de Monterroso. Para Borges, Gardel era francés. Cuando le cambió la nacionalidad en una entrevista para la HJCK en 1963, se quedó impávido como un queso pornográfico.
Interrogado por Álvaro Castaño, director de la emisora, admitió que “el mayor descubrimiento de Carlos Gardel, además del encanto peculiar que hay en su voz, fue el de dramatizar el tango, es decir, él fue un innovador”.
En otra ocasión vez escuchaba tangos en compañía de su madre en casa de un amigo, en Texas.
“Mi amigo paraguayo puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, y, de pronto, con mi madre nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba”, agregó el memorioso.
EL ULTIMO DELICADO
La vez que lo conocí olvidé recordarle que Ciorán lo llamó “el último delicado”. No estoy seguro, pero también le habría dicho a ver si le arrancaba una cierta sonrisa: “Borges, usted parece rezao. O inventado. Mejor dicho: usted no existe, Borges, ¿verdad?”.
Olvidé preguntarle la clave para aprender inglés antiguo, su amado alemán, o japonés moderno.
Años después, me arrepiento de no haberle pedido autógrafos, el suyo y el de Azevedo Bandeiras, compadrito de una de sus ficciones. Ni hablar de una selfi que estaba sin inventar. (Aunque el espejo es una selfi permanente).
En próxima encarnación le indagaré sobre su amor por los tigres y los espejos. No le preguntaré: “Si usted era ateo, Borges, ¿por qué rezaba?”. La pregunta se la había hecho ya Fernando Arrabal. Borges respondió: “Rezo porque se lo prometí a mamá” (doña Leonor Acevedo). Con ella traducía textos al alimón, aunque la matrona matizaba las palabrotas. Donde manda mamá, obedece eterno candidato al Nobel.
Solo ahora lamento no haber tenido la voz de Edmundo Rivero que tanto le gustaba. Eso sí, ni se me ocurrió preguntarle por qué no le otorgaron el Nobel. He debido rematar, de puro lambón: “Peor para el Nobel que no se ganó un Borges, Georgie, perdón, Don Jorge Luis”.
Cuando lo conocí a Borges, como dicen los argentinos, envidié a su mujer, doña María Kodama, de origen japonés, delgada como un haikú. Y me acordé de Elsa Astete, primera mujer y primera dama en el extraño ajedrez erótico de su vida. Y así me hubiera fulminado con su mirada huérfana de luz, le habría preguntado: “Borges, ¿usted nunca amó, cierto? Aparte de a doña María, claro”.
No sé por qué no le pregunté qué nivel de ajedrez tenía para haber compuesto los complejos sonetos que nos dejó. “Qué dios detrás de Dios…”.
Lo habría criticado por haberse tomado foto con mis paisanos el siquiatra Alfredo de los Ríos y el escritor Darío Jaramillo Agudelo, entre muchos otros. ¿Por qué no me invitaron señores Borges, de los Ríos y Agudelo?
En fin, me arrepiento de no haberle dicho, lo que una señora cuando vio a Groucho Marx en State Street, en Chicago: «Por favor, no se muera. Siga viviendo siempre». Que es lo que finalmente ocurre cada vez que recordamos su muerte o su nacimiento el 24 de agosto de 1889. (Líneas sometidas a latonería y pintura).
SONETO DE POMPILIO IRIARTE A LA MUERTE DE BORGES
En la tapa del féretro un espejo
Que nadie llore a Borges muerto o ciego.
Él encontró la paz en la ceguera
de su arduo laberinto; y en la esfera,
halló la forma pura del sosiego.
Él pudo imaginarse, desde luego,
en riesgo de morir de otra manera;
y es probable que Borges nos pidiera
con las palabras justas de su ruego,
enaltecer la estirpe de esos muertos
que mueren con los ojos bien abiertos.
Y para que en los rostros del cortejo
esos ojos sin luz se reflejaran,
él habría querido que fijaran
en la tapa del féretro un espejo.
Cordialmente,
PIC
PS. A quienes me han tachado el lenguaje paródico del soneto, les digo «gracias, de eso se trataba». Justamente quería homenajear a Borges usando varias de sus palabras e imágenes favoritas, por ejemplo, «arduo», «ojos sin luz», «laberinto», «espejo», de modo semejante a como los pintores replican las obras clásicas: Picasso y Dalí replicaron las «Las meninas», de Velázquez; Magritte replicó «El balcón» de Manet, etc.