Por Orlando Cadavid Correa
El tiempo pasa volando. Se acaban de cumplir 17 años de la triste y larga partida de Juan Harvey Caycedo y no nos acostumbramos a su ausencia, que comenzó al caer la noche del martes 21 de octubre de 2003 en su apartamento del norte bogotano.
El notable locutor de radio y televisión eligió para el suicidio la misma vía a la que apeló en su residencia del centro capitalino el famoso poeta José Asunción Silva el 24 de mayo de 1896. Ambos se autoeliminaron propinándose sendos disparos en sus corazones.
De las semblanzas del caucano ”Juanito”, como era llamado en su círculo de amigos más íntimos, la más bien lograda fue la que incluyó el finado periodista huilense Edgar Artunduaga, con quien compartió nómina en los tiempos estelares de “La Luciérnaga”, que conducía magistralmente Hernán Peláez, en su libro de microbiografías titulado “Finales tristes”. También fueron de la partida, además de Juan Harvey, don Julio Arrastía, Jaime Michelsen, Julio César Sánchez y Jaime Lozada.
Artunduaga rescató así el triste final del notable personaje caucano:
“Esa noche del martes 21 de octubre de 2003, en la sala de su casa, toda arte y buen gusto, había reunión familiar. Juan Harvey pasó rápido al segundo piso y, como era su costumbre, comenzó a escuchar música. Minutos después, todos se estremecieron con un ruido seco, un disparo que sonó como un campanazo ronco y definitivo. El corazón de Juanito estalló en pedazos. Decidió irse y se fue triste”.
Edgar abordó en su libro una de las posibles causales de la trágica determinación del inolvidable hombre de radio y televisión:
“En la mañana de ese mismo día, funcionarios de la Cadena Caracol, donde trabajó por más de 25 años, le habían notificado, sin explicaciones de ninguna naturaleza, la decisión de la compañía de acabar su exquisito y nostálgico programa de boleros, que se transmitía los domingos en la noche, antes habían decidido también excluirlo del programa Pase la Tarde, lo mismo de la Luciérnaga, donde cumplía un papel extraordinario. Muy pocos llegaron a conocer del buen humor que desplegó en ese programa”.
También narró su biógrafo que juan Harvey no dijo nada en su casa. No alcanzó a mencionarles a los suyos que horas antes lo habían despojado (así lo entendió) de unas de sus más poderosas razones para vivir: la locución, la radio y el micrófono. Tal vez quiso informarlo esa noche, pero la visita no le dio tiempo. Sin embargo, se lo había manifestado con tristeza a algunos amigos con quienes compartió a la hora del almuerzo, que se prolongó toda la tarde al calor de unos tragos. Estaba realmente compungido, le oyeron voces de tristeza y rabia, de disgusto y amargura. De franco desconcierto. Artunduaga alcanzó a decir que semanas antes del suicidio de Juan Harvey, en el sepelio de la locutora Sofía Morales, había expresado su pesar por el trato que se les daba hoy a los grandes locutores de antaño. “Estoy deprimido y asqueado por esta situación”, fue lo que oyeron de Juan Harvey sus colegas. Que descansen en paz estas dos figuras cimeras de la radio colombiana.
Es común escuchar de un jubilado, el agradecimiento a la empresa que lo empleó por años :gracias a ella tengo mi casita. Qué dirá en su corazón aquel que, ya mayor, no fue visto con buenos ojos, razón por la que fue despedido. Tal vez si lográramos escuchar el corazón del gran Juan Harvey, lograríamos saberlo. Pero ya lo encontramos destrozado.