Por Óscar Domínguez G.
Ni nosotros los “masculinos”, como nos dicen en los partes policiales, nos dimos cuenta del tal Día del Hombre que se supone fue ayer, día de san José. Lo mismo estaba diciendo hace un año. O sea que me repito en los próximos párrafos aprovechando la impunidad del puente Emiliani, bautizado así en memoria de un senador alvarista cartagenero, que se nunca se veía despeinado…
Del pobre hombre se ha dicho de todo: Que está en obra negra, que, como los celulares, está sin inventar del todo, que la lealtad no es su fuerte, que lo llaman a ser infiel y está ocupado poniendo cachos en algún tálamo distinto al suyo.
Nos gradúan de egoístas “magna cum laude”. Critican nuestra paupérrima participación en las faenas domésticas que les dejamos a nuestras mujeres. Cocinar no es nuestro fuerte. Escasamente sabemos fritar un huevo. (Bueno, las nuevas generaciones son otro cuento. Muchos conocen los intríngulis del brócoli, no se equivocan preparando una salsa tártara o meunière, levitan preparando una hamburguesa).
Dicen también que vivimos más cerca del bar que del colegio donde crecen nuestros hijos. En defensa nuestra, alegamos que no nos enseñaron a ser padres, una asignatura que debería ser obligatoria desde los bancos escolares.
Por los motivos que mencioné atrás, pasamos sin rompernos ni mancharnos un día como el 19 de marzo.
Pero al otro día, el 20, viene la destorcida, dicho sea en la jerga de los cafeteros. Cancelada la celebración, el varón domado vuelve a ser un don nadie, un suscriptor más del directorio telefónico. Un n.n. con pasaporte de alguna parte. Un don Nadies, en la jerga de la vicepresidenta. De malas, nosotros.
Un mandadero más. El que saca el perro a alzar la patica al parque para que deje cifrados –y olorosos- mensaje de amor contra un árbol. O una pared. O la llanta del carro del vecino.
Volvemos a ser el que saca la basura y quien responde la llamada telefónica hecha en la madrugada por algún &%$» que metió el dedo donde no era. El que espanta los audaces ladrones y/o abre la puerta para decirle no al vendedor de aspiradoras. O de celulares. O al vendedor de versículos bíblicos que nos quiere salvar.
A partir del día siguiente nos toca decir: «No salgo de debajo de la cama porque en esta casa mando yo».
O repetimos lo que dice un marido oprimido: «En esta casa se hace lo que yo obedezco».
Los mínimos arrumacos que nos hicieron en casa son carne de alzhéimer, polvo de olvido. Periódico de ayer. Nostalgia. Paja.
Los más afortunados recibieron medias que salen con todos los vestidos, y calzoncillos nuevos, matapasiones, como de preso, se mecen altaneros en el ropero.
Atrás quedó la música celestial de las llamadas de la prole. “Eres el mejor papi del mundo”, oímos. Bella hipérbole, rigurosa y biológicamente cierta: un mismo hijo no puede ser hechura de dos papás.
Adiós invitaciones en las que a la hora de pagar la cuenta, podemos mirar para otra parte. O arrancar pa’l baño “a hacer lo que no pueden hacer por nosotros”.
Sin ninguna contemplación, volvemos a conjugar verbos antes considerados de recia estirpe femenina como lavar y barrer.
Nada de poner solo la música que nos gusta, otro de los postres-privilegios del día del hombre. Dejamos de tener la razón en todo lo que decimos. Se impone volver al consenso. Nada de imponer las caminatas que hacemos. Ni el cine. Ni la lectura diaria en compañía de “nuestra dulce enemiga”.
Nada de mirar con ojos golosos los cuartos traseros de la “mujer de al lado”. Esos cuernos virtuales permitidos tocaron a su fin por este año.
Pasó el cuarto de hora en que podemos dejar la ropa interior o las medias regadas por toda la casa. O hacer pipí con regadera, sin levantar la taza. La presa más grande del almuerzo ya no será para el adorado expapacito que pasa a la clandestinidad.
«El desayuno o el almuerzo es ese. Y punto», se oirá en muchos hogares de la aldea global. El mando a distancia que regula la democracia en la alcoba nupcial, regresa a su legítima dueña.
Resumamos: no es fácil este retorno a la normalidad después de que el sol giró alrededor de nosotros por espacio 24 horas del día. (Líneas pasadas por el quirófano).