

Fotografías por Todd Heisler
Los periodistas entrevistaron a casi dos decenas de inmigrantes en Corona, Queens, durante tres días a principios de febrero.
El restaurante de tacos situado a la vuelta de la esquina de Corona Plaza, el corazón palpitante de uno de los mayores barrios latinoamericanos de Nueva York, quedó en silencio en los días posteriores a la toma de posesión del presidente Donald Trump.
La mesera mexicana del restaurante, quien está indocumentada, presenció cómo las autoridades federales de inmigración detenían a alguien a unas manzanas de la plaza, y ahora limita su tiempo fuera, temerosa de que estar en la calle la haga más vulnerable a los agentes de inmigración. Piensa en el incidente mientras contempla las mesas vacías que solían estar repletas de familias migrantes y trabajadores de la construcción.
Al otro lado de la calle, las ventas se han desplomado en una panadería colombiana. El negocio solía obtener unos 1600 dólares la mayoría de las mañanas vendiendo sopas y pasteles, pero ahora gana unos 900 dólares. Los trabajadores de la panadería rastrean los grupos de WhatsApp en busca de noticias sobre redadas de inmigración en el barrio, aunque la aplicación de mensajería esté repleta de desinformación.
Y en el restaurante guatemalteco situado al borde de la plaza, cada vez hay menos clientes, y las ventas se han reducido a la mitad. Pero los pedidos para llevar han aumentado.
“Todo el mundo llama para comida ahora”, dijo Linda Hernandez, de 44 años, mientras le servía un tamal al horno a uno de los cuatro clientes del restaurante de 20 sillas a principios de febrero, junto a un cartel que advertía a la gente de que no abrieran sus puertas a las autoridades de inmigración. “Nadie se quiere sentar a comer”.



De Nueva York a California, la campaña de Trump para detener y deportar a millones de migrantes indocumentados ha sembrado miedo y consternación, lo que ha subyugado de inmediato a barrios otrora vibrantes de todo Estados Unidos.
El gobierno de Trump comenzó con un bombardeo mediático, promocionando redadas en grandes ciudades y vuelos de deportación a Latinoamérica. La espectacularidad se vio respaldada por unas primeras cifras que mostraban un aumento de las detenciones de inmigrantes, aunque las autoridades parecen estar teniendo problemas para detener a suficientes personas y cumplir los objetivos de deportación masiva de Trump. Sin embargo, la táctica de miedo ha conmocionado profundamente a las comunidades inmigrantes.
Pocos barrios de Nueva York se paralizaron como Corona, un enclave de clase trabajadora que está compuesto aproximadamente de un 75 por ciento de población hispana, hogar de generaciones de migrantes procedentes de México, Colombia, Ecuador, República Dominicana y otros lugares.
Pero Corona fue también uno de los barrios que se inclinó con mayor fuerza hacia Trump en las elecciones del año pasado. El crecimiento de popularidad de Trump, en Corona y en otros lugares, pusieron de manifiesto la tensión latente entre los inmigrantes establecidos y los llegados más recientemente, quienes cruzaron la frontera durante una época de políticas demócratas más indulgentes.
La inmigración, legal y de otro tipo, ha moldeado durante mucho tiempo este tramo del norte de Queens. Las oleadas migratorias transformaron Corona, que pasó de ser un bastión italiano a principios del siglo XX a un imán para las familias afroestadounidenses después de la II Guerra Mundial, y luego en un bullicioso centro para centroamericanos y sudamericanos en las últimas décadas.
Esa diversidad ha sido más palpable en Corona Plaza, que solía ser un solar abandonado. La ciudad lo convirtió en una modesta plaza peatonal que en poco tiempo comenzó a palpitar de vida cuando los vendedores se instalaron para vender chorizos y café de olla, llenando el aire con una mezcla de dialectos del español. Cerca de allí, en la avenida Roosevelt, el aroma del café colombiano se fundía con el del lomo saltado peruano, los ritmos atronadores de la cumbia y el reguetón y el rugido del tren elevado nº 7.

Aquí, muchos residentes se hacinan en apartamentos baratos con desconocidos. La mayoría trabaja en los servicios que forman la columna vertebral de la economía de la ciudad: limpieza, cocina y construcción.
Muchos son migrantes indocumentados.
Por eso no es de extrañar que la otrora bulliciosa plaza, y las calles que la rodean, se vaciaran el día de la toma de posesión de Trump. Los inmigrantes se quedaron en casa. Los vendedores de comida se replegaron. Y mucha gente siguió sin salir a la calle cuando los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE por su sigla en inglés) se desplegaron por la ciudad una semana después, una ausencia que perjudicó a los comercios locales.
La combinación del temor a la deportación, las gélidas temperaturas y la reciente represión policial de la venta ilegal contribuyeron a enmudecer el barrio, y crearon una escena inquietantemente familiar en lo que una vez fue el epicentro de la pandemia de coronavirus. El virus mató a cientos de personas en Corona y dificultó la recuperación económica de la zona.
Fernando Cando, de 48 años, quien se trasladó a Queens desde Ecuador con su familia en 1982, cuando era un niño, dijo que aunque esto es algo nuevo, le recuerda a la covid. Si tuviera que expresarlo con una palabra, sería pánico. Los residentes nunca habían visto algo así.
Cando es propietario de Leticias, un restaurante ecuatoriano con platos basados en las recetas de su madre. Dijo que hace poco empezó a repasar los derechos de sus trabajadores por si el ICE se presenta en el restaurante. Ha dado instrucciones a los trabajadores para que no huyan de los agentes, y se ha preguntado si podrían refugiarse en el sótano del restaurante. A pesar del miedo, sus trabajadores siguen acudiendo, aunque los comensales no vayan siempre con la misma frecuencia.



Los avistamientos del ICE —ya sean reales, imaginarios o distorsionados en las redes sociales e hilos de texto— dominan las conversaciones. Algunos padres han dejado de enviar a sus hijos a la escuela. Y algunas familias hablan de regresar a sus países de origen: la “autodeportación” que el gobierno de Trump está fomentando activamente.
Liliana Sanchez, quien emigró de México hace dos décadas, dijo que vio agentes del ICE casi a diario en el barrio después de que Trump asumiera el cargo, por lo general tocando la puerta de las viviendas. Los avistamientos han sido menos frecuentes recientemente. Pero sus dos hijos, que son ciudadanos estadounidenses, siguen llamándola después del colegio para asegurarse de que no la han detenido en Corona Plaza mientras vende atole, una bebida mexicana caliente a base de maíz.
“Les da miedo cada vez que vengo a vender”, dijo Sanchez, de 38 años. “Pero si me quedo en casa, ¿quien trae el dinero para la renta?”.
Los abogados de inmigración están siendo inundados con llamadas de inmigrantes que buscan respuestas a preguntas básicas: ¿Pueden ir a trabajar, buscar atención en los hospitales y llamar a la policía para denunciar un delito sin ser deportados?
“Los teléfonos no paran de sonar”, dijo Anibal Romero, un abogado de inmigración cuya oficina con vista a Corona Plaza ha recibido hasta 700 llamadas al día desde la toma de posesión de Trump, frente a poco menos de 100 diarias. “Francamente, nos hemos convertido en una sala de urgencias de salud mental”.

Aun así, la mayor ansiedad, descrita por casi dos decenas de residentes de Corona en entrevistas con The New York Times, oculta una realidad complicada.
En la ciudad de Nueva York, y en todo el país, Trump obtuvo importantes logros electorales en muchos barrios de inmigrantesde clase trabajadora como Corona. Captó el 46 por ciento del voto latino nacional en su camino hacia la victoria y desafió la sabiduría convencional sobre el apoyo de los hispanos al Partido Demócrata.
Kamala Harris, sin embargo, ganó en Corona con cerca del 57 por ciento de los votos, pero obtuvo resultados más bajos que Joe Biden en 2020, quien ganó en la zona con el 77 por ciento de los votos. Trump obtuvo unos 3000 votos más en Corona en 2024 que en 2020, ganando distritos enteros y casi duplicando su porcentaje de votos hasta el 42 por ciento, frente al 23 por ciento de cuatro años antes.
Trump se ganó a los hispanos que estaban molestos por la economía, pero también aprovechó el resentimiento de los inmigrantes establecidos por lo que consideraban un trato preferente —incluidos el estatus legal temporal, los permisos de trabajo y el alojamiento gratuito— otorgado a los inmigrantes que llegaron durante el gobierno de Biden.
En Nueva York, esa frustración contenida provocó intensas fricciones en medio de una afluencia de 230.000 inmigrantes que durante tres años se extendió por Corona y otros barrios. Los residentes de toda la vida —incluyendo a inmigrantes indocumentados que no pueden votar— plantearon problemas de calidad de vida que muchos atribuyeron a los recién llegados.

Los propietarios de negocios de Corona Plaza se quejaron del aumento de personas sin hogar y de vendedores ambulantes sin licencia en los últimos años. Funcionarios locales y residentes lamentaron el exceso de basura y los destellos de violencia entre hombres intoxicados que, según dijeron, creaban un desorden visible que ahuyentaba a los clientes. Además, se agravó un problema de prostitución que asolaba desde hacía tiempo algunas partes de la avenida Roosevelt.
Todo ello llevó al alcalde Eric Adams, demócrata, a desplegar más agentes de policía en la zona y tomar medidas enérgicas contra los burdeles y el comercio ilegal el año pasado, lo que condujo a un notable descenso de ambos.
Para algunos residentes de Corona, la medida llegó demasiado tarde y fue insuficiente.
Altagracia Fernandez, de República Dominicana, dijo que el deterioro de las condiciones había estado a punto de obligarla a cerrar el salón de belleza que abrió hace 35 años. La situación empeoró tanto, dijo, que limpiar con mangueras los excrementos humanos del exterior de su negocio se convirtió en una tarea habitual por las mañanas.
“Yo antes votaba demócrata pero no aguantaba más”, dijo Fernandez, de 63 años, quien votó por Trump. “La situación estaba muy crítica. Estoy luchando por lo mío”, dijo refiriéndose a su salón.
El pastor Victor Tiburcio, líder espiritual de Aliento de Vida, una iglesia pentecostal de Corona Plaza con más de 2500 fieles de 30 países, ha estado lidiando con esas contradicciones desde la elección de Trump.



Un domingo reciente, Tiburcio se apoyó en un mensaje de esperanza. Instó a los preocupados asistentes a la iglesia a ser conscientes de la desinformación y a no temer llamar al 911 o acudir al hospital.
Indicó a sus feligreses que no deben abstenerse de hacer lo que tengan que hacer por miedo a ser capturados por el ICE, en un abarrotado teatro convertido en iglesia, un destello de la vitalidad que no se ha extinguido del todo en el barrio. Añadió que, en estos tiempos, encontrar a Dios es un mensaje de auxilio.
En una entrevista posterior a la misa, Tiburcio, quien emigró de República Dominicana hace 27 años, reflexionó sobre lo que dijo que era el lado positivo de las duras medidas de Trump. Casi de la noche a la mañana, dijo, las duras palabras del presidente habían ahuyentado a los inmigrantes revoltosos, a quienes el pastor culpaba de las “fétidas” condiciones de Corona y de empañar los valores de la clase trabajadora que definían a los inmigrantes.
“Esa gente que llegó en los últimos tiempos, yo no puedo decir todos, no, no, no, porque yo soy inmigrante también, pero notamos algo extraño”, dijo Tiburcio, refiriéndose a casos de consumo de alcohol en público y de personas que ensuciaban el entorno.
“Tan pronto entró Trump, de una vez desaparecieron”, continuó. “El inmigrante debe ser bienvenido, socorrido. La Biblia dice eso, pero lo que la Biblia no dice es que el inmigrante tiene derecho a ser delincuente”.
Otros inmigrantes, aunque inquietos por los delitos de alto nivel cometidos por algunos recién llegados, se mostraron más cautelosos a la hora de avivar las desavenencias entre los inmigrantes recientes y quienes llevan aquí más tiempo.
“No es resentimiento”, dijo Faviana Linares, quien emigró de México hace casi tres décadas. “Hay que ser muy valiente para dejar todo y traer a tu familia. Yo a esa gente las admiro”.

Linares, de 47 años, lo dejó todo cuando se marchó de Puebla —hay tanta gente que ha emigrado de esa región mexicana que Nueva York ha llegado a conocerse como “Puebla York”— y se instaló en Corona. Se ha ganado la vida limpiando apartamentos, al principio por un salario muy inferior al mínimo, mientras su marido trabaja en restaurantes. Ambos están indocumentados, pero sus tres hijos son ciudadanos estadounidenses.
Como muchas familias con estatus mixto, han hecho planes de emergencia por si deportan a los padres: su hija de 24 años se convertiría en la tutora de los otros dos hijos.
A pesar de la posibilidad siempre presente de que la familia sea separada —Linares tiene primos que fueron deportados— dijo que se ha concentrado en transmitir esperanza a sus hijos y vecinos en medio de los titulares pesimistas.
Recientemente, eso ha significado canalizar su energía hacia el grupo de defensa de los inmigrantes al que pertenece, Make the Road New York, que abrió una nueva oficina frente a Corona Plaza en febrero, justo cuando el barrio quedó en silencio.
“Nuestro único delito ha sido cruzar esa frontera. No es justo que nosotros nos sintamos perseguidos. Lo único que vinimos es a trabajar dignamente”.
Alex Lemonides y Keith Collins colaboraron con la reportería.
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