Por Oscar Domínguez Giraldo
En este extraño mundo de Subuso en que vivimos cabe preguntarse por qué cuando el 31 de agosto, hace 24 años, moría la Princesa Diana, muchos mortales dejaron correr una furtiva, pero quedaron impávidos cuando 5 días después el satélite nos trajo la noticia de la muerte de Madre Teresa de Calcuta (Agnes Gonxha Bojahxiu, su nombre de soltera).
Mientras llegan las rectificaciones, aventuremos explicaciones. Nos dolió la muerte de Diana de Gales, churro del gajo de arriba, porque estaba a punto de lograr la esquiva felicidad al lado de su «machucan boy’s» egipcio, Dodi Al Fayed.
Su felicidad era la de todos sus súbditos. Si no alcanzamos la felicidad, el dinero ni la fama, nos contentamos con que los mitos que inventamos lo logren. Madre Teresa, fallecida el 5 de septiembre, suspiro de Dios, churro de los del gajo de abajo, era la felicidad en unos cuantos kilos. Su alegría surgía de cumplir ese difícil arte de darse al prójimo.
Ella veía un pobre y se le animaba el semestre. Diana también se daba. Así en la noche regresara a una cena íntima plagada de «paparazzi» en el Ritz, de París, de propiedad de su yerno, de donde salió para el vuelo final. Madre Teresa permanecía cerca del menú menos cero estrellas de sus paupérrimos calcutenses. Ella alcanzó en vida la verdadera inmortalidad que consiste en ser amado por mucha gente anónima, diría Freud. La virtud de Diana radicó en que pudo haberse gastado su «yet-setismo» en ella solita. Pero no.
Permitió que se le saliera la Madre Teresa que llevaba por dentro, como una procesión de amor. A propósito de amor, recomendaba Madre Teresa: “Ama hasta que te duela; si te duele, es la mejor señal”. ¿Por qué tuvo más prensa la Rosa de Inglaterra, inmortalizada en las exequias por el piano y la voz por Elton Jones, que Teresa de Calcuta? Tal vez porque es más fácil ser princesa Diana que Madre Teresa. Me explico, Federico. Los hombres soñamos casarnos con una princesa encantada.
Y, modestia, apártate, creemos haber sido príncipes azules de algún corazón femenino. En este desorden de ideas, nos agradaría más ser protagonistas de una boda inverosímil en la abadía de Wesminster de nuestro barrio que tener que cargar ladrillo para los leprosos de Madre Teresa en Calcuta. Es más difícil la caridad que la vanidad. Cuando se produjo la muerte de Madre Teresa, la prensa continuó ocupándose de Lady Di.
En los noticieros de televisión, la Madre Teresa, aparecía después del primer corte de comerciales, o en el pasa del periódico. Coquetería mata solidaridad. De lejos, esta nota, jerárquicamente, debería llamarse Teresa y Diana. Pero no. Está bautizada al revés. Chanel No. 5 derrota Pachulí No. 1. (En Harrods, la célebre tienda para millonarios también de propiedad de la familia de Al Fayed, los maridos compran la ropa íntima para sus amantes. Para sus esposas, la compran en Mark & Spencer, algo así como San Victorino bogotano, o El Hueco, de Medellín, desproporciones guardadas).
Diana era pobre con plata. Madre Teresa fue siempre una rica sin dinero. Ambas volvían plata lo que tocaban para la causa común de los ninguniados la fortuna. De los que madrugamos a patiarnos la boda y las exequias de Diana, ¿cuántos nos quedamos roncando el día del sepelio de la santa albanesa? Averígüelo, Vargas, patrono de los encuestadores. Diana viajaba en first class. Madre Teresa volaba arriando primera clase.
Contaba el fallecido cardenal López Trujillo que al final de los vuelos internacionales la «mínima y dulce» Teresa recogía la comida que los pasajeros no consumían para llevársela a sus pobres. López Trujillo reveló un pecadillo de ínfima lagartería de Madre Teresa: accedió a que las autoridades indias le facilitaran pasaporte oficial porque de esa forma, cuando salía del país, podía trabajar mejor por sus «vaciados».
Un pintor hecho en Medellín, Luis Fernando Mesa, ya fallecido, hizo reír una vez a la Madre Teresa, cuando la visitó en Calcuta. Mesa se arrodilló y besó los pies de la frágil monjita. Con su barba le hizo cosquillas. Como los santos sin canonizar también ríen, Madre Teresa se carcajeó.
Desde ese mismo día, Mesacé, la empresa de la familia de Mesa, vendió más maletas y el propio Luis Fernando logró pintar mejor. Si el Vaticano necesitara dos milagros más para la canonización habría podido empezar por aquí. Las dos, Diana y Madre Teresa, ya tienen altar perpetuo en el «mango» (corazón) de sus devotos que tenemos la opción de convertirnos en las Dianas y las Teresas, así sea de nuestro propio barrio, de la cuadra. O de nuestra propia casa.
La caridad empieza por nosotros. Sería una forma de velar porque sigan vivitas y coleando estas dos llamas al viento, que nunca se apagarán, para decirlo a dos manos con Elton John y el poeta Barba Jacob. (Nota pasada por el taller de latonería y pintura).