SANTIAGO TORRADO
El sol se oculta en Barranquilla. La brisa alivia el calor caribeño, un buque pasa por el río mientras una multitud se congrega para comer y beber en El Caimán del Río, un mercado gastronómico al estilo Chelsea Market neoyorquino sobre el flamante Gran Malecón, con sobrecogedoras vistas sobre las aguas del Magdalena. En los altavoces retumba En Barranquilla me quedo, el himno oficioso de Joe Arroyo. A pocos metros, unos paneles exhiben una frase atribuida a Alejandro Char, el alcalde que inauguró la megaobra, un emblema de su gestión. “La Barranquilla soñada se está haciendo realidad ante nuestros ojos”, se lee junto a un retrato ilustrado de su rostro con su infaltable gorra. “Asistimos hoy al momento histórico en que logramos cumplir el sueño de ver a nuestra ciudad engalanada en sus riberas con la más ambiciosa plataforma urbana y natural que se haya construido alguna vez en Colombia”, sostiene con grandilocuencia.
En este punto, muchos corredores se lanzan al asfalto para devorar los 5 kilómetros de malecón que conducen hasta otro ícono reciente. La colosal aleta del tiburón, de 30 metros de altura, una estructura de luces resplandecientes recubierta de vidrio elaborado por la empresa Tecnoglass, rinde homenaje al Junior, el gran equipo de fútbol del Caribe. También la mayor pasión de la ciudad. Tanto así, que según la leyenda popular el ánimo de los votantes se mueve al ritmo del rendimiento del equipo rojiblanco en cada año electoral, como este 2023. Al frente, se levanta un busto al “insigne dirigente” Fuad Char, el presidente y propietario del club desde 1972, padre de Alejandro y patriarca del omnipresente clan Char. La familia, dueña también del emporio Olímpica de 350 supermercados y droguerías, además de una cadena radial, domina los negocios, la política y el fútbol barranquilleros. Pero en su historia no todo reluce como la aleta del tiburón o las losas del Gran Malecón.
Cualquier intento por interpelar el poder de los Char en Barranquilla suele acabar silenciado, como ilustró esta semana el caso de la periodista Laura Ardila. La editoral Planeta desistió a última hora de imprimir su libro La costa nostra por temor a una demanda, después de tres dictámenes jurídicos. La propia Ardila, que se siente censurada, ha explicado que su trabajo “intenta explicar las luces y sombras de este grupo de poder, entre ellas el nacimiento y la expansión de su hegemonía, el entramado de contratación que han establecido, sus relaciones con el poder nacional, los detalles de su alianza con Aida Merlano y el suprapoder en Barranquilla de sus grandes aliados: los Daes”, que son los dueños de Tecnoglass. Aunque la periodista ha recibido un alud de solidaridad en las redes sociales y medios nacionales, la prensa local a duras penas lo ha registrado. “El silenciamiento de este libro coincide con el silenciamiento del debate público en Barranquilla”, se lamentó en una entrevista con La Contratopedia Caribe.
Los seres humanos estamos llenos de contradicciones, concede de entrada el catedrático y columnista Alfredo Sabbagh, protagonista de otro confuso episodio. En su antebrazo tiene tatuado un enorme tiburón, es hincha furibundo del Junior, pero muy crítico de los Char. Cuando envió la semana pasada una columna que cuestionaba al clan que gobierna Barranquilla, los directivos de El Heraldo, el periódico en que publicaba desde hace 13 años, le dijeron que habían interpretado su anterior columna, que trataba sobre el acuerdo para vender el periódico al grupo Gilinsky, como una renuncia. “Barranquillla está dividida entre un norte más opulento, que sueña pareciéndose a Miami, y un sur que se resignó a que el Norte se parezca a Miami y a que le caigan tres o cuatro migajas de vez en cuando. Y está tan resignado que sigue votando por los mismos que trazaron la línea imaginaria”, dice Sabbagh a EL PAÍS en su despacho de la Universidad del Norte, sin llegar a calificar el incidente como un acto de censura.