Autobiografía novelada del dr.Alberto Betancourt Arango

Por Oscar Domínguez Giraldo

El fallecido doctor Alberto Betancourt Arango escribió una autobiografía novelada que sería un desperdicio imperdonable no compartir. od 

Al igual que Eneas y sus compañeros arrojados a las costas de África por la tempestad desencadenada por la cruel Juno, así yo arrojado al mundo por la acción amorosa de mis padres, quiero contar mis peripecias y trabajos en esto proceloso mar de la existencia; forsan et haec olim meminisse juvabit (Eneida I – 204).


PUERICIA

Me cuentan mis padres que una noche lluviosa y fría, el 7 de II de 1923 en la “casa de la plaza” en la micrópolis abejorraleña nacía un niño en el hogar de la familia Betancourt Arango; el trabajo de parto fue prolongado, la distocia acompañó mi nacimiento y se perpetuó a través de mi vida: el primogénito de dicha familia, venía en podálica, presentación completa de nalgas y aún conservo una cicatriz que engalana mi región glútea izquierda, recuerdo de la episiotomía que el tocólogo (Utinam possem ita nominari) practicó en el periné de mi madre. 

Fue tan exagerada la incisión que la tijera obstétrica lesionó mi región glútea izquierda y estuve a punto de sufrir una orquidectomía bilateral para espanto de las generaciones nascituras; parto domiciliario, atendido por un Médico General (el médico del pueblo), en primigrávida, con una presentación de nalgas completas, ¡qué horror! 

Frecuentemente me hago una palpación general y me siento confortado que aún esté vivo y haya podido transcurrir haciendo algunas cosas en favor de mis semejantes. ¡Madre tierna y querida, mis recuerdos son todos para ti que en una noche oscura y lluviosa en medio de las contracciones uterinas, me diste con todo el cariño de tu magnífico ser el don de la vida!, semper honos, nomenque tuum, laudesque manebunt, quo me cumque vocent terrǽ (Eneida I 609-10). 

A los pocos días, Juan de Dios Gómez, el cura párroco del pueblo, en cuyo corazón cabían todos sus feligreses, me permitió ingresar al mundo de la gracia mediante la administración del Bautismo; cuentan de su generosidad ilímite, cuando en las noches de frío visitaba a los campesinos, se despojaba de sus pertenencias para dárselas al pobre que tenía frío y lo acosaba la indigencia; yo mismo fui testigo de excepción de su generosidad y gran corazón, cuando nombrado Canónigo de la Catedral Metropolitana, de una parte de su exiguo estipendio cubrió por un tiempo mis gastos pensionales.

El kinder y la primaria los hice en el Colegio de las Hermanas de la Presentación de Abejorral. Muchas veces lloraba impresionado por la historia de Jesús llevado ante los tribunales populares para ser condenado a la afrentosa muerte de cruz; un recuerdo especial a la Hermana Catalina, única responsable de mi desorientación espacial pues el día en que iba a enseñar los puntos cardinales solicitaba previamente de mi madre me pusiera el vestido de cuello marinero y los zapatos de charol, para sacarme como modelo de enseñanza y con los brazos en cruz, y mirando por donde sale el sol hacía su exposición; hasta hace poco aprendí por dónde sale el sol, por dónde se oculta, cuál es el sur y cuál el norte.

Parece que tenía facilidades histriónicas y recitativas ya que era el elegido para recitar en las fechas clásicas del Colegio, en el mes de Mayo, previo el ofrecimiento de una canasta de rosas, ante el altar de la Virgen, de las más bellas rosas que mi madre cultivaba en su jardín.

Venid y vamos todos
Con flores a María
Con flores a porfía,
Que madre nuestra es.

Hay un recuerdo vago, remoto, indefinido, envanescente de una monja joven, pequeña, con una cara preciosa que al terminar las clases de la tarde me retenía en el salón, me obligaba a compartir su “algo” y luego me daba un beso en la boca cuyo significado no lograba captar en toda su extensión; quisiera saber hoy dónde se encuentra, quién era, para corresponder sus preferencias infantiles y enseñarle las bellezas del amor y de la comprensión – nunc scio quid sit amor -. ¿Habría sido separada de la Comunidad Dominicana, perseveraría en su martirio? No lo sé y donde quiera que se encuentre reciba un ósculo apasionado y ardiente de su antiguo Albertico.

En un cumpleaños .



Mi puericia transcurrió entre las contemplaciones y cuidados de mis padres, la vida pueblerina insustancial y en veces aburrida y una formación religiosa estricta: todas las noches antes de ir al lecho, mi madre recitaba conmigo:

Ángel de Dios
Bajo cuya custodia
Me puso el Señor
Con amorosa piedad;
En esta noche,
Guárdame, ilumíname,
Protégeme.

Es fácil entender que con este estilo de vida, llegase a ser acólito de mi pueblo y luego candidato para ingresar a un seminario; no sé porqué fui el acólito que ayudaba la Misa que celebraba a las 4 am., al padre Rafael Botero, sacerdote anciano, rascapulgas, ya retirado de la acción pastoral; como anécdota en una ocasión al pasar el Evangeliario de un lado al otro me caí y evidentemente el libro rodó por el suelo con acólito y todo: la furia del celebrante fue grande; no obstante seguí madrugando para servirle de acólito y nunca tuvo para conmigo una muestra de simpatía, ni siquiera una palabra de aliento en el difícil camino que me aguardaba. 

Tenía mi madre una era de odoríferos nardos y cuando había florescencia enviaba una canasta de electroplata llena de nardos para que estuviera al pie del Sagrario en constante súplica por la salud física y espiritual de sus hijos. Desprevenido lector, la continua mención de mi madre, no significa en forma alguna que hubiera carecido de padre; al contrario tuve un padre luchador incansable en el afán de proporcionar a su familia una honesta subsistencia y que dado su oficio, administrador de una finca, permanecía ausente la mayor parte de la semana; la llegada de mi padre de la finca que manejaba era toda una fiesta, mi madre nos ponía el mejor vestido y recién bañados nos enviaba, acompañados por la ancila de turno, para que le diéramos el saludo de bienvenida. 

En ocasiones avanzábamos una o dos cuadras del “portón de abajo”, para disfrutar su suave compañía, pues nos traía en la parte anterior de la silla de montar; cerca de mi padre comencé a entender la fascinación de la vida campesina: en vacaciones nos llevaba él a gozar de las bellezas de la naturaleza y posteriormente con el estudio amoroso y continuado del gran Mantuano consolidé el amor y los afectos por la vida rural: “nobis placeant ante omnia silvae” que Palas haga gala de las ciudades por ella fundadas, a mí que me agraden los campos ante todo. (Egl II – 62); padre bueno y trabajador que consumiste tu vida en el arduo trabajo del campo para que tus hijos pudiéramos educarnos, tu recuerdo es una constante fuente de inspiración en los difíciles tiempos de mi carrera vital! ¡Bendito una y mil veces padre amante!

JUVENTUD

“Principio delubra adeunt pacemque per aras exquirunt” (Eneid IV-56). Héme a mis once años postrado ante el arzobispo Cayzedo, implorando la dispensa de mi edad para ingresar al Seminario Arquidiocesano de Medellín. Permanece en mi recuerdo la sensación de arrancamiento, un verdadero desgarramiento interior cuando acompañado por el “paquetero” el encargado de la correspondencia y mercancías entre Medellín y el villorrio, me despedía de mis padres; el viaje duró dos días pues había que pernoctar en una posada que existía en San Diego, para luego llegar a la Ceja y aquí tomar un transporte que me acercaría al lugar de mi destino. 

Una vez instalado, mi tía materna Julia, por recomendación de mi madre, me consiguió en un almacén de artículos para el clero, cuyo propietario era un señor de apellido Faraco, lo más importante para la vida nueva que iniciaba. La disciplina de la institución era férrea y militar, todo a golpes de campana: al levantarse, al ir a clases, al ir al refectorio, etc. etc. El primer campanazo era a las 5am. Y el Prefecto en voz alta clamaba: “Benedicamus Domino” y todos contestábamos en coro entre-dormidos y despiertos: “Deo gratias”. 

Venían luego las abluciones matinales para ir a la capilla a las 6am, para la meditación y la audición de la Misa; muchas veces el sueño no nos abandonaba y teníamos que meditar entre-dormidos y despiertos, sufriendo las interrupciones del Prefecto que pasaba despertando a los dormidos y proclamando en voz alta una airada represión, acompañada del nombre propio del amonestado.

Una institución “sui generis” era el llamado Cuadro de Honor en el que aparecían quienes observaban una conducta irreprochable en sumisión y disciplina; el Prefecto general llegaba  al salón de estudio, invocaba las luces del Espíritu Santo con el “Veni Sancte Spiritus” e irrumpía en improperios y reclamos a quienes habíamos violado alguna norma por mínima que fuera; en el primer “Cuadro de Honor”, recién llegado al Seminario y después de las invocaciones y oraciones consabidas dijo en voz grave y casi furiosa: “El Señor Betancourt duerme más que una marmota” y en consecuencia no merece estar en el Cuadro.  

En otra ocasión vio en mí a un conjurado peor que Catilina y me apostrofó públicamente con las palabras con las que Cicerón se dirigió a Catilina: “Señor Betancourt, portae patent”. Posteriormente, leyendo la primera catilinaria entendí la fuerza de las palabras Ciceronianas contra Catilina y quedé muy agradecido que no me hubiera dicho: “Usted es una sentina, no le pido que desocupe el Seminario, tan sólo se lo aconsejo, para bien del Seminario y la disciplina libérenos de su ominosa presencia”.  

Había algunos que siempre ocupaban el primer puesto en el sonado “Cuadro de Honor”; me acuerdo de José J. Gómez, sobrino del entonces Rector del Seminario, quien llegó a ser un oftalmólogo muy prestigiosos y a quien en forma socarrona llamábamos “el modelo”; después de muchos años y ya en la Facultad de Medicina le recordaba que había sido “un verdadero modelo de todas las virtudes” y a fe mía que no me hacía muy buena cara.  

Mi vida transcurría en medio de la sequedad espiritual, el estudio, el deporte y la encarnizada lucha de un adolescente por vencer las pasiones carnales, era ya un adolescente con toda la carga hormonal en mi organismo y privado de la capacidad de satisfacción; el Rector de ese entonces, el Padre Emilio Botero González, marinillo, quien después fuera obispo de Pasto, me decía con una gran sindéresis y penetración psicológica en la vida del adolescente: “Betancurcito, ¿quiere irse unos días para su casa?”, y yo ni corto ni perezoso cumplía sus deseos y regresaba en forma diferente, sumiso, plegado a las normas disciplinarias y a seguir luchando contra lo imposible, la ebullición hormonal de una sana adolescencia.

La gran satisfacción de esta época era esperar las cartas semanales de mi madre, con una caligrafía impecable – aún conservo como un tesoro algunas de ellas -, llenas de ternura, amor y buenos consejos y de cuando en vez incluía un billete de un peso, que me permitía apagar la sed en los paseos de los jueves, comprando unas paletas, responsables de la amebiasis crónica que padecí a todo lo largo de mi vida monástica; en el jardín de mi casa fuera de las rosas esplendorosas y tiernas, de los odoríferos nardos, había un árbol de durazno que mi madre cultivaba con especial esmero y que daba dos cosechas al año; en una ocasión en un tarro de galletas Noel me envió unos duraznos grandes, maduros, cuidadosamente envueltos en papel blanco de seda “para que los compartiera con mis compañeros”. 

Nunca llegaron a mis manos y en cambio me di cuenta de sus cualidades organolépticas pues en un recreo veía a varios de mis compañeros que los devoraban con singular delectación ya que el padre Prefecto había decidido motu proprio repartirlos y promocionarlos sin tenerme en cuenta; lo único que supe fue de la carta en que mi madre anunciaba el envío y que en forma abusiva y rapaz el Prefecto General había decidido darles otro destino; había una censura epistolar odiosa y tanto la correspondencia que llegaba como la enviada tenía que someterse a la censura del Prefecto General y nunca pude entender la contribución de esta medida a la formación autónoma e independiente del futuro sacerdote.

No puede pasar desapercibida mi vida académica: Fui un excelente estudiante en la mayoría de las asignaturas a excepción de la Aritmética, materia que dictaba el Dr. Alejandro Londoño, padre de un excelente médico de Soma, el Dr. Fernando Londoño Posada, a quien a la vez tuve como discípulo durante mi ejercicio docente en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. No entendía los quebrados, no podía caber en mi inteligencia la regla de tres, las operaciones fundamentales de la Aritmética se me hacían difíciles y en consecuencia no estudiaba esta asignatura; nunca en las enseñanzas de la Hermana Catilina aparecieron los números: “Fortunate senex, ergo tuam ignorantiam manebit”.

El examen de Aritmética como era de esperarse, fue un fracaso, me acuerdo que me preguntaron las operaciones con quebrados, de las que solo me acuerdo que salí quebrado y rajado; al terminar mi examen el Dr. Emilio Botero R. quien en ese entonces era Vice-Rector y presidía el jurado hizo un ademán de lavarse las manos y pronunció la célebre frase evangélica de Pilatos ante la multitud que pedía la crucifixión: “Innocens sum a sanguine justi hujus”, no tenía ni veniales de lo que era una operación de fracciones. En cambio los idiomas me gustaban y para ese entonces ya conocía el latín, el griego y el francés.

Mis padres habíanse trasladado del pueblo a la ciudad de Medellín a una casa en Pascasio Uribe x Ayacucho, cerca al Café Cirano, ya que el Pensum del Seminario no estaba aprobado por el Ministerio y debía ingresar a la incipiente U.C.B. donde cursé dos años para la obtención del título de Bachiller; eran los tiempos de su nacimiento y funcionaban en una casa antiquísima en Caracas x Palacé, con piso de ladrillo y con los techos que amenazaban ruina en razón de su antigüedad y descuido; era el Decano de Bachillerato Monseñor Félix Henao Botero, quien me recibió con cajas destempladas, pese a haberme conocido como su discípulo cuando en Teología dictaba el tratado de Sacramentos. 

Lo primero que me advierte es que el Bolivariano debe ser muy estudioso, casto en su vida y costumbres y que debería permanecer en la Institución dos años cursando una serie de materias que él, en su sapiencia infinita, me las seleccionó tales como Educación Física, Educación cívica, Cultura Religiosa y otra cantidad de materias de relleno, que humildemente tuve que aceptar, a condición de mi ingreso a la Institución.  

De ésta época me acuerdo con cariño de mi profesor de inglés, Mr.Hernández, Don Julio C. Hernández, gerente del periódico “El Colombiano” quien conocía  perfectamente el Inglés y que en un semestre me lo enseñó a perfección; sentía que era una lengua por mí conocida y que a pesar de no ser una lengua romance, fácilmente podía reconocer; posteriormente supe que Britania había sido una colonia romana y que el inglés tanto el ordinario como el técnico están invadidos por la terminología latina.  

Juan Bautista Naranjo, José Molina, Juan Martínez y Octavio Harry constituían un equipo profesoral de lujo de la naciente Universidad. Juan B. Naranjo merece una especial recordación, era un excelente latinista, sencillo, cordial, tímido; escribió una gramática latina como fruto de su experiencia docente que infortunadamente desapareció al ser olvidada por su autor, aún sin ser editada, en un vehículo de transporte público; fue mi profesor de latín, pero más que el latín me enseñó la generosidad, la sinceridad y el sentido de la amistad con la que siempre me honró; Juan Martínez, matemático y políglota, quien llenaba el tablero con fórmulas matemáticas y leía a Longfellow y a la mayoría de los clásicos de la literatura inglesa en su lengua original, José Molina, un gran pedagogo, Octavio Harry, pausado, deductivo, observador atento de cada uno de sus discípulos, docente en Álgebra y Geometría, con él entendí lo que no me había sido dado a captar todo lo largo de mi escasa discencia en matemática.

Obtuve el primer puesto de ingreso en el examen de la Escuela de Medicina, no en atención a mis capacidades, mas sí al conocimiento idiomático de algunas lenguas; mi paso por la facultad de Medicina fue tranquilo, sólo interrumpido el segundo año por mi decisión de regresar a los claustros de donde había salido; permanecí cuatro años más dedicado al estudio de la Teología, recibí la tonsura y las cuatro órdenes menores y luego después de una detenida reflexión, regresé a la Facultad de Medicina para continuar mis estudios médicos.  

Hay miles de anécdotas de esta época cuya omisión se hace forzosa en atención a la brevedad de esta autosemblanza; quiero sin embargo hacer especial mención del Profesor Pedro Nel Cardona, Jefe de la Cátedra de Ginecología, quien me acogió como interno permanente y me enseñó los intríngulis de la Ginecología, especialidad a la que habría de dedicarme en el curso de mi vida profesional; tuve la oportunidad de disfrutar los Decanatos del Dr. Ignacio Vélez Escobar, cuya acción en la Facultad de Medicina y después como Rector de la Universidad, marcó un hito en el desarrollo y en el progreso tanto en los estudios médicos como generales.  

Desde estas humildes líneas va mi perenne agradecimiento a quien con una rectitud insospechable, con un gran liderazgo y sobre todo con una recia y definida personalidad supo imprimir en cada uno de quienes lo conocimos el sentido de la equidad, de la renovación y la autoridad. Al regresar de la Medicatura Rural, esto sólo me daría para escribir todo un libro voluminoso y abigarrado, fui vinculado a la docencia de la Facultad de Medicina, como Jefe de trabajos prácticos de Bioquímica. Época de grandes realizaciones académicas, de un estudio serio y continuado para poder llenar las necesidades de la enseñanza y sobre todo corresponder a la comprensión y amistad de mis primeros alumnos; desde aquí comencé a entender que la docencia para que merezca ser así llamada, es un proceso de donación y entrega generosa.

Quiero dejar en la penumbra de la anonimia algunos incidentes de mi época de Bioquímica, no es mi intención mancillar el recuerdo de nadie, y pasar a la nueva etapa de la Obstetricia y Ginecología: con mi experiencia Obstétrica como interno de la recién fundada “Clínica de Maternidad Luz Castro de Gutiérrez” y Jefe de la Clínica Ginecológica e interno rotatorio del mismo servicios fui nombrado docente en la especialidad a raíz de una rebelión presentada en las toldas Obstétricas; quiero hacer especial mención del Profesor Benicio Gaviria , cuya prudencia, humildad y sensatez, siempre en íntimo contacto con el Decanato del Dr. Ignacio Vélez, fueron capaces de vencer las arremetidas de la soberbia, la intransigencia y la desesperación de su equipo subalterno y continuar tranquilamente su función docente.  

Tengo que agradecer a mis alumnos que siempre me honraron con su cariño y amistad al encomendarme la atención Obstétrica de sus esposas, trabajo que para mí era muy gratificante y que dejó una profunda huella en mi ejercicio profesional. Pude asistir al cambio del modelo Obstétrico Francés al modelo americano y a las grandes técnicas ancilares en el desarrollo de la atención Obstétrica: la consulta prenatal, la anestesia Obstétrica especializada y la transfusión sanguínea. De las grandes rotaciones con fórceps en cabezas altas, pasamos a la tranquila aplicación de un fórceps en directo, con cabeza perineal; había aprendido en Ginecología la incisión de Pfanensthiel, transversal, suprapública e inicié su uso en Obstetricia como garantía estética, pero sobre todo para evitar las grandes eventraciones con las incisiones longitudinales.  

Mención especial merece el Profesor Gustavo Isaza Mejía quien desde mi internado rotatorio, la Jefatura de Clínica y finalmente como Profesor, me ayudó y colaboró incesantemente en el perfeccionamiento y acercamiento a la Ginecología: era un “joven inquieto del Service, léase cérvix”, introductor del método de la citología vaginal, que cambió totalmente el ritmo del cáncer del cérvix uterino, describió el primer flujo vaginal por Endamaeba histolítica y finalmente irrumpió  en el armamentarium Obstétrico con el “parto sin temor”, fuera de otras técnicas de medicina alternativa como la acupuntura, la hipnosis, etc. etc.

LA SENECTUD 

Con su esposa María Arango.


No estoy viejo, sin embargo hay algunos signos que parecen indicar lo contrario: la Citerea, en cuyo templo oficié sin descanso, me suprimió sus favores, soy capaz de leer sin antiparras, eso es lo que se llama presbicia, la capacidad auditiva se disminuye sensiblemente, siento que mis coetáneos desaparecen en un desfile fúnebre ininterrumpido hacia los oscuros reinos de Plutón y Proserpina; no obstante, Palas Atenea me invitó a entrar en su templo y desde entonces mi raciocinio se mantiene, el amor por la lectura permanece y los autores clásicos griegos y latinos con quienes sostengo un diálogo permanente, son mi alimento, mi fuerza y  mi consuelo.  

En Cicerón he aprendido la belleza de la amistad: “Solem e mundo tollere videntur, qui amicitiam e vita tollunt” – quienes de su vida suprimen la amistad, es como si quisieran suprimir el sol de su existencia -, el recuerdo agradecido de quienes nos precedieron, cuando hace de Catón el Viejo el protagonista de su tratado sobre “la vejez” y declara enfáticamente que su escritura “no sólo suprimió todas las asperezas y dificultades de esta época, sino que la transformó en dulce y placentera”; en su tratado “Pro Archia” aprendí que el estudio de humanidades es un “oblectamentum senectutis” y un lenitivo a las calamidades de la existencia – adversis perfugium ac solatium praebent”. 

Horacio en su oda a Licinio me enseñó que para vivir rectamente no hay que ensoberbecerse en la prosperidad ni deprimirse en la desgracia, la “aurea mediocritas”; en fin, Séneca al que he traducido casi en su totalidad, en particular sus “Cartas a Lucilio”, son un verdadero tratado de ética y vida espiritual; Ovidio, Juvenal, Marcial y tantos y tantos que son el acicate de mi senectud. No puedo omitir a Publio Virgilio Marón, el príncipe de los poetas latinos a quien diariamente leo en su lengua original y cuyas doctrinas me alimentan y fortifican; por Virgilio regresé a las delicias del campo que mi padre me permitió gozar en la época de vacaciones y cuyo trabajo tenaz y duro logró vencer las limitaciones de la precariedad: “Labor omnia vicit improbus, et duris urgens in rebus egestas” (Eglog. I 145-6).

No podía terminar esta semblanza cuasi, semi, ex-biográfica sin la presencia de mi esposa, mi dulce María, quien en último término es la razón de mi existencia y la gran responsable de mis éxitos, esculpí en la corteza de su tierno corazón mis amores, a medida que pasa el tiempo serán más fuertes y duraderos – teneris incidere meos amores arboribus, crescent illae, crescetis amores – (Bucólica X 53-4): tierna, exquisitamente sensible, bondadosa, ha sido mi constante compañera por más de 54 años de estrecha convivencia y unidos por el vínculo de su bondad y amor podemos proclamar a los cuatro vientos que hemos sido felices……………….

Nadie hay que haya descrito un crepúsculo con trazos tan fuertes y tan bellos, a decir de Margaret Yourcenar, como Virgilio, cuando en su primera Égloga, Títiro, por boca de Virgilio invita a su compañero que pase la noche con él sobre el verde césped, pues “ya a lo lejos se ven humear los tejados de las casas y las sombras mayores amenazan precipitarse desde lo alto de los montes”. 

Medellín, junio 23 de 2006

Alberto Betancourt Arango 

Sobre Revista Corrientes 4564 artículos
Directores Orlando Cadavid Correa (Q.E.P.D.) y William Giraldo Ceballos. Exprese sus opiniones o comentarios a través del correo: [email protected]

1 comentario

  1. Gracias por este maravilloso escrito del Dr Alberto Betancourt Arango , si tienen otros escritos de él quisiera tenerlos

Los comentarios están cerrados.