Ascensores

Los ascensores. Foto Industrias asociadas

                                                                 

Por Óscar Domínguez G.

Ningún DANE ha calculado cuánto tiempo  pasamos subiendo y bajando ascensores, esas claustrofóbicas cajas donde jamás repetimos compañeros de ruta. Tampoco nadie repite taxista o se baña dos veces en el mismo río.

En el ascensor quedamos nivelados por lo alto. Como en los aviones. Tanto el pasajero de first class como el de gallinero están a igual distancia de un posible porrazo en tierra.  Ese detalle torna inútil practicar la vanidad de creerse de mejor familia que el de la banca de atrás. No se le niega a los mimados de primera clase su derecho a llegar primero que la apaleada clase económica.

El ascensor es una ONU de olores en el que se repiten monótonamente las historias. ¿Quién no se ha preguntado, por ejemplo: Y si nos quedamos atascados qué? Los optimistas nos vemos rescatados y nos hacemos la ilusión de que salimos retratados en el periódico y besuqueados por reinas de belleza. Atascado ilustre es el infiel de la película “Ascensor al cadalso”. Recomiendo “El Apartamento” y “Sube y baja”, en las que Shirley Mc Lane y Cantinflas se fajan como ascensoristas. 

Jamás  viví en pisos altos. Me veo subiendo el mercado a pie 20 pisos y se me bajan las defensas. En mi hoja de vida figura este inútil dato: durante 30 años subí y bajé cada vez 54 escalones para llegar al 417 de mi edificio.  La información la doy por si alguien desea nombrarme inspector de zócalos en algún remoto consulado.

Los avisos que leemos en los ascensores parecen redactados por el mismo individuo. Son textos somnolientos, sin alma, como un reglamento de trabajo o de propiedad horizontal. Ascensores hay  que incluyen la lista de los deudores morosos. O recomendaciones para que las mascotas no conviertan esos recintos en niágaras de  orines. Otros invitan al día del amor y la amistad, a la misa dominical, lanzan campañas contra el ruido o en favor del perdón, ojalá encimando olvido.

En los elevadores se vive una permanente comedia de las equivocaciones. Cuando el ascensor está repleto no cabe un católico más. Salvo que ese de más  sea uno. Entonces se embutirá adentro con todo y su mal aliento o golpe de ala. Difícil encontrar  usuario  que no haya oprimido el botón de cerrar cuando debía – o quería- marcar el otro. 

Nada tengo contra los tatuados pero cuando me toca de vecino uno de estos insólitos personajes me bajo en la siguiente estación. De pronto se me pega esa maña. Siempre pienso qué harán cuando se arrepienten de haberse tatuado hasta  la silla turca. Tampoco tengo nada contra las mujeres que lucen  caderas hechizas talladas en el laboratorio con pincel y paleta distintos a los de papá y mamá. Esos traseros que ofenden la estética me convierten en fácil desertor.

Los hay que saludan al que acaba de entrar. O al que va a salir. Son saludos como esos  besos  que se dan en la mejilla “que ella no devuelve. O sí”. Adiosito: nos ignoramos en el ascensor.

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