María Jimena Duzán
La prueba de que en Colombia hemos incorporado el discurso del odio al debate público y a la forma de percibir y sentir la política es la manera como se ha ido minimizando en las redes lo sucedido con Antonella, la hija menor del presidente Petro, en el estadio de Barranquilla, reconocido por ser la casa de la selección y la del todopoderoso y cuestionado clan Char, que no gusta de Petro. Ella, una deportista que juega fútbol y que ha ido a varios partidos sin haber sido blanco de ninguna agresión, se perturbó el miércoles pasado cuando escuchó a una parte del estadio gritar “fuera Petro” y advirtió cómo muchos de los que gritaban lo hacían mirando a la cabina donde estaba ella con su madre.
El incidente se ha querido minimizar con el sorprendente argumento de que ese “fuera Petro” que se escuchó en el estadio fue un acto de protesta legítimo que se desató de manera espontánea y que no fue hecho en contra de la hija del presidente ni de su madre ni de la vicepresidenta Francia Márquez, que también estaba, sino en contra del presidente. Primero lo primero: una cosa es protestar contra un jefe de gobierno, lo cual es legítimo en cualquier democracia, y otra muy distinta es incitar a la gente para que lo haga movida por el odio.
Y lo que sucedió en el estadio de Barranquilla fue más lo segundo que lo primero. Tal será la polarización y la rabia a la que hemos llegado, que los que gritaron “Fuera Petro” mirando a la familia presidencial niegan haber agredido la dignidad de una niña por el hecho de ser la hija del presidente que ellos quieren ver fuera del poder. Tampoco los que quemaron un muñeco de trapo alegórico al presidente, que tenía colgada una bandera del M-19, hace unos días se dieron cuenta de que al prenderle fuego a ese muñeco de trapo se le está diciendo al país que a los exguerrilleros hay que eliminarlos. Eso es lo que significa el discurso del odio. Cuando un grupo enfrenta a otro asumiendo una actitud de superioridad y se disfraza como “gente de bien” y lo ataca por su credo religioso, o por su etnia y color de piel, o por sus convicciones políticas o porque fue guerrillero y es de izquierda, estamos frente a un discurso de odio.
En el estadio de Barranquilla, el coro de repudio a Petro se inició en la tribuna occidental donde están los que compran las boletas de un millón quinientos mil y se propagó hasta que hizo impacto en la hija del presidente. Les importó un pito que ella resultara agredida porque para la petrofobia, ella por ser hija de Petro también debe ser objeto de su rabia. Ya dijimos que una cosa es criticar al presidente por sus desatinos y su falta de gobierno y razones sobran para hacerlo. Otra muy distinta es atacar a su familia con un discurso de odio, que refuerza los prejuicios y que responde a una campaña que manda mensajes dirigidos a exacerbar la venganza y la rabia. Ese discurso de odio nos tiene divididos, polarizados: de un lado está la gente de bien y del otro, los indeseables, los exguerrilleros y la chusma de izquierda.
El presidente Petro tampoco ayuda a la unidad del país. Sus salidas son erráticas y, en lugar de crear confianza, llena el ambiente de incertidumbre. Necesitamos menos trinos incendiarios y más mensajes claros que nos expliquen su hoja de ruta. Menos redes y bots que simplifican la realidad y más ejecución en el campo, en los territorios y más madurez a la hora de enfrentar a la oposición y a los fallos de las cortes y de los demás poderes públicos. Necesitamos que se rodee no de gente abyecta sino de consejeros que lo guíen en momentos de gran turbulencia.
Si no somos capaces de entender que el país está harto de esta confrontación, si no somos capaces de recuperar los grises y las complejidades en los debates, y nos sometemos de manera abyecta a las leyes del odio que nos fuerzan a simplificar la realidad, a mirar las cosas con el sesgo del prejuicio y a desconfiar de todo el que no piense como uno, entonces, apague y vámonos.