La ira ciudadana por la sospecha de que el chavismo ha cometido un fraude en las elecciones presidenciales del domingo se ha expendido por toda Venezuela. En tres ciudades derribaron estatuas de Hugo Chávez a golpes de mazo. Los manifestantes decapitaron una de las imágenes del comandante y arrastraron la cabeza de bronce atada a una moto con una cadena, como hizo Aquiles con el cadáver de Héctor en Troya. La gente aplaudía a su paso.
En el país se viven horas de angustia. La oposición ha hecho público su conteo propio basado en las actas que han recopilado, que da como vencedor a Edmundo González con una diferencia muy amplia respecto a Nicolás Maduro: 6,2 millones de votos frente a 2,7. La campaña de Edmundo, respaldada por la líder opositora María Corina Machado, subió todos esos documentos a una página web para que fueran cotejables. Esas actas desmontarían el relato oficial de que el presidente de Venezuela ganó las presidenciales con un millón de votos a su favor.
La comunidad internacional desconfía abiertamente de los números que ha presentado el chavismo. En primer lugar, porque el oficialismo no ha ofrecido los datos concretos registrados en cada centro electoral. Y en segundo, al no haber demostrado que el retraso en el anuncio del conteo se debió a un hackeo proveniente de Macedonia del Norte, como denunció el fiscal general. Los países preocupados por la situación venezolana -de Estados Unidos a la Unión Europea o gigantes latinoamericanos como Brasil, Colombia y México- le exigen al Gobierno de Maduro que haga un recuento transparente, de la mano de auditores independientes, que despeje todas las dudas.
Hay mucho en juego. El chavismo debería ser el primer interesado en que se conozca la verdad de lo ocurrido esa noche, pues necesita de una victoria que le sea reconocida internacionalmente y le abra de nuevo las puertas de los mercados y las multilaterales. El chavismo no lo verbaliza, pero su condición de paria en la escena mundial molesta a sus dirigentes. Le ocurre lo mismo con la prensa extranjera, a la que ataca y desdeña constantemente y a la que, sin embargo, lee con mucho detenimiento. Esta era una ocasión para salir de este aislamiento con el que convive desde hace años, fuese con el actual presidente o con uno nuevo que normalizase la vida política del país. De hecho, estas fueron las principales razones para que se le pusiese fecha y se celebrasen estas elecciones, acordadas después de más de un año de negociación a tres bandas entre la oposición, el Gobierno y la Casa Blanca.
El descontento por el resultado ha echado a la gente a las calles. Hordas de jóvenes rodeaban el lunes por la noche el Palacio de Miraflores, la residencia presidencial, en Caracas. La ciudad estaba tomada por las fuerzas de seguridad chavistas. Las protestas empezaron en los balcones de las casas, a los que la gente salió para gritar fraude y blandir cacerolas. Más tarde, se trasladó a las avenidas, que fueron cortadas por jóvenes en motos que enarbolaban banderas de Venezuela. Levantaron fogatas en mitad de la carretera y a la hoguera echaron fotos y propaganda electoral de Maduro.
A medida que pasaron las horas, la situación se fue crispando hasta derivar en enfrentamientos con la policía. Foro Penal, una organización venezolana de derechos humanos, habla ya de 46 manifestantes detenidos. Se ha confirmado la muerte de al menos dos personas, y en redes sociales se muestran las de varias más, aunque no han sido verificadas. Provea, una ONG, asegura que familiares de 25 estudiantes denuncian que han desaparecido después de que protestaran frente a la Universidad de Nacional de Seguridad por haberse visto obligados por el director a votar a Maduro. La organización detalla los nombres y apellidos de algunos de los muchachos. Los colectivos, grupos callejeros chavistas expertos en confrontaciones, se enfrentaron también a los manifestantes, con disparos de bala en algunos casos.
Maduro ha asegurado que tienen identificados a los que derribaron estatuas de Chávez, que fue quien le nombró a él su sucesor poco antes de morir por un cáncer de colon, en 2013. El presidente se ha instalado en la narrativa de que la oposición, por contradictorio que parezca a simple vista, quería dar un golpe de Estado en las urnas e instaurar un “Gobierno fascista”. “Nos declaramos en vigilia y acción permanente para acabar con el golpe de Estado contra Venezuela”, ha dicho. El papel de los militares también está siendo escrutado en estas horas. Muchos se preguntaban si las fuerzas armadas avalarían un fraude del chavismo, en caso de que se haya producido. Por ahora, la cúpula ha demostrado lealtad en boca del ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López, quien aseguró que van a garantizar la paz de Venezuela y que no dejarán que se perturbe la calma en el país después de “la demostración de civismo” que se vivió el domingo. “Llamo nuevamente a la reflexión. No queremos que incautos por allí comiencen a hacer el papel de tontos útiles para perturbar la paz de este país”, dijo en un video difundido.
Los próximos días serán vitales. Una parte de la comunidad internacional estaba convencida de que el chavismo, por fin, sería capaz esta vez de aceptar una derrota y volverse oposición, y desde ahí reconstruirse como movimiento después del desgaste que ha sufrido estos años por la brutal crisis económica que ha tenido que gestionar y las continuas violaciones a los derechos humanos que les acusan de haber cometido. Ahora, pedir la fiscalización de las actas es una manera de insistir en esa idea de la necesidad de un proceso de cambio en un país que ahora mismo se gobierna de manera autoritaria. Por ahora, no parece que haya una voluntad expresa del chavismo en hacer el conteo de forma transparente. El resto del mundo empujará para que lo acepte.