
Por Carlos Alberto Ospina M.
La muerte de un ser querido es una amputación invisible del ánimo. En algunos casos, una despedida de sopetón que no encuentra posada en el duelo inicial, puesto que tampoco hay otro remedio para aquello que se rompe dentro de uno a manera de golpe seco o zarpazo que desgarra la garganta sin previo aviso. De idéntica materia hay pérdidas inapelables a causa de una enfermedad huérfana, la edad o el invisible desespero.
La fecha de vencimiento de un amigo trae consigo la insalvable aflicción, la butaca desocupa al lado de la mesa de las tertulias, el fastidioso montón de colillas de cigarrillo y la postura jorobada de su espalda en esos instantes de elocuencia. La ausencia del compañero ata los recuerdos a sus gafas empañadas, a la comisura de los labios a modo de hacer antesala al chiste refinado y al repiqueteo de sus avispados secretos sensibles. No tuvo la suerte de Adonis, pero su intelecto cautivaba a más de una espectadora.
Es claro que no existe una forma de prepararse, quizá, contamos con unos atisbos iniciales de resignación. Por esto, ciertos instantes se vuelven más gélidos y ajenos, pues algo está incompleto. Tanto que el punto de encuentro pierde los matices del vínculo y la carcajada tendida carece de la infección de la complicidad. Es verdad que ahora llueven lágrimas por el ausente.
El buen juicio aconseja no dejarse engañar por el pálpito que ese cómplice aparecerá con su sonrisa intacta y la voz cascabelera abriendo su pecho a la esperanza. En cualquier caso, el dolor indefinido, la punzada en el vientre y el nudo en la garganta encierran el estallido de los sentimientos.
La fuerza intelectual del alma no deja de repetir la promesa de tomarse un café o retornar a un espacio junto a los compinches de ayer. Sin embargo, el inexorable paso del tiempo hizo que las palabras al aire sean el verbo del duelo de hoy. En este momento no importa si dijo cuántas son cinco ni la contundencia del silencio deliberado. El estremecimiento que origina la evocación de un ‘tal vez’, ‘ojalá’, ‘nos tenemos que reunir’ y ’de una’ alimentan la pena de la desaparición corporal.
Aceptar sin la rabia que aplasta el pecho ni la culpa sin remedio es un proceso lento de negociación espiritual. A ciegas, en dirección prohibida hacia la tristeza que arrebata la presencia de alguien simultáneamente que, agita el deseo irracional, de devolver el lapso que no perdona la separación.
La interrupción de esta acción en curso es el resultado de las dagas afiladas por las bromas que solo tenían sentido entre los amigos, los abrazos insuficientes y de vez en cuando, una sesión de confesiones varias. Ninguna cosa quedó a medias en función de los lugares visitados, las experiencias compartidas, la música de fondo y la memoria impregnada de su presencia. El amor de la lumbre es así, cercano, no quema y calienta lo necesario.
Con tal seguridad, el duelo por un familiar no dilata las causas que llevan a agarrarse a un hierro ardiendo. Nada de eso transforma el sufrimiento en nostalgia y sensación de vacío. Por más que se intente no se puede equiparar el ánimo a favor de un compañero, el cual nos recuerda la consciencia que todo es efímero. A pesar de la fugacidad, nunca jamás en la vida olvidar la importancia de la familia y los buenos amigos. El afecto de ambos no excede los límites de lo justo y lo indispensable. Siempre decir y hacer con ellos lo produzca felicidad.
Enfoque crítico – pie de página. Con cariño para José Gabriel Cataño Rojas (q. e. p. d. 20 de marzo de 2025) y para mis demás amigos aún presentes.
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