Por Óscar Domínguez Giraldo
Estoy en la cafetería de una clínica viendo pasar el tiempo. Y el viento. Contemporáneos míos desfilan con sus achaques de salud.
De pronto veo que se me acercan dos ráfagas femeninas. Optimista sin remedio, me siento de quince años, vigente a morir. Hasta que escucho a la líder del dueto: “¿El señor desea donar sangre”? Quedé súpito, zurumbático, perplejo.
Jamás imaginé que me fueran a pasar el sombrero para tan bella y samaritana labor. No esperaba oír nada erótico, pero sí algo ligeramente más lúdico.
Pese a la bajada de caña, tampoco podía hacer quedar mal al colectivo de viejos al que pertenezco, y les expliqué por qué debía rechazar la coqueta invitación: “Chicas, no puedo donar sangre. Hoy estoy cumpliendo 79 años…”.
“No aparenta tantos”, me indemnizó la segunda voluntaria desde su sonrisa con brackets. Y pusieron pies en polvorosa.
Antes de volver a mis cavilaciones las despedí con la única palabra en quechua que domino: tupananchiskama hasta que la vida nos vuelva a encontrar).
Mientras rumiaba el revés, las voluntarias reaparecieron. Sorpresa: Me traían de regalo de cumpleaños dos alfajores. Me entregaron las galguerías que no riman con mi hipoglicemia, y se fueron a pasar el sombrero al vecindario. Les deseé éxitos.
Agradecí el presente y que no me hubieran cantado el “japiberdituyú”, caótica canción compuesta en 1893 por las hermanas educadoras, Mildred y Patty Hill, de Kentucky, USA.
La versión original poco tenía que ver con la edad. Se titulaba “Good morning to you”. La idea era que la melodía fuera tan simple y pegajosa que la pudieran interpretar hasta los niños de la elemental. (Gracias, Tad Tuleja, por la información que leo en su libro “Costumbres curiosas” que alguien me prestó y que olvidé devolverle…).
Tengo prohibido a la primera línea de mis afectos que me castigue con el “japiberdi”, cacofónica melodía en la que unos arrancan por do, otros por re, y todos van por su lado en una babel de voces. De lejos es la canción más insulsa y perrateada desde su creación por las señoritas Hill.
El despiste llega a desearle a la víctima que los cumpla feliz hasta el año tres mil, diez mil, o “hasta el año sin fin” como si el palo de la vida estuviera para cucharas.
Les agradezco a mis fugaces valkirias los alfajores, que se ahorraran el “japiberdi” y que me hicieran sentir vigente por unos segundos.