El Guillermo Cano que yo conocí

Foto: Ana María de Cano, Guillermo Cano junto a Óscar Alarcón y sus padres el día del grado.
chulo white.png

Por Óscar Alarcón Núñez*

Especial para El Diario Alternativo

Era Guillermo Cano hombre de rutina. Llegaba todos los días a las nueve de la mañana a la sede del periódico directo a su oficina en el segundo piso. Sobre su escritorio encontraba los diarios de la mañana a pesar de que en su casa ya les había dado un vistazo. Su temperamento —una risa o un disgusto—dependía si el diario de la competencia había chiviado al suyo o si, por el contrario, la exclusiva era de nosotros. Si era lo segundo caminaba tranquilo, con una sonrisa de satisfacción, a la sala de redacción donde se congregaban sus reporteros. Saludaba satisfecho, todavía más si era lunes y había ganado el Santafé. Si, por el contrario, la competencia lo había chiviado buscaba al responsable.

Ola, ola, ¿qué pasó? –le preguntaba.

El requerido pagaba esconderos a peso y al encontrarse de frente con el director trataba de darle una explicación por lo acontecido. Escuchaba con atención y un par de minutos después cambiaba su semblante y con una tranquilidad pasmosa le comentaba con una voz, casi inaudible: “Hay que buscar el desquite. Que no se vuelva a repetir”.

Saludaba al resto de reporteros muchos de los cuales tecleaban en las ruidosas máquinas de escribir de la época o hablaban por negros y pesados teléfonos. Luego de dar un vistazo por la amplia sala, y si observaba la ausencia de dos o tres, preguntaba por ellos. Alguien le respondía que uno de los ausentes estaba en el centro porque la Junta Monetaria había sido citada para las ocho de la mañana, o que aquel otro estaba esperando un fallo de alguna de las altas cortes.

Seguía su rutina y llegaba al salón de teletipos en donde las agencias internacionales de noticia transmitían sus boletines y cuando emitían una noticia considerada importante la anunciaban con un timbre. De todas maneras, con o sin timbre, don Guillermo revisaba la larga sábana de noticias, cortaba aquellas de mayor interés y al encargado de la sección internacional le entregaba lo transmitido no sin antes advertirle lo que, según su criterio, requería de atención: Medio Oriente, Casa Blanca, el Kremlim, etc.

También miraba el télex para ver que habían enviado los corresponsales. El télex y el teletipo era un sistema telegráfico de comunicación que a través de un transmisor semejante a una máquina de escribir recibía un mensaje emitido desde otro lugar, parecía una máquina de escribir que la operaba un fantasma. Eran comunes y de gran utilidad en los medios de comunicación, antes de la aparición del internet. En Telecom, la empresa estatal de comunicaciones, reemplazó con este mecanismo al Marconi que transmitía los mensajes por clave Morse, método que utilizó el telegrafista de Aracataca.

También pasaba por los talleres cuando los textos se levantaban en linotipos con lingotes de plomo y si uno deseaba leer algún texto debía ser experto en hacerlo al revés.

Después se dirigía hacia el amplio muro de un poco más de un metro de alto que dividía la sala de redacción del lugar de tránsito de los visitantes. Debajo de aquel muro colocaban la correspondencia identificada para cada uno de los periodistas. De su buzón sacaba los sobres dirigidos a él y comenzaba a abrirlos y clasificarlos. Cuando estaba en esa tarea, que repetía varías veces al día, era el momento que uno aprovechaba para comentarle cualquier suceso o noticia para evitar llegar a su oficina y cumplir el protocolo de tocar la puerta o pedir cita.

La verdad es que no era muy dado a participar en reuniones colectivas porque prefería hacerlas con pocas personas o delegar en José Salgar, el subdirector, o en alguno de los jefes de redacción. Tampoco se sentía a gusto encerrado en su oficina, que era pequeña y decorada con una foto de su abuelo Fidel Cano, colocada en la pared. Había además un escritorio y dos sillas. Se quedaba allí solo cuando tenía necesidad de escribir lejos del ruido. Tenía un pequeño radio transistor donde escuchaba las noticias. Ahí, en esa soledad, escribía el editorial, o una nota de Día a Día o su columna semanal Libreta de Apuntes. El resto del tiempo permanecía en la sala de redacción, hablando con los reporteros y muchas veces se sentaba en un escritorio –vecino al de José Salgar—para escribir una pequeña nota, un pie de foto o para recibir una llamada telefónica.

Llegada A “El Espectador”

Trabajé de planta en “El Espectador” por más de diez años, desde cuando García Márquez me presentó a don Guillermo Cano y a don José Salgar porque yo, que acababa de salir del colegio, le dije en Santa Marta que quería ser periodista.

–En donde te enseñan ese oficio es en “El Espectador” –me respondió Gabo.

Nos pusimos una cita en Bogotá, por allá en 1967, cuando él era feliz e indocumentado y su gloria apenas comenzaba a crecer. Caminaba por la carrera séptima como cualquier oficinista desconocido y se hospedaba en el Hotel Presidente, del centro. Cano y Salgar me recibieron con entusiasmo porque creyeron que yo era un nuevo García Márquez. ¡Se equivocaron en sus predicciones! Si acaso llegué a ser un periodista del montón que escribía “Microlingotes”. ¿Y por qué yo conocía a Gabo? Porque somos primos por tener el mismo abuelo, de quien él siempre dijo que le debía todo. Yo no alcancé a conocerlo.

Llegué a “El Espectador” antes de la tecnología, los computadores y el internet. Como reportero político y del Congreso nos tocaba, en aquella época, teclear a máquina, o dictar por teléfono a digitadores que escribían casi más rápido que la velocidad del sonido.

Tenía don Guillermo un olfato especial para saber en dónde estaba la noticia. Luego de preguntarle a uno sobre determinado acontecimiento, él seguía preguntando hasta cuando terminaba uno relatándole una pequeña anécdota que cualquiera podría considerar sin trascendencia. Él abruptamente interrumpía y exclamaba:

–Pero ¡cómo! ¡Ahí está la noticia!

Y uno se daba en la cabeza por no haber caído en la cuenta de la importancia del hecho que estaba investigando y luego compartiendo con el director. Eso ocurría casi a diario aún con cualquiera de los veteranos reporteros. Siempre nos insistía que hay que buscar la verdad y que esta solo es autentica cuando puede verificarse. No le interesaba que una noticia afectara a un anunciante o que atentara contra algunos intereses, por eso “El Espectador” libró muchas batallas con bancos, con gobiernos, con la subversión y el narcotráfico.

El Trato Personal

Don Guillermo, ese hombre de gran corazón, tuvo hacía mí un aprecio muy especial. Lo identificaba una timidez llevada al extremo, pero era buen conversador con quien hacía amistad en la redacción. Cuando regresaba de sus encuentros con amigos a la hora del almuerzo y luego le tocaba conversar con alguien, muy discretamente, con la mano derecha, se tapaba la boca para evitar que le sintieran el olor al licor que se había tomado.

Me facilitó combinar mis estudios de Derecho con el oficio de reportero y jamás me cuestionó un artículo, una crónica o una noticia. En cambio, cuando yo tenía alguna duda sobre cómo estaba redactada una nota o dudaba sobre el enfoque que le había dado prefería entregársela previamente para que me diera su visto bueno. Varias veces me dijo: “Está bien. Está muy buena, pero ¿por qué no le das la vuelta? Y la publicamos en Día a Día”.

De esa manera me abrió las puertas para colaborar en tan importante sección a la que le dieron brillo en “El Espectador” escritores como el mismo Guillermo Cano, García Márquez, Gonzalo González, Eduardo Zalamea Borda, y tantos otros que no menciono para que no se me suba el ego. Esas notas aparecían en página editorial sin firma.

Cuando don Gabriel Cano, su padre, me puso a escribir los “Microlingotes” por apuntes, supuestamente ingeniosos, que en más de una ocasión relaté en la redacción, don Guillermo no solo apoyó esa decisión sino que además me obsequiaba periódicamente revistas españolas que me sirvieran de modelo para acomodarlos a la realidad nacional. Una de ellas era “La Codorniz”, publicación que con humor le hacía oposición a Franco. La dirigía Álvaro de la Iglesia.

No solo escribía los “Microlingotes” para “El Vespertino”, diario que circulaba por las tardes y que también publicaba la casa Cano, sino que también me abrió una columna similar en el Magazin Dominical a la que tituló “Domingos Alegres”. Cuando dejó de aparecer “El Vespertino”, los “Microlingotes” se trasladaron a “El Espectador” en donde todavía aparecen los domingos.

Cuando concluí mis estudios universitarios en el Externado tuvo el gesto de acompañarme con su esposa Ana María a la ceremonia de grado, en donde tuvo oportunidad de saludarse y conversar con su amigo Fernando Hinestrosa.

Concluida esa etapa de mi vida le comenté que tenía una beca para hacer una especialización en Roma, razón por la cual debía ausentarme del periódico. Me respondió: “¡Como así, eso no tiene problema, sigues colaborando con nosotros como corresponsal en Europa!”. Y me concedió una licencia remunerada y para que estuviera informado de lo que pasaba en Colombia, en esos años en que no había internet y las llamadas al exterior eran muy costosas, me hacía llegar a Roma los periódicos del jueves y del domingo.

Estando en ese sabático de dos años, le fueron con el “chisme” de que yo regresaba para un cargo oficial que me habían ofrecido, lo cual fue cierto. Un compañero del periódico me hizo saber lo que le habían contado al director, lo que me obligó escribirle para decirle que no me iba de “El Espectador” mucho menos después del apoyo que me habían ofrecido para estudiar en Italia. Me contestó a través de una carta, escrita en papel periódico, que aún conservo, en uno de cuyos apartes me dice: “No sabes cuanto te agradezco el gesto que has tenido de declinar el nombramiento. Comparto en todo contigo el criterio que eso te mereció. Pero sobre todo es honroso para mi y para El Espectador confirmando de manera tan noble y gallarda la confianza que hemos depositado en ti. Con Ana María los recordamos y esperamos que pase pronto el tiempo y regreses a tu casa y a tus compañeros que lo somos de corazón”.​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​

​​​​​
Carta BW.png

Foto: facsímil de la nota escrita por Guillermo Cano y dirigida a Óscar Alarcón.

Así fue. Regresé a “El Espectador” con funciones de mayor responsabilidad, con columna de opinión en la sección editorial, así como con página dominical analizando los hechos de la semana, sin permitirme que suspendiera los “Microlingotes”. Cuando me vinculé al gobierno de Virgilio Barco tampoco aceptó que dejaran de publicarse y para evitar conflictos y susceptibilidades, la publicaba sin firma.

Me llamaba cuando estaba interesado en confirmar una noticia del alto gobierno y la verdad es que, a pesar de haber sido un entusiasta defensor de Barco, hubo momentos en que esa admiración se le disminuía. Eran tiempos difíciles de lucha contra el narcotráfico lo que le valió que el tristemente célebre Pablo Escobar lo mandara a asesinar. Como era un hombre de rutina, así como llegaba al periódico a las nueve de la mañana, el 17 de diciembre de 1986, como todos los días, salió para su casa poco antes de las siete de la noche conduciendo su propio automóvil. Iba sin guardaespaldas, nunca los tuvo, quizá creyendo que este es el país con el que siempre había soñado.

WhatsApp Image 2025-01-23 at 10.49.41_3ead0fab.jpg

Guillermo Cano por Loredano

*Óscar Alarcón Núñez es periodista, historiador y abogado de la Universidad Externado de Colombia, con especialidad en Derecho Público de la Universidad de Roma. Es autor de varios libros, entre ellos La caída de la reforma constitucional de 1979. Régimen del notariado y registro. Panamá, capital de Colombia. Los López en la historia de Colombia. Es catedrático en la Universidad Externado de Colombia. Es columnista semanal en El Espectador.

Sobre Revista Corrientes 5167 artículos
Directores Orlando Cadavid Correa (Q.E.P.D.) y William Giraldo Ceballos. Exprese sus opiniones o comentarios a través del correo: [email protected]

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*