Febrero 20: Día del gato. María y sus gatos

Por Óscar Domínguez Giraldo

Los siete gatos de doña María vivían en eterno 20 de febrero. Pagaban el arriendo y la comida en especie, haciendo las veces de perros vigilantes. Sus gargantas profundas emitían maullidos extraños que solo despertaban a la dueña de casa. Los inquilinos seguíamos durmiendo. Los ladrones huían, claro.

Para asegurar la comida, los gatos se las ingeniaban para alertar a la dueña cuando alguno de los inquilinos pretendía ingresar acompañado.         

«Aquí no se pueden traer mujeres», le recitaba la casera a todo nuevo desplatado huésped de su inquilinato del centro de Bogotá. Pagábamos 400 pesos mensuales por nuestra soledad de gatos en compañía.

Tenía el caminado característico de las mujeres que andan por la vida adivinándole la suerte al prójimo en la palma de la mano. Sospecho de que para afinar sus vaticinios, doña María se comunicaba con sus gatos antes de leerles el futuro a sus expectantes clientas. Ella misma era la suma de sus gatos.

Feminista a su manera, a las mujeres las recibía a cualquier hora del día. Sólo atendía al macho alfa los viernes en la tarde. No se daba el lujo del teléfono fijo. Lo cortó desde que un huésped se fue sin pagar una llamada a Cereté.

Era bajita como un pecado venial. Los múltiples aguaceros bogotanos la habían despojado a medias de su sonsonete costeño. El mar se adivinaba en sus ojos claros. (Curiosamente, no admitía huéspedes que tuvieran ojos claros como los suyos).

Lucía el mismo rostro severo cuando estaba contenta que cuando se ponía brava. No aceptaba familiaridades. Ponía cara de jugador de póquer los fines de mes para evitar que los  inquilinos nos fuéramos a colgar en el arriendo.

Sus inquilinos no nos conocíamos. Nos sospechábamos. Nos encontrábamos haciendo fila en el baño de agua helada con la que nos desvestíamos de la noche que ya pasó. Había agua caliente cada quince días.              

Estaba casada “contra” un señor dócil, manualito, don Rafa, tal vez feliz, delgado y silencioso. Trabajaba como guachimán en una construcción del sur. Era de aquellos que siempre decía la última palabra: «Sí, María». Era el encargado del menú de los gatos. Les preparaba un misterioso menjurje que los mantenía felices, relajados, dormidos, alertas. Muy zen, en una palabra.

Uno de los gatos de la familia Mendoza Acosta, de Envigado, atiende la visita una tarde sabatina de almuerzo, algo y comida. Los anfitriones casi tienen que llamar a la policía para que desalojáramos. (odg)

Doña María se casó con don Rafael para no caerse de un lado de la cama y para tener con quién charlar cuando la ciudad gris se volvía un permanente diluvio que envidiaría el pluviométrico Noé, el del arca. Don Rafa se casó por idénticas razones. Ella se lo  levantó a él, confesó en alguna insólita infidencia.

Su prole eran sus gatos. Tanto ella como su reposado esposo caminaban y hablaban en voz baja para no interrumpir los sueños eróticos de su logia de felinos.

La vital y saludable doña María tenía las vidas de sus siete  gatos. “Ella y sus panteras en miniatura creían con Borges que “el gato vive en la eternidad del instante”.               

Su casa era su calle, su parque, club, costurero, “ágora o garito”. Iba a misa dominical en la cercana iglesia de Las  Nieves. O a la Catedral, cuando era grande el pliego de peticiones que iba a hacerle el Creador, como le decía al de las galletas.

Cuando estaba de gracia invitaba a alguno de nosotros a  almorzar. A mí me tocó el turno un día que murió uno de sus mininos. Me inventé una excusa para declinar la invitación ante la perspectiva de comer ajiaco con gato.

Cuando a alguno de sus solitarios robinsones nos llegaba correspondencia se ponía feliz. Celebraba que alguien en el mundo se acordara de sus anónimos personaje             

De los gatos aprendió el sectarismo por la libertad. «En mí no manda nadie», decía en voz alta cuando discrepaba con su marido, o este llegaba diez segundos tarde con un remoto tufillo aguardientoso. Quién sabe cuántas vidas le quedan por vivir a doña  María la de los gatos. Mis agradecimientos por su hospitalidad.

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