Los Danieles. El museo de los horrores

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Las locuras que estamos viendo alrededor del mundo parecen una tragicomedia surrealista: Donald Trump planea convertir a Gaza en una playa de veraneo gringa… Benjamin Netanyahu lo aprueba con sonrisa muda y aplaude que repartan a millones de palestinos por distintos países… Como Trump, Javier Milei retira a Argentina de la Organización Mundial de la Salud (OMS) alegando que discrepa de sus actuaciones durante el Covid… Gustavo Petro explota la Bomba Benedetti, y destroza su gabinete en vivo y en directo ante el pasmo de los ciudadanos… Elon Musk, pluto-gobernante, hace el saludo nazi ante un auditorio mundial… Nayib Bukele cuelga un aviso en la puerta de El Salvador: “Aceptamos criminales”.

Viéndolo mejor, y repasando lo que fue la telerreunión ministerial en Colombia, más que a una tragicomedia asistimos al moderno Museo de los Horrores. 

Siglo y medio de barbería

Retrocedamos ciento cincuenta años. Si no fuera el 9 de febrero de 2025 en Colombia sino el 18 de diciembre de 1874 en España, estaríamos asistiendo a una fecha de oro, equivalente al estreno del rock and roll, el primer disco de Los Beatles, el salto de Carlos Vives al vallenato o el exitoso aterrizaje mundial de Shakira. Esa noche se estrenó en Madrid una obra que iba a consolidar el género de la zarzuela y convertirlo en un espectáculo que ha llevado cientos de miles de personas a los teatros, ha vendido millones de discos y aún hoy habita un dichoso nicho de fervorosos aficionados. 

El estreno de El barberillo de Lavapiés marca un hito en la historia de la zarzuela. Desde 1657, cuando Pedro Calderón de la Barca montaba obras de teatro acompañadas de instrumentos en un campo madrileño infestado de zarzas, la zarzuela, como se la denominó, está presente en el espíritu español. Sin embargo, fue durante dos siglos apenas un remedo de la ópera italiana y francesa. Su música era pobre y sus argumentos se referían a dioses clásicos y héroes mitológicos.

Imagen columna Daniel Samper Pizano

Paloma y Lamparilla

El romanticismo del XIX exploró otras fuentes más cercanas y tangibles. Desde mediados del siglo soplaban vientos locales en las obras, pero fue El barberillo la primera zarzuela en que los ecos del folclor ocupaban la mayoría de la partitura y, más importante aún, los protagonistas no eran personajes de la corte sino gentes del pueblo. Allí respiraban los coros populares, los típicos elencos de los barrios bajos y una pareja central divertida: el barbero picaresco (Lamparilla) y la costurera guapa (Paloma). La época: un siglo atrás, en tiempos de Goya y de Carlos III. Todavía circulaban algunas figuras cortesanas, pero desplazadas por el vigor popular de la inesperada trama e inspiradas en alguna medida por los frescos del genial pintor.

Ya no aparecían odas mitológicas sino vainazos a los de arriba: “Que si en España prendieran/ al que habla mal del gobierno/ se quedaba sin vasallos/ el pobre Carlos Tercero”. Este credo fue elevado a filosofía política: “Ser enemigo siempre/implacable del gobierno,/sea el que sea”. Y, por extensión, la desconfianza innata del pobre hacia la autoridad: “La policía en España/tiene el talento especial/de prender siempre a los tontos,/pero a los pillos, jamás”. El barbero no perfilaba príncipes ni reinas: perfilaba a sus vecinos: “Pues aquí tenéis de España/ una copia y un modelo:/ cuatro hombres, cuatro opiniones;/si habláramos con doscientos,/ doscientos partidos, todos”. 

Era difícil que los ciudadanos del pueblo no se sintieran representados por Lamparilla y Paloma y ese mundo que ellos ayudaron a trasladar a escenarios grandes y chicos. 

El mago de este prodigio fue el madrileño Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894), intérprete, compositor, académico de la Lengua y líder gremial. A él y a algunos colegas suyos se debe el espléndido Teatro de la Zarzuela de Madrid, donde cada año se presentan, a todo trapo, obras suyas y de docenas de autores. La pieza contiene preciosos dúos y deliciosas escenas corales. Luis Mariano de Larra, excelente versificador, se encargó del libreto.

El giro popular que dio Asenjo Barberi garantizó durante más de medio siglo carteles simultáneos de diversas zarzuelas en una misma plaza y hoy se prolonga en concurridas temporadas. Barbieri es a la lírica española lo que Wagner a la ópera alemana, Verdi a la italiana, Bizet a la francesa, Rodgers a los musicales norteamericanos y Lecuona a la zarzuela cubana (que la hubo y la hay). 

Esta semana los bogotanos aficionados a la zarzuela podremos celebrar el sesquicentenario de El barberillo de Lavapiés. Durante tres noches (14, 15 y 16 de febrero) el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo alojará la obra producida por el Teatro de la Zarzuela. Cantarán cuatro primeras voces españolas acompañadas por la Orquesta Filarmónica de Bogotá y el Coro Nacional de Colombia.

El cartel del Teatro Mayor, y las barbaridades de los caudillos internacionales, son coincidencia propicia para recordar a Lamparilla y su rústica sabiduría: 

Aunque suban por millares
a enmendar pasados hierros,
siempre son los mismos perros
con diferentes collares.

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