Daniel Samper Pizano
Hace mucho tiempo vivía con sus padres en una aldea lejana un niño sumamente pobre. El niño era juicioso y obediente pero pobre de solemnidad. Ayudaba a su madre en las labores del hogar y su padre en el humilde oficio de artesano que les permitía vivir con notables estrecheces. Tenía solo cuatro años, pero era tan inteligente y despierto que parecía mayor. Sus padres estaban convencidos de que, si el niño seguía así, cuando creciera iba a convertirse en alguien muy importante.
Como a todos los niños, a este le encantaba jugar con los amiguitos, escapar corriendo por los montes cercanos, espiar el movimiento de las lagartijas en días de mucho calor y zambullirse en el agua de una pequeña quebrada que pasaba cerca a la aldea. Algunos fines de semana, su madre arrojaba trozos de pan, fruta y carne salada en un canasto y se marchaban los tres —padre, madre e hijo— hasta una laguna situada en la comarca vecina. Era una jornada entera de camino que ayudaba a paliar un burro viejo, único capital de la familia. Una vez que llegaban a orillas del lago, el niño jugueteaba con los hijos de los pescadores, miraba maravillado las canoas que regresaban con la pesca del día y dormía tendido en una manta, sin otro techo que los luceros.
En esas noches, su madre le contaba historias acerca de Dios y los ángeles y, antes de que el niño cerrara los ojos fatigados, le señalaba en el cielo una luz distante y le decía:
—Mira: esa es tu estrella.
Sin embargo, el niño no era completamente feliz. Pensaba que había algo extraño con él, porque todas las Navidades observaba que a sus amigos el Niño Dios les traía pequeños regalos —un caballo de palo, caramelos, una muñeca, una camisa nueva— mientras que a él, que era tan juicioso, no le dejaba nada.
El niño no tenía edad para comprender que sus padres eran extremadamente pobres, así que no sabía lo que estaba pasando y sospechaba que el Niño Dios no lo quería. Pero callaba porque era un niño muy bien educado. Más de una vez, cuando su padre lo mandaba con un cántaro a traer agua del arroyo para el desayuno, había roto a llorar pensando que nunca había regalitos para él en Navidad, pese a que era el niño más juicioso de la aldea.
Desde que tenía dos años, el chico había empezado a comprender que el 24 de diciembre era distinto y más feliz en la casa de los vecinos. Es verdad que ese día sus padres solían darle algún regalito modesto: una cajita de madera, un trompo, una pelota de trapo… Pero cuando llegaba la noche y se echaba a dormir ilusionado de despertar en medio de los presentes del Niño Dios, parecía que este visitaba todos los hogares de la aldea, menos el suyo. En efecto, a la mañana siguiente, sus amiguitos corrían a disfrutar de los regalos que les había traído el Niño Dios mientras dormían. Pero encima de la cama de nuestro pequeñín no había nada: ni siquiera carbón, que es lo que, según dicen, les trae el Divino Niño a los muchachos que no se portan bien.
El niño se resignaba y, como era muy generoso y noble, gozaba viendo la alegría con que sus amiguitos estrenaban los regalos. Ellos, que tampoco entendían por qué la Navidad era distinta en la paupérrima casa del vecino, compartían con él sus juguetes y le regalaban la camisa vieja que el aguinaldo les había permitido reemplazar por otra.
Año tras año, el niño prefirió callar y limitarse a compartir la dicha de sus amigos. Tenía la ilusión de que quizás la próxima Navidad el Niño Dios se acordaría de él y le dejaría, como a los demás, un caballito de madera o una camisa nueva encima de la cama. Él no tenía por qué saberlo, pero la situación económica de su familia era cada vez más difícil. Y, así, habían pasado ya seis años sin que el 25 de diciembre apareciera regalo alguno para él. A pesar de ser el niño más juicioso de la aldea.
Pero cuando se acercaba la Navidad del séptimo año, la expectativa dio paso a la depresión. El guámbito ya no soñaba con que el Niño Dios le pondría un regalo en la cama. Ahora vivía con aprensión la temporada navideña, pues temía un nuevo rechazo, una nueva tristeza, una nueva frustración. Y, así, llegó otra vez el 24 de diciembre en esta pequeña y lejana aldea, y las estrellas brillaron y su madre dijo al niño que una de ellas era la suya. Pero al despuntar el alba del 25 la cama del chico estaba tan vacía como siempre. En cambio, no faltaban regalos y caramelos en el hogar de ninguno de sus compañeritos.
Esta vez el niño no aguantó más. Llorando en silencio, abrazó a su madre mientras el padre descargaba la leña para el fuego y preguntó:
—Mamá: ¿por qué el Niño Dios no me quiere? ¿Por qué les trae sorpresas a mis amigos y a mí nada?
La madre lo apretó con cariño y miró al padre con una sonrisa. Este no pudo contener una carcajada cordial.
—¡Qué cosas se le ocurrén, mijo! —exclamó el padre.
Y luego, dirigiéndose a la mujer:
—Vamos, María, cuéntele.
Y María, sin dejar de sonreír comprensivamente, le dijo al pequeño:
—¡Cómo puede traerle regalos el Niño Dios, mijo, si sumercé es el Niño Dios! Está escrito que lo entenderá más tarde. Por ahora es muy chiquito, Chucho.
Y José, cariñoso, añadió mientras le alborotaba el pelo con la mano:
—Más bien vuélese, chino, y trae agua para el desayuno…
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