El avión FAC 1222 estaba a punto de despegar de Colombia hacia Uruguay cuando recibo la última llamada que me hace Miriam desde Montevideo. “Te tengo una mala noticia”, dijo con voz lacónica. “No vas a poder entrevistarte con Wilder. Unos amigos me acaban de confirmar que murió a principios de este año. Lo siento”. Quedé tan sorprendido que lo único que atiné a decir fue: “¿Y la pianista?“. “De ella no sé sabe nada”, agregó. “Parece que también ya falleció”.
Había planeado la ida a Montevideo con el firme propósito de hablar con Wilder y con Alba, conversar largo, saber de sus vidas, sus sueños, sus pesadillas. En fin, de devolver la película, su película. La idea la traía hacía mucho tiempo y se concretó cuando un par de semanas atrás, el presidente Petro informó en su cuenta de X (antiguo Twitter) que haría un viaje a Uruguay para entregarle al expresidente Pepe Mujica, una leyenda viva de la izquierda latinoamericana y del mundo, la distinción y el reconocimiento más alto que el Gobierno de Colombia le confiere a una personalidad: la Cruz de Boyacá.
Miriam, la Flaca, es una colombiana que, decepcionada de sus compañeros, se alejó de su compañero de lucha y una vez salió de la cárcel El Barne, donde estuvo detenida por rebelión y por circunstancias del destino, terminó viviendo, vaya paradoja, en Uruguay. Esta estudiante boyacense que dejó sus estudios de odontología en la Nacional para irse con el amor de su vida a las estructuras urbanas del M-19, y que también hizo parte de la seguridad de Álvaro Fayad, tuvo que limpiar pisos en Montevideo para estudiar y graduarse en terapia física. Hoy está jubilada y muy poco quiere saber de política, menos de la colombiana.
Esta es la oportunidad, me dije para mis adentros, a través de Miriam, de conocer la suerte que corrieron un carpintero, una pianista y un fotógrafo, tres de seis uruguayos que fueron a Colombia en las décadas de los setenta y ochenta y por distintas vías y circunstancias, terminaron en las filas del Eme.
Uno ellos era Wilder César Silva, un obrero de la construcción que hacía de todo. Un “todero”, como decimos en Colombia. Fue hasta peluquero, pero lo que más le gustaba y de lo que verdaderamente se sentía orgulloso era la carpintería. Con él también llegaron la pianista Alba Nélida González Souza, el fotógrafo Sergio Betarte Benítez, José Washington Rodríguez Rocca, Antonio Cosimmo Vulcano, Víctor Vivanco y un muchacho que se cambió tantas veces el nombre que finalmente todos lo recuerdan como Nicolás. Todos eran militantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, que luchó contra la dictadura militar en ese país.
Cada mañana, sin falta, Wilder se levantaba muy temprano a trabajar en su pequeño taller de carpintería ubicado en 33, un departamento ubicado a cuatro horas de Montevideo. Varios de sus vecinos cuentan que “religiosamente” abría a las ocho de la mañana y, salvo cuando era invierno, cerraba a las siete de la noche. Era la hora de coger su bici para volver a su casa, donde lo esperaban su madre y su único hijo, que sufría de esquizofrenia.
Jamás se enteraron de que este hombre de contextura pequeña, buen conversador, decente y caballeroso, 43 años atrás había empuñado un fusil y que, junto con otras 11 personas vestidas con sudaderas, irrumpieron a sangre y fuego en una sede diplomática a miles de kilómetros de su natal Uruguay, en un país y un conflicto que no eran los suyos: Colombia.
El 27 de febrero de 1980 el M-19 se tomó la embajada de la República Dominicana en Bogotá. Centenares de noticias salieron de la tierra de Gabriel García Márquez y empezaron a llenar los titulares de la prensa mundial. Había 15 embajadores secuestrados, entre ellos el de Estados Unidos. La embajada quedaba sobre la carrera 30, cerca del emblemático estadio de futbol El Campín y frente a la Universidad Nacional.
Wilder, junto con sus compañeros y los diplomáticos secuestrados, salieron tres meses después hacia Cuba, luego que el Gobierno del entonces presidente Julio César Turbay Ayala “negociara” su liberación a cambio de una buena suma de dólares para los del Eme. El principal objetivo para la guerrilla no se cumplió: liberar a todos los presos que tenían en las cárceles. Salvo Jaime Bateman Cayón, el carismático líder samario y su principal dirigente, todo el Comando Superior y la mayor parte de la Dirección Nacional estaba presa.
Se sabe que llegó a Colombia en 1977 huyendo de la dictadura militar de Aparicio Méndez y contagiado del espíritu revolucionario de la época. Wilder murió a comienzos de este 2024. Lo último que se supo de él es que, cuando murió su madre, vendió el taller y se fue con su hijo a vivir al campo. Víctor Vivanco, a su vez, tenía problemas cardiacos y murió en un hospital meses antes de la pandemia del Covid.
A Alba, la pianista, la detuvieron en enero de 1979, acusada de participar en el robo de las armas del cantón norte de Bogotá. Como la mayoría de los detenidos, fue llevada a la Escuela de Caballería del Ejército, y torturada. Finalmente, fue liberada al no comprobarse su participación en este hecho. “La vi dos veces cuando la llevaban vendada en el cantón”, recuerda Miriam mientras tomamos uno y otro café por la emblemática Avenida 18 de Julio en Montevideo. Ella también padeció en carne propia la tortura física y emocional.
Alba finalmente fue deportada a Francia. Allí, gracias a las clases que de niña tomó de piano, llevada por sus padres a un liceo cerca a su casa, pudo sobrevivir enseñando música. Los últimos que la vieron en Uruguay, aseguran que solía salir por el barrio, a pasear tres o cuatro perros con los que vivía.
Sergio Betarte Benítez, el fotógrafo, también fue a parar a la cárcel. Estaba acusado de rebelión por participar, junto con Víctor Vivanco, en el secuestro de Miguel de German Ribón, un próspero empresario exportador de flores y a quien años atrás, en 1972, Misael Pastrana había nombrado embajador en Francia. Sobre su suerte, Miriam me había advertido que seguramente había fallecido. Era mayor y hacía muchos años no sabía nada de él. Pero seguiría averiguando.
La cifra exacta de cuántos uruguayos vinieron al Eme no es posible determinar. Se sabe que tres de ellos, Nicolás, Antonio Cosimmo Vulcano y José Washington Rodríguez Rocca, murieron en combates. El primero fue abatido en Bogotá; Cosimmo Vulcano, en la toma de Yumbo, el 11 de agosto de 1984; y José Washington, en algún lugar de las montañas del Cauca. De estos dos últimos, sus familiares, especialmente sus hijos, han intentado sin éxito ubicar sus restos.
Ninguno de estos exguerrilleros jamás imaginó que 35 y 40 años después, dos de sus principales dirigentes serían presidentes en sus países. Mujica y Petro, uno tupamaro y el otro del Eme, cumplieron su promesa de paz y llegaron a gobernar gracias a coaliciones multipardistas de centro-izquierda. Hoy no los une un fusil, sino los mismos ideales de hace 40 años: la justicia social, la paz y la democracia. Y uno más en los tiempos actuales, la lucha contra el cambio climático, que no es otra cosa que la sobrevivencia de la especie humana.
El presidente Petro vino a despedirse definitivamente del amigo del alma, el hermano mayor que se desvanece mientras su pensamiento se hace eterno, un uruguayo gigante, el que, a los 90 años, se niega a rendirse ante un cáncer de esófago.
De regreso al aeropuerto me acompaña Miriam, le doy las gracias por su hospitalidad. Le dejo como recordatorio un pin que tiene grabado la paloma de la paz como símbolo de los nuevos tiempos que hoy habitan en cada uno de nosotros.
A ella, que vivió esos años tormentosos de la guerra, se le aguan sus ojos verdes que contrastan con el cielo azul de la primavera uruguaya. Se acaba el tiempo, llegan los de seguridad a apurarme porque el presidente ya está dentro del avión y debemos salir de inmediato. Suena su celular y le hago un gesto de adiós y corro a la escalerilla trasera donde empiezo a subir presuroso cuando la escucho gritar desde abajo a todo pulmón:
“¡¡Eyyy, loco… loco!! Me acaba de llamar una amiga…. ¡Alba y Sergio están vivos!”.
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