Tiempos azarosos

Simón Bolívar, libertador y presidente, decretó en 1824, la pena de muerte para los corruptos y para los jueces que no la aplicaran a los funcionarios que se apropiaran de recursos públicos. Ilustración Word Press

Por Jaime Burgos Martínez*

Lo que nuestra sociedad sufre en la actualidad, parece una copia de la excelente radiografía social de una época que hace el escritor español Santiago Posteguillo, en su novela histórica Roma soy yo, en la que narra, desde el año 77 antes de Cristo (a. C.), la infancia y la juventud de Cayo Julio César, después de la caída del imperio cartaginés; había mucha riqueza en Roma, mal distribuida: los Populares (los de la facción del pueblo) pedían que aquella se repartiera con el pueblo, mientras los Optimates (los óptimos o los mejores, pequeños grupos de familia), la querían retener.

En ese entorno, el autor rememora el juicio por corrupción en que el joven Julio César, de 23 años, actuó como fiscal, en representación de los macedonios, contra el todopoderoso y millonario senador Cneo Cornelio Dolabela, que usaba la violencia contra todos los que se enfrentaban a él (contrataba Sicarii), y del cual salió derrotado, pues pensaba, ilusamente ―como ahora―, que las cosas podían resolverse en derecho ante los jueces y tribunales de justicia, que eran bastante cuestionados. No obstante, causó gran notoriedad entre sus enemigos. Fue el comienzo de su gloriosa carrera militar y política.

Después de Cristo (d. C.), en el año de 1818, Simón Bolívar convocó el Congreso de Angostura (Venezuela), que se realizó entre febrero de 1819 y julio de 1821, en el ambiente de las guerras de independencia de Venezuela y Colombia; y allí manifestó que «moral y luces son los polos de una república, moral y luces son nuestras primeras necesidades», por lo que propuso la creación de una cuarta potestad, cuyo dominio fuera la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana, y que estuviera a cargo de un Areópago (tribunal superior de la antigua Atenas) que velaría, entre otros, por la educación de los niños y purificaría lo que se haya corrompido en la república.

Sin embargo, esta propuesta nunca se hizo realidad, pero dejó entrever el deterioro de valores, usos o costumbres que ya se padecía en el siglo XVIII, y que ha seguido hasta nuestros días. De tiempo en tiempo esta descomposición ha sido algunas veces disimulada ―al menos existía el pudor, la palabra empeñada y el respeto por lo ajeno― y en otras, descarada, como en estos últimos años, que se carece de la seriedad y decencia de las instituciones gubernamentales (Presidencia de la República, Congreso de la República, Altas Cortes, organismos de control, etc.), que dictan actos administrativos y providencias arbitrarias. ¡Todo es oropel!

A más de ello, la Constitución Política actual, que más bien es un catálogo de derechos y no de deberes, y su desarrollo por las autoridades judiciales, que en algunos pronunciamientos van más allá (legislan) de lo que estatuye la Carta Magna, han ayudado al desbarajuste e irrespeto que ahora se respira; verbigracia, se ha llevado al extremo el derecho al libre desarrollo de la personalidad, que no puede ser desconocido por las autoridades ni por la sociedad. Por ello, muchos ciudadanos y servidores públicos del primer nivel jerárquico que deben dar ejemplo incurren en actos impropios que no se compadecen con la solemnidad y rigor que exigen determinadas situaciones. Se confunde la decencia con la igualdad. ¡Tremenda decepción! 

En esta línea ―y para terminar―, el ejercicio de la política, que, muchos años atrás, estuvo en manos de familias tradicionales que se distinguían por su consideración social, vocación de servicio y la práctica de principios y valores morales, mas no por sus holguras económicas, sus electores les creían y confiaban en ellas; pero, en estos tiempos accidentados, todo ha cambiado abruptamente.

 Estas casas políticas, por los costos de las campañas y de la falta de conciencia de los ciudadanos que acompañan al mejor postor, se han venido a menos; sin embargo, por ironías de la vida, llega algún advenedizo con un chaleco salvavidas repleto de dinero non sancto―aunque se sabe o se imagina su procedencia― para salvar el honor y la dirección política de alguna de esas familias, lo que obliga a sus miembros agachar la cerviz, guardar silencio y obedecer. ¡Qué tristeza!, pero es la realidad que vivimos, en que «don dinero», disfrazado de gente decente, se campea con arrogancia en una sociedad cada día más en estado de putrefacción.

 Como dice la canción vallenata: «La moneda es la que brilla, la que brilla/Pero yo de esa manera no la quiero…».

Jaime Burgos Martínez

Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario.

Bogotá, D. C., diciembre de 2024

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