La globalización en la democracia

Ilustración MOBI

Por Jaime Lopera Gutiérrez

Un reciente debate con amigos en torno a la Globalización del mundo, me ha permitido revisar algunas notas que tenía al respecto. En efecto, en primer término estimo que la combinación de la Globalización y la revolución digital han hecho que una de las instituciones más respetadas de la sociedad, como es la democracia, empiece a ser una figura anticuada o, cuando menos, sujeta a transformaciones. 

                  Con la expansión mundial, con la IA, con el Internet y todas las redes sociales, la democracia debe actualizarse para hacer frente a los variados problemas que se enfrentan en el mismo hogar, en las calles y en las instituciones políticas. Lo que acaba de ocurrir en las elecciones norteamericanas es una señal clara de que muchas cosas van a ser diferentes. En nuestro país también ocurren situaciones que tienden a producir nuevas opiniones y pensamientos y lo estamos viendo.

                  Es más: debido a todos los veloces avances tecnológicos las mismas fronteras nacionales y geográficas dejan de ser importantes y la globalización se desplaza hacia diversas comunidades, religiones y grupos étnicos. La migración es un ejemplo de ello. Y como la democracia está en el centro de estas realidades, también se siente afectada por aquellos que un autor llama «micro-poderes», a saber, las ONG internacionales y nacionales, y los grupos de presión que en cada país y en cada región están impactando por igual no solamente la política tradicional sino la conducta de los líderes, llámense democráticos y autocráticos. 

                  Como consecuencia de lo anterior, una democracia asolada por los micropoderes tiene en ellos una posible respuesta procedimental pero pierde el encanto de la participación social y disminuye su transparencia. No en vano observamos la decadencia del civismo porque este tipo de institución, rica y variada en el pasado, ya no tiene instrumentos para modernizarse ni líderes que se ocupen de ella. 

                  No obstante, parece que en la China se cuestionan los valores democráticos porque allá están mirando las cosas de otra manera: muchos chinos están dispuestos a ponerse al día con el sistema democrático pero si éste les aporta crecimiento. La Encuesta Pew de Actitudes Globales mostró, en 2013, que el 85% de los chinos estaban «muy satisfechos» con la dirección de su país, en comparación con el 31% de los estadounidenses con el suyo. Y no olvidemos que el sistema chino no es una democracia tradicional sino lo que llaman como un absolutismo camuflado de libre mercado.

                  Y es por ahí donde nace mi insatisfacción con las democracias actuales: algunos intelectuales chinos se han propuesto argumentar que la democracia es la destrucción de Occidente, y en particular de los Estados Unidos, ya que institucionaliza el embotellamiento de muchos sectores, trivializa la toma de decisiones y permite presidentes de segunda categoría como George Bush junior o como Trump según algunos perfiles que se le adjudican. Más aún: alguno dice que ese tipo de democracia hace que las cosas simples se vuelvan complicadas y que los políticos pueden engañar más fácilmente a la gente.

                  Wang Jisi, un profesor de la Universidad de Beijing, ha observado que «muchos países en desarrollo que han introducido los valores occidentales y sus sistemas políticos están experimentando el desorden y el caos», y que por eso China ofrece un modelo alternativo. Y añade que por tal motivo algunos países de África (Ruanda), de Oriente Medio (Dubái) y de Asia Sur-Oriental (Vietnam) están tomando en serio este consejo. Parecería obvio que con la masiva llegada de los musulmanes a varios países europeos, incluso a EEUU, la relación de poderes puede cambiar en pocos años. 

                  Como si fuera poco en las élites chinas hay una perspectiva nueva: existe un modelo de control, manejado por el Partido Comunista (junto con su propósito de contratar a personas con talento en sus filas superiores) que propone hacer más útil al Estado gracias a una política, dicen, más eficiente que la democracia. Dicho modelo debe ser menos susceptible de la parálisis: todo consiste en cambiar de jefes por la fuerza por lo menos cada década (renovación de la clase política) y ofrecer un suministro más constante de cuadros políticos provenientes del partido único —que además suelen ser promovidos por su capacidad de alcanzar rápidos objetivos. Esta actitud ha sido prevaleciente en China hasta el punto de introducir en su legislación unas “cláusulas de extinción” mediante las cuales se obliga a los políticos a, ojo, renovar las leyes cada diez años.

                  Presumo que estas reflexiones podrían ser muy valederas, pero se resumen en señalar que la democracia tiene un colchón de salvación en la clase política si se moderniza. Por ejemplo, en el caso de las sociedades occidentales, la globalización parece haber logrado que en la democracia aparezca el fenómeno de la delegación hacia arriba, hacia los magnates y hacia los tecnócratas, sin ninguna contraprestación que favorezca la delegación hacia abajo mediante una participación popular que le entregue más decisiones a la gente común y haga más transparente el ejercicio de los gobiernos. 

                  En conclusión, y dando respuestas desde el interior de la filosofía política como las de Michael Sandel, hay fuerzas que amenazan desde arriba a las democracias establecidas a través de la globalización, y por debajo, a través del aumento de los micro-poderes: una posible armonía podría equilibrar los valores democráticos en vez de ponerlos en duda. 

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