Daniel Samper Pizano
Si yo viviera en Estados Unidos estaría haciendo maletas para regresar a Colombia. Donald Trump quiere convertir el sueño norteamericano en una pesadilla y, a tono con él, una ola derechista-fascista sacude al mundo y cierra todas las puertas a los desheredados de la Tierra.
Estas son algunas de las amenazas y frases ignominiosas del candidato republicano en los últimos días: promete realizar “la deportación de inmigrantes más grande de la historia”; considera que, si llega al poder, es legítimo perseguir a sus enemigos políticos empleando, incluso, a las fuerzas militares; propone instaurar un veto total al ingreso de musulmanes a los Estados Unidos; asegura que los países pobres “nos están invadiendo” con “enfermos mentales, locos de asilo, un número récord de terroristas, y, desde Venezuela y otras naciones suramericanas, pícaros callejeros, asesinos y narcotraficantes”.
A Trump poco le importa que sea verdad o mentira lo que dice. Acusó a paupérrimos inmigrantes haitianos de merendarse los perros y los gatos de los ricos de Ohio, y cuando la Policía aseguró que se trataba de un embuste (fake news), dijo alzando los hombros, en tensa y reciente entrevista a Univisión, que alguien se lo había contado. ¿Acaso no le dijeron también que el mundo es plano, como creen algunos de sus seguidores? Para completar, apoyado por ese enemigo de la humanidad que es el dueño de X, Elon Musk, afirmó que Fema, la oficina de Washington encargada de gestionar riesgos y desastres (la UNGRD gringa), desviaba los fondos de ayuda a damnificados para financiar el ingreso clandestino de extranjeros a territorios del Tío Sam.
No solo la acusación es falsa, sino que, como suele ocurrir con esta clase de mentirosos, cuando fue presidente él sí puso la política por encima de la solidaridad. Está comprobado que desde la Casa Blanca retenía o desviaba partidas de auxilios destinadas a zonas donde se había registrado una baja votación a su favor, como Puerto Rico.
Trump promete atrocidades… y las cumple. Varios análisis publicados en EE. UU. demuestran que su mandato se esmeró en satisfacer los peores instintos de la derecha, hasta llegar a la prohibición del aborto. Una estratégica discrepancia de su mujer le permitió conservar miles de votos femeninos. No les quepa duda a los inmigrantes, garantía de ese crisol de culturas (melting pot) que es uno de los mayores tesoros de la sociedad norteamericana: Trump acudirá, si es preciso, a recursos violentos para atajar la llegada de visitantes indeseables. Echará a patadas a los once millones de inmigrantes ilegales (muchos de los cuales trabajan sin prestaciones y por mínimas pagas) y les hará difícil la vida a los que lograron papeles. Trump es un aporófobo extremo: odia a los pobres. Que se alisten los colombianos indocumentados —cerca de doscientos cuarenta mil— y también ese millón ochocientos mil que, con sus papeles en regla, trabajan arduamente para, entre otras cosas, combatir la mala imagen internacional que dejan los narcos y los violentos.
La expulsión de inmigrantes, llamada de manera eufemística “remigración”, no es solo una perversión del ala reaccionaria gringa. Por desgracia, la ola que culpa a los extranjeros sin plata por los desastres que cometieron las clases gobernantes afecta también a Europa. La retórica xenófoba ha impulsado a partidos que reencarnan aspectos del nacional socialismo y el fascismo. En una mayoría de los veintisiete países de la Unión Europea la extrema derecha consiguió acceso al poder: Alemania, Austria, Italia y Francia, principalmente. Se equivocaron quienes pensaban que aquelführer cruel del bigote y su socio italiano, el gordini ridículo de la cumbamba altiva, habían muerto.
La presidenta del Consejo de Ministros de Italia, Giorgia Meloni, pasó de las palabras a los hechos el miércoles de esta semana, cuando estrenó un campo de concentración extraterritorial negociado y costeado por Italia en Albania. Dieciséis indocumentados (diez de Bangladesh y seis de Egipto llegados en una frágil patera) inauguraron ese limbo geográfico y jurídico semejante a un Guantánamo mediterráneo, donde no rigen las normas de la Unión Europea y los presos, unos inocentes menesterosos en busca de mejor vida, quedan al margen de casi toda protección legal. Por fortuna un juez italiano ha cuestionado a última hora la operación, y el resquicio podría salvar a los detenidos de este moderno ostracismo.
Trump y unos cuantos de los líderes que celebran la osadía de Meloni serían capaces de dividir el mapa en dos para confinar a la mayoría del planeta a un rincón alambrado donde no estorben. Y si algo queda, la catástrofe ambiental en la que ellos mismos participan —y a menudo niegan— se encargará de liquidar este puto mundo.
Menos mal que nos queda España. Con innegable valor y terco realismo, el presidente Pedro Sánchez, ha alzado la voz contra los planes europeos de deportación y confinamiento y se ha atrevido a sostener que la inmigración es indispensable para el crecimiento económico de los países desarrollados, donde los nacimientos rozan los mínimos y los aportes de los trabajadores humildes son el sostén de su seguridad social.
Lamentablemente, el contagio antiinmigrantes ha saltado las fronteras y por primera vez en mucho tiempo los españoles se muestran más preocupados por la presencia de trabajadores extranjeros que por la situación económica y la polarización política. Hablo de ciudadanos mal informados por los partidos retardatarios y conservadores, cuyos antepasados hasta hace poco emigraban para ganarse el pan y ahora tienen familiares y paisanos regados por toda América. Pero olvidaron, cómodamente, que alguna vez estuvieron en situación parecida a esos que responden al llamado de la necesidad, la vecindad, la sangre, la cultura y la lengua.
Termino, resumo y concluyo con ayuda de Mafalda y Susanita: