Por Óscar Domínguez Giraldo
Todas las mañanas, con puntualidad de reloj de arena, suelo redistribuir el ingreso con los pájaros de mi cuadra. Reciben su dosis personal de plátano o de banano. Aunque haya escasez de agua el recipiente para ellos siempre está a rebosar. Que se vea la riqueza de este rico epulón de dos pesos.
También el 4 de octubre, día las aves y de San Francisco, les mando flores virtuales. Donde nadie me oiga recito “Los motivos del lobo”, de Rubén Darío, y otras delicias que encuentro en “Faunética” la biblia del Caro y Cuervo que recoge poemas sobre los hermanos animales.
Todos estos homenajes son un mea culpa anual por haberme graduado en mi niñez de pajaricida, cauchera en mano. Antonio Mejía Gutiérrez, poeta caldense, dice en uno de sus poemas: “La cauchera es traición. Es alevosa, tiene el sigilo de los criminales”. Agrega que la cauchera “es una bomba atómica lanzada sobre los Hiroshimas de los árboles”.
Me llevo de maravilla con los pájaros que nos visitan. El rey del cebadero es el pájaro carpintero que maravillaba a Leonardo da Vinci. El irrepetible italiano solía comprar pájaros enjaulados para darles la libertad por cárcel.
Llega el pájaro carpintero y vuelan en la dirección de la rosa de los vientos mayos, azulejos, bulliciosos ciriríes. El miedo al carpintero, colega aventajado de san José, es porque sus colegas tienen instalado en su ADN lo que hay detrás de ese pico acostumbrado a taladrar la madera.
De pronto irrumpe la llamada soledad, una especie del circo del sol con plumas. Generalmente andan solos. “Soledad es el nombre común de los trogones”, aclara el alemán Walter Weber, ducho en aves que ha visto en decenas de países. También la soledad anda por este pícaro mundo con el alias de barranqueros, dice Weber, motor de la SAO, parche que agrupa a los pajarólogos de todo el maíz.
En general, los que nos visitan no son precisamente plácidos domingos del canto pero animan el día con su alegría y su libre albedrío.
Envidio a los pájaros que “no cambian nunca de canción”, según nos recuerda el santarrosano Rogelio Echavarría en uno de sus poemas. Los pájaros cantan y no se sientan a esperar aplausos. Tagore nos dejó un bello verso que cito de memoria: El bosque sería muy triste si solo cantaran los pájaros que lo hacen bien.
Una vez me tocó ver cómo un carro fantasma convertía en puré de plumas a una paloma en plena calle. Su compañero se quedó esperando que se levantara del asfalto para reiniciar su idilio entre el viento. Finalmente, le echó un madrazo a esa ráfaga de caucho que lo dejó viudo y empezó a buscar pareja para volver a soñar. También en octubre rezo un responso por esa paloma “que se equivocó” de lugar y fue arrollada.
Soy fan de los pájaros, así muchos no canten. Y también, de estos escritos, que son de una especie que encanta!