Daniel Samper Pizano
De repente, el mundo se llenó de conspiraciones. En Estados Unidos surge un segundo atentado contra Donald Trump, al que se añaden acusaciones falsas del propio Trump contra su rival Kamala Harrris, mientras que el siniestro Elon Musk, dueño de X, se pregunta, dizque en broma, por qué “nadie intenta asesinar a Kamala”, y el Partido Libertario proclama que “quien dé muerte a Kamala Harris será héroe nacional”.
Según lo advierte del presidente Gustavo Petro, conspiraciones también florecen en Colombia. Y no conviene ignorar estas alarmas pues, por exageradas que parecen, la derecha exacerba el clima de violencia como respuesta a la dinamita verbal de Petro. Circula un video en que Enrique Gómez invita a alistarse para una Guerra Civil contra “Petro hijueputa” (sic). Yo no estaría tranquilo. Laureano Gómez, su abuelo, fue político sectario estimulante de la violencia. A falta de votos, este energúmeno heredero suyo inventa causas sensacionalistas.
No hay país donde no se cocinen verdaderas o supuestas conspiraciones, y ellas también abundan en el historial colombiano. Una cuenta rápida incluye el exitoso cuartelazo de José María Melo contra José María Obando en 1854; la acción de Tomás Cipriano de Mosquera contra Mariano Ospina Rodríguez en 1861; la de Santos Acosta contra Mosquera en 1867 y la del vicepresidente José Manuel Marroquín contra su jefe, Manuel Antonio Sanclemente, en 1900.
En el último siglo se intentó derrocar a Alfonso López Pumarejo en Pasto en 1944, al paso que Gustavo Rojas Pinilla derrocó a Laureano en 1953 y Alberto Lleras y Laureano tumbaron a Rojas en 1957. Un año después, el teniente Alberto Cendales y el coronel Hernando Forero conspiraron contra la Junta Militar que legó Rojas, y en 1961 el mismo Cendales lo intentó de nuevo asociado al teniente Enrique Escobar. Todos los proyectos golpistas de Cendales acabaron en desastre.
Como se dice de las brujas, “no hay que creer en conspiraciones, pero que las hay, las hay”.
Dentro de tres días, justamente, se recuerda el más famoso intento de golpe de Estado de nuestra historia: la llamada Nefanda noche septembrina o conspiración de 1828 contra Simón Bolívar.
Por esas calendas le quedaban al Libertador dos años de vida. Habían pasado los tiempos heroicos de la guerra contra España, cuando los patriotas luchaban unidos por la emancipación. Ya no se oían tambores, descargas de fusilería ni la música de violín con que el maestro venezolano Nicolás Quevedo acompañó las campañas, tema sobre el cual la musicóloga Ellie Anne Duque Hyman realizó fascinante investigación. Se habían agriado los primeros años gloriosos de la República. Las diferencias entre Bolívar y Francisco de Paula Santander eran ahora franca enemistad. Decía el primero sobre el segundo: “Santander trabaja sin cesar en el mal de la patria”. No ahorraba epítetos para descalificarlo —“ladrón, verdugo malvado”, “no tiene un sentimiento que sea notable”— y le atribuía actuaciones criminales: “Sale, como bandolero, a los caminos reales a sorprender a los buenos diputados y despojarlos de sus buenas opiniones”.
La Gran Colombia cifraba su futuro en la Convención de Ocaña, a mediados de 1828, pero la constituyente fracasó. Bolívar volvió a Bogotá y el 24 de junio sus partidarios le ofrecieron el cargo de dictador. El Libertador lo aceptó, disolvió el Congreso y se dedicó a legislar desde la presidencia sobre toda clase de temas. Su compañera, Manuelita Sáenz, encendía la temperatura política: hablaba pestes de Santander en público y mandó fusilar un muñeco de costal en cuyo pecho se leía un letrero: “F.P.S., muere, traidor”. Bolívar consideró este hecho “torpe y miserable”, pero lo disculpó por venir de su “amable loca”.
La oposición al prócer caraqueño aumentaba y también el runrún de conspiraciones. Bolívar se había salvado de dos golpes: el 10 de agosto se frustró un plan para asesinarlo en un baile y el 21 de septiembre Santander detuvo otro intento de darle muerte en Soacha… donde en 1989 sería asesinado Luis Carlos Galán.
El jueves 25 de septiembre a las 11 p.m. penetraron a la casa presidencial, frente al Teatro Colón, diez civiles armados y dieciséis soldados dispuestos a ejecutar o detener al Libertador. Este pretendió enfrentarlos solo, pero Manuelita lo convenció de que huyera por una ventana mientras ella encaraba a los sublevados.
—¡Bolívar está a salvo! —les gritó desafiante la quiteña—. ¡Yo le ayudé a huir, así que mátenme!
Horas después la tramoya se derrumbó, el Libertador recuperó el poder y a las pocas semanas siete de los cabecillas habían sido fusilados, otros huían por regiones inhóspitas y se decretaba el exilio de Santander.
Una de las más lamentables consecuencias de la celebérrima conspiración fue la ejecución del almirante guajiro José Prudencio Padilla, líder de las comunidades pardas (negras y mulatas) de la costa. Fue fiel a Bolívar hasta cuando discrepó de él; llevó las banderas del pueblo y se opuso al general venezolano Mariano Montilla, autoridad en Cartagena, quien convenció al Libertador de detenerlo y encadenarlo en Santa Fe. Mal podía el almirante participar en la Nefanda noche si estaba preso en una guandoca. Dos meses después de su ejecución, Bolívar se arrepintió de haberla ordenado. Pero ya la historia estaba escrita. (Si Gustavo Petro busca un héroe popular, aquí lo tiene. No necesita maquillar de progresista al dictador José María Melo, militar mediocre, golpista y con poco sentido social).
Desde hace casi dos siglos, pues, hemos padecido numerosas conspiraciones. Casi todas fracasaron y triunfaron unas pocas. Pero siempre hirvieron rumores, muchos rumores… como ahora.
Bibliografía: Marie Arana: Bolívar, Libertador de América, 2019. Alfonso Múnera: Olvidos y ficciones, 2021. Fabio Puyo y Eugenio Gutiérrez: Bolívar día a día, vol. III, 1983. Enrique Uribe White, Padilla, 1973.