Editorial
Vemos con preocupación que los cálculos para la elección de nuevo procurador o procuradora general de la Nación están cayendo en las trampas políticas de siempre. En vísperas de que la Corte Suprema de Justicia y la Presidencia de la República elijan candidatos para completar la terna que ya arrancó el Consejo de Estado, la información que llega a El Espectador es que en el Senado se frotan las manos quienes ven en este proceso la oportunidad de salir a cobrar réditos políticos. Si las consideraciones de los nominadores se reducen a quién tiene más opción de ser elegido por un Senado seducido por el clientelismo, ocurrirá un grave error: tendremos un procurador, otro más, enamorado de la política, cerca de los partidos y de sus dinámicas amiguistas, y lejos de las necesidades del país.
La Procuraduría General de la Nación es una entidad gigantesca que viene en franca degradación. Basta seleccionar el desempeño de los tres últimos procuradores para ver la raíz del problema. Alejandro Ordóñez se encargó de utilizar su poder, reelegido por el Senado con aplausos de por medio, para perseguir opositores y enterrar la legitimidad de una entidad que se suponía pieza clave de la democracia. Por su culpa y su intransigencia, contra Colombia hay una condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) que, a sol de hoy, no ha sido reparada. Después, Fernando Carrillo, quien prometió darle un curso distinto, se dejó seducir por la mala práctica de los directores de esta entidad que la ven como una oportunidad de trampolín político y de acaparar titulares. Para terminar, Margarita Cabello, ternada y elegida por su cercanía con el presidente Iván Duque, ha hecho una gestión cuestionable y también ha dejado serias preguntas sobre la imparcialidad de la entidad. El resultado es que gastamos billones de pesos en una burocracia paquidérmica que, a menudo, interviene inadecuadamente en procesos democráticos. Eso es inaceptable.
Tal vez el peor legado de la procuradora Cabello y del expresidente Duque sea la reforma que impulsaron. Supuestamente creada para responder a la condena de la Corte IDH, hizo todo lo contrario. No solo no solucionó el conflicto de competencias judiciales que señaló el tribunal internacional, sino que aprovechó para expandir la planta de trabajadores del Ministerio Público, abriendo una oportunidad para la corrupción. Los resultados, unos años después, son evidentes: seguimos con un choque de trenes entre los tribunales, con demandas en curso contra el Estado en la Corte IDH, y con un rol deslegitimado de la procuradora.
Entonces, existe la esperanza de que el próximo procurador entienda que su labor es liderar una reforma del Ministerio Público o incluso impulsar su desaparición. Eso no lo hará alguien cercano a la política tradicional ni un amigo del Congreso. ¿Cuándo se ha visto que los congresistas celebran una oportunidad para que haya menos puestos en el Estado para repartir? Si no hay idoneidad en los criterios de nominación y un claro compromiso por respetar la sentencia de la Corte IDH, seguiremos en el desastre institucional que se ha venido cocinando durante más de una década.
Cuidado con la Procuraduría. Hay suficiente evidencia de que se trata de un cargo propenso al abuso de poder sin mayor control. La democracia está en juego.