Por Óscar Domínguez Giraldo
Amarcord (En dialecto emiliano quiere decir Me acuerdo)
Me acuerdo de los primeros besos que vi en Medellín, en el cine del barrio San Benito, administrado por religiosos. Había un cura que se paraba debajo del proyector y tapaba el haz de las 24 imágenes por segundo con una escoba cuando intuía el peligro inminente de que en la pantalla los actores se fueran a besar. No alcanzábamos a ver ni siquiera la mitad, a través de la despelucada escoba.
Me acuerdo de cuando pasaba por Guayaquil (antiguo barrio de putas de Medellín) y vi en una cantina a mi madre, sin zapatos, sentada a una mesa tomándose una Freskola. Entré y le dije:
Miña, a las cantinas no pueden entrar mujeres.
Mi madre, impasible, sorbiendo su gaseosa y aireando sus pies, me dijo:
Me acuerdo de cuando Ligia, mi hermana mayor consiguió novio. Era maestra en Anorí y todas las tardes, al salir de clases, se sentaba frente a la alcaldía con mi tío Arturo —que era el alcalde— a ver pasar la misma gente. Un día el panorama cambió: empezó a atravesar la plaza lentamente en su mula un personaje nuevo: alto, buen mozo, con cara de extranjero. Mi tío lo miró y le dijo a mi hermana:
— Te tenés que casar con ese tipo.
—¿Y vos lo conocés?— le preguntó Ligia.
— No, dijo mi tío. Es la primera vez que lo veo.
—Y entonces ¿por qué me tengo que casar con él?
Y mi tío, que era gallero, jugador de dados y sobre todo, sabio, le dijo:
—Porque más vale calavera de míster que antioqueño entero.
El final feliz fue cuando el recién llegado resultó ser un médico italiano, conoció a mi hermana, se ennoviaron, se casaron, vivieron felices y comieron perdices durante más de medio siglo.
Me acuerdo de cuando mi hermana Morelia y yo estábamos comiendo queso y tomándonos un vino tinto. Ella, al llevarse el camembert a la boca y aspirar el fragante olor, se detuvo, me miró y me dijo en paisa:
—Eh, ave María, Guiller; siempre es que hemos progresado mucho, ¿no? Nacidos en Anorí y comiendo este queso tan hediondo.
En las fotos, Angulo y su esposa italiana Vanna Brandestini el día de su “mártirmonio”; en la otra foto, Vanna en La Cueva, de Barranquilla, en compañía, entre otros, del escritor Álvaro Cepeda Samudio. od
Me acuerdo de cuando mi hijo mayor tenía doce años y el menor seis. Por lo tanto el mayor era el que debía saberlo todo, como si fuera el sabio de la familia. (Hoy las cosas se han invertido). Entonces el menor le pregunta al mayor:
—Hermano ¿por qué el piano trae teclas blancas y negras?
El mayor comprendió que se jugaba su prestigio en la respuesta y le contestó sin vacilar:
—Las teclas negras solo se tocan en los entierros». Me acuerdo de Gabo preguntándome: ¿Has oído a los Beatles. No me interesan —le dije—, apenas sí los he escuchado de paso, como quien oye llover. Y él me dio un consejo que parecía orden: A los Beatles hay que sentarse a oírlos con toda seriedad, como si fueran Mozart.
Me acuerdo de mi paseo ecológico, invitado por las Farc (la culebra estaba viva), en el que me cuidaba un guerrillero que tenía un fusil con mira telescópica. Él me prestaba la mira con todo y fusil para que yo comprobara si lo que había en la copa de un árbol era un cardo o una orquídea.
Me acuerdo de mi firme decisión: si llegara a escribir mis memorias las titularía Memorias del alzheimer, y las dedicaría así: A don Alois, sin cuya abnegada ayuda estas memorias hubieran quedado plagadas de recuerdos de verdad.