Por Carlos Alberto Ospina M.
En una época en que los vocablos relacionados con empatía, aceptación y comprensión son recalcados con frecuencia podría pensarse que vivimos momentos de mayor compasión. No obstante, al salir un poco a la superficie queda al descubierto una realidad menos halagüeña, dado que la mayoría de las personas, por más que declaren su consideración hacia las turbaciones y las experiencias de los demás, continúan siendo prisioneras de su propia conveniencia.
En los intervalos cruciales, cuando la prosperidad colectiva debería primar, lo que emerge con fuerza es el instinto de supervivencia incorporado en la máxima «sálvese quien pueda». El contraste entre el léxico y las acciones es un fiel reflejo de la tensión inherente en nuestra sociedad. Por un lado, el deseo de proyectar una imagen de generosidad, al mismo tiempo que se demuestra la incapacidad para vencer los intereses individuales.
¿Qué hacer para que la gente sea más sensible? Comenzar por quitarse la máscara de la hipocresía, aquello que llaman ‘lo políticamente correcto’. ¿El mundo está preparado para alcanzar una verdadera armonía? Solo en parte, en razón a que el concepto de empatía se ha convertido en el estandarte de algunos discursos postizos. Empresas, líderes y movimientos sociales proclaman la afinidad con el estado de ánimo ajeno a modo de valor fundamental sin trascender las palabras o los gestos simbólicos. Se trata de una identificación superficial desde la comodidad de las redes sociales y la zona neutra de las conversaciones accidentales. En ese lugar no existe la efectiva abnegación ni reconsideración de los privilegios; en suma, el entusiasmo se desvanece como gota de lluvia encima de la tierra árida.
Esta herramienta retórica es usada frecuentemente en el ámbito oficial y en las relaciones laborales e internacionales. A menudo, las decisiones se toman al margen del bienestar común y más cercanas al ombligo de ciertos sujetos con poder. El género humano ha estado motivado por el sentido de conservación, la búsqueda de ventajas personales y el acaparamiento de bienes materiales. El consumismo asocia la tranquilidad con la posesión de objetos, el estatus y el éxito perecedero.
En consecuencia, el enfoque individualista sitúa el valor del prójimo de acuerdo con la acumulación de riqueza, la apariencia de standing y el exhibicionismo persuasivo. Aquel que es competitivo nunca conseguirá altas dosis de solidaridad, cooperación y generosidad. En un segundo plano permanece el entendimiento profundo de uno mismo, y del mundo, a partir de la realización espiritual como centro de la vida que, en última instancia, proyecta el impacto positivo en los otros. Este viaje particular hacia la autocomprensión y la conexión con algo más grande no está atado a la religión, tan solo hace parte de un propósito más elevado, a veces, inescrutable.
La obsesión por la productividad no puede conducir a empequeñecer la noción de humanidad ni menospreciar el vínculo con la naturaleza. En todos los tonos, tampoco, restar tiempo y espacio esencial para la reflexión acerca de la empatía que busca el equilibrio emocional, vivir bien y lograr unos soplos de felicidad para todos.