Ana Bejarano Ricaurte
El primero de enero de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, las potencias aliadas suscribieron la Declaración de las Naciones Unidas. Después, ese documento inspiró la creación de una nueva organización que garantizara la paz mundial y, posteriormente, devino en el hito fundacional del régimen de los derechos humanos en el mundo.
Como este era un nuevo organismo intergubernamental, el artículo 71 de la Carta describió a otros agentes que propendían por los mismos propósitos de la ONU, pero desde la sociedad civil, y los llamó, por primera vez en la historia, organizaciones no gubernamentales (ONG).
Las ONG hacen parte de la institucionalidad mundial que impulsó el esfuerzo histórico de la ONU. Era el reconocimiento de que un mundo respetuoso de los derechos humanos no sería una gesta solo de los países, sino también de los pueblos. Al definirlas, señaló: “cualquier grupo de ciudadanos voluntarios sin fines de lucro que se organiza a nivel local, nacional o internacional”.
Por supuesto, estas organizaciones las nombró la ONU pero existían desde antes y ya habían impulsado revoluciones. La abolición de la esclavitud o el sufragio femenino fueron conquistas que se pensaron, ejecutaron y alcanzaron gracias al compromiso indeclinable de los grupos de negros y mujeres que decidieron organizarse y perseguir un objetivo.
En América Latina, jardín de Estados fallidos y en ruinas, la existencia de las ONG ha sido la fibra sobre la cual en muchas ocasiones descansan el bienestar social, la justicia y la dignidad. El trabajo de la sociedad civil latinoamericana ha servido para suplir todo lo que la institucionalidad abandona: los procesos de desarrollo, el acceso a derechos fundamentales y el suministro de servicios básicos, así como otros más complejos están en cabeza de muchas ONG regadas por el continente.
Estas entidades son la manifestación organizada de lo que piensa y necesita una comunidad, en especial las que no son escuchadas en los centros de poder. Por supuesto que también las hay con propósitos de exclusión, pero en general son el resultado del hartazgo de los desvalidos con las injusticias. Son una manifestación improbable y corajuda del poder ciudadano.
Precisamente por ese poder es que el psiquiatra y sociópata principal del régimen venezolano, Jorge Rodríguez, promovió una ley para aplastar y criminalizar a las ONG. Todo esto gracias a la parodia que tienen montada según la cual la Asamblea Nacional debate y promulga leyes, como si esa no fuera una simple notaría para todos los abusos que se le ocurren a Rodríguez y al resto de la gavilla.
Claro que el Goebbels de Miraflores entiende que la sociedad civil que se organiza representa un enorme riesgo para la consolidación del absolutismo con el que pretenden aislarse del planeta para seguir repartiéndose el erario venezolano mientras el pueblo pasa hambre.
Esto lo saben todos los autócratas del mundo sin distingo de ideología. Por eso ahora Maduro copia lo que hace Ortega en Nicaragua, Milei la emprende contra las organizaciones que protestan en su contra o Bukele persigue y criminaliza la voz de la ciudadanía a su antojo.
En Colombia, la sociedad civil organizada ha sido terreno fértil para la vida y la verdad. A nuestras ONG debemos también victorias como la Constitución del 91 o los procesos de memoria y justicia por cuenta de masivas violaciones de derechos humanos regadas por todo el país y en manos de todos los tipos de violentos que hemos producido. Por eso mismo es un sector estigmatizado, perseguido y violentado por el Estado y el establecimiento, pero ahí sigue vibrante, diverso y fuerte.
Por eso no necesitamos que venga Iván Duque, que permitió —por decir lo menos— crímenes de lesa humanidad durante el pasado paro nacional, a defender a las organizaciones de derechos humanos en Venezuela. Necesitamos que alcen la voz las ONG colombianas, que sea el sector que tanto ha batallado por la vida y la libertad acá que también le duela el borramiento de las ciudadanías libres al cruzar el río Arauca. Quienes llevan décadas luchando en Colombia por los derechos humanos mancharán para siempre su legado y su futuro con su silencio frente a la dictadura venezolana.
Con la inclemente persecución a periodistas, defensores de derechos humanos, críticos y activistas políticos pretenden eliminar los peligros que amenazan su cleptocracia. Lo que no han entendido es que pueden congelar a la sociedad civil, pero el hielo del totalitarismo se derrite y ella siempre vuelve a luchar.