Daniel Samper Pizano
Hasta hace algo más de una semana, Catalina Gutiérrez Zuluaga era una cirujana en formación que pasaba casi todo su tiempo cumpliendo labores médicas bajo las órdenes y la supervisión de profesores veteranos. No era el suyo un aprendizaje tranquilo. Al contrario: los residentes laboran en jornadas interminables, bajo intensa presión y a menudo humillados por el trato ríspido de sus maestros. Algunos compañeros suyos y otros que vivieron experiencias semejantes, como el doctor Carlos Jaramillo en su famoso video, califican de inhumanas las condiciones en que los practicantes aprenden trabajando y trabajan aprendiendo. Una tortura, en suma.
El pasado 17 de julio Catalina no resistió más. La joven manizalita se quitó la vida en circunstancias que la prensa, hasta donde sé, no ha averiguado a fondo ni ha publicado. Se despidió de sus compañeros del hospital de la Universidad Javeriana con un papel manuscrito que solo contenía veintidós palabras:
A todos los residentes, gracias. De cada uno me llevo muchas enseñanzas. Siempre los llevaré en mi corazón, ¡ustedes sí pueden! Ánimo.
La noticia sacudió los círculos estudiantiles, administrativos, universitarios, médicos y de opinión. Entre cuidadosos comunicados gremiales e institucionales, estallaron en campus y calles el pesar y la indignación por el suicidio de la joven estudiante. Decenas de muchachos se agruparon conmovidos en velatones improvisados y expusieron sus quejas y dolores mediante pancartas, mensajes de redes, lágrimas y declaraciones a medios de comunicación.
Pulularon calificativos como exceso, abuso, maltrato, desmán, acoso, hostigamiento, extralimitación y el horrible término inglés con el que se procura suavizar la tortura: bullying.
El término que mejor cabe es matoneo. Es decir, el ejercicio impune y despiadado de las ventajas del poderoso sobre el débil, la consagración del desequilibrio y la injusticia. Así lo concebimos en Colombia, y sorprende comprobar que el sustantivo matoneo no figura en los más consultados diccionarios.
De todas las crueldades de que es capaz el género humano, pocas tan miserables como esta. Dije género humano, pero sobran en la naturaleza ejemplos que desbordan el instinto animal de comer o defenderse y remedan el placer que disfruta el superior al aplastar al inferior. Basta con mirar los juegos y torturas inmisericordes que practica un gatico encantador con el ratón que cae en sus garras.
El matoneo es responsable del deterioro emocional de numerosos jóvenes. Cada año un número de ellos terminan en el cementerio. Catalina Gutiérrez es víctima del hostigamiento docente. Otra más. Hace diez años, un estudiante de bachillerato se lanzó agobiado desde la terraza de un centro comercial bogotano. Cifras citadas señalan que “el 49 % de los residentes de cirugía dice sentirse acosados laboralmente y el 14,9 % se ha sentido acosados sexualmente”.
¿Quién es el matón? El matón puede ser el líder de la clase. O el profesor que se burla del niño y lo ridiculiza ante el grupo. También puede ser un compañero que le cogió ojeriza. Matonea la excesiva presión en los estudios, acicateada por ese peligroso miembro de la fauna educativa denominado profesor cuchilla, que se regodea con el poder de intimidación de sus calificaciones. Yo sé decir que los maestros de quienes más aprendí no desenvainaban el bolígrafo como quien saca un puñal asesino, sino que se esforzaban por hacer interesantes los temas de estudio, seguían de cerca el desempeño de los alumnos y se preocupaban por motivar a los que arrastraban malas notas. Los ogros, en cambio, trasladan a la materia el odio que ellos producen.
Siempre que coexisten un superior arrogante y unos inferiores intimidables, aquel tiende a matonear a estos. Es una expresión perversa de la supervivencia de los más fuertes, un principio que rige en muchos hogares, planteles educativos, lugares de trabajo y, sobre todo, en el más patético escenario: el ejército.
Las historias de matoneo en instituciones armadas se remontan a las guerras antiguas y permean la literatura. La ciudad y los perros, novela maestra de Mario Vargas Llosa, pinta con crudeza los antivalores imperantes en una escuela militar, y el ambiente de matoneo y violencia que flota en ella.
En la vida real es a veces peor. Recuerdo los cinco cadetes que, en tiempos de Rojas Pinilla, murieron insolados durante una marcha en Melgar mientras veintisiete más caían gravemente enfermos. Treinta años después, en 1985, y otra vez en la base de Tolemaida, murieron dos reclutas en su primera “práctica de supervivencia”. El comandante lamentó la tragedia, pero adujo con infame simpleza que de cuatrocientos soldados tan solo murieron dos. Como quien dice, problema de ellos, no de la institución. Otros dieciocho fueron hospitalizados, y semanas antes había fallecido en circunstancias parecidas un teniente de Infantería de la Marina. (“Morir por la patria”, Revista Semana, IV.08.1985)
La formación militar exige ejercicios duros y subordinación indispensable. Pero detrás suele agazaparse el matoneo motivado por envidia o venganza. La Organización Mundial Contra la Tortura acumula un grueso expediente de maltratos de las Fuerzas Armadas colombianas. Podría inspirar un manual del perfecto matón, caracterizado por prácticas que no son, dice la OMCT, “prueba pedagógica ni efímero ejercicio” sino violencia sistemática.
Veamos un aparte. “Golpes con puños, patadas, palos y machetes, pruebas de asfixia y ahogamientos, quemaduras en diferentes partes del cuerpo, en algunos casos dejando lesiones de por vida, y para mayor humillación, algunos fueron obligados a meter la cabeza entre excrementos de animales y otros fueron víctimas de violaciones y vejámenes sexuales”.
Estos abusos ilegales son detritos de la misma maquinaria que provocó el suicidio de Catalina Gutiérrez y otras tragedias. El espíritu del matoneo campea en el fondo de nuestra cultura y solo desaparecerá cuando el sistema educativo, en vez de albergarlo y esconderlo, lo identifique, exponga y extirpe.
ESQUIRLA. Nos dejó Felipe Ossa, modelo de libreros, de lectores, de expertos en cómics y de amigos. Va un sentido abrazo a Claudia y su familia, por lo demás bastante vasta, pues, aunque Felipe habitaba el octavo piso y aún no el noveno, tuvo la dicha de alzar bisnietos y tataranietos. Qué envidia.