Por María Angélica Aparicio P.
Nazim Güney era un hombre musculoso y varonil. Se había graduado como ingeniero civil en Turquía. Se sentía orgulloso de trabajar en su profesión y hacerlo con pasión. Pronto se instaló en una vereda pequeña, aprovechando que había aceptado un puesto nuevo. Se fue sin decir mucho, sin lamentar nada. Arrendó una cabaña en una calle donde se hallaban otras tres casas. Así emprendió un ejercicio distinto, lejos de la vida difícil de las ciudades más pobladas.
Comenzó a vestirse con pantalones de dril color gris, beige y azul oscuro. Las camisetas que usaba, cuadraban muy bien en su atlético cuerpo. Era un contundente enemigo de la grasa corporal. Así que solía lucir impecable con su ropa de otoño. Le faltaban los sombreros y el casco de protección, como sí los llevaban otros ingenieros de la constructora donde cumplía con sus labores. De modo que la ropa, sus modales y su buen aspecto atraían de sobra. Su cabello gris y corto, calaba, además, en muchas mujeres.
Nazim representaba al griego de la época moderna: era alto y guapo. Usaba botas de suela gruesa. Por más que las metiera entre el barro, las mantenía como un espejo, lo cual le acertaba goles entre las jóvenes de la vereda. Debajo de las camisetas blancas, se ponían camisas abiertas, de cuadros, al estilo de chaquetas livianas, que lo hacían más atrayente para el género opuesto. Seguro tendría chifladas a las coquetas damas que por ahí se tropezaban.
Se movilizaba en una camioneta Chevrolet de segunda mano. Si no se hallaba en su oficina revisando mesetas de papeles, estaba en su cabaña, situada en las orillas de un sendero sin asfaltar. No había modo de distraerse en discotecas, cafés, museos o restaurantes, porque la naturaleza y los animales de la vereda, eran los compañeros que había a cientos de kilómetros.
Güney resultó ser un tipo cortés e inteligente. Se veía como un hombre tímido, asocial, pero en las reuniones empresariales que eran de total obligación, encajaba bien. Se comportaba como una persona centrada que intercambiaba ideas sensatas. Era un profesional con extremado don de señorío. Estaba perfecto para representar el papel de un vasallo leal de la edad media si Turquía estuviera bajo el mando de la realeza feudal.
El aislamiento de Nazim Güney en aquella vereda, fue parte de la trama de una novela que me cogió de raíz. Se titulaba: “Nehir: presa del amor”, la obra escrita por el famoso libretista turco: Hasan Tolga Pulat, que se llevó a la pantalla con escenas muy bien preparadas, escenarios rurales y zonas urbanas de estilo contemporáneo. Los actores seleccionados para interpretar distintos papeles, le enchufaron realismo y vida al contexto.
Güney se convirtió en el personaje sobre el cual caían mis miradas, mi curiosidad, mis reflexiones de tono psicológico y filosófico. Me atrapó porque se trataba de la difícil personalidad de un hombre que sentía, en carne y alma, el caos de una soledad que puede llevarnos hasta la locura y más allá de la muerte. Tan aislado se hallaba, que no existía otra persona en las horas nocturnas para conversar en su lenguaje. No había nadie en casa para preparar una pasta italiana con salsa napolitana. No existía nadie que hiciera algo por él y para él.
Nazim creció con un paquete de valores, con el concepto de la razón, del análisis práctico, de la reflexión profunda. Como buen analista que era, todo tenía una explicación decente, una respuesta lógica. Era un hombre equilibrado, el súper héroe en un mundo de terribles ladrones, vengadores e injustos con la ley. Sin embargo, un elemento comenzó a desencajar en la humanidad que lo distinguía: su falta de autocontrol. La ira se volvió parte integral de sus reacciones emocionales hasta volverlo, con el transcurso de los capítulos de la novela, un ser reactivo.
Me preguntaba qué factores disparan a los seres reactivos. ¿Algo de química? ¿Pautas de intolerancia? ¿Presión negativa y frecuente? ¿Sufrimiento por los amores que se escapan como los jabones mojados? Dolorosamente, tuve que reconocerlo. Mi Nazim –en la novela– era un hombre reactivo: primero la violencia, jalonada por la terquedad; después la culpabilidad; más tarde, los remordimientos y disculpas. Y en adelante, la difícil tarea de enderezar el camino con otras conductas menos descarriladas.
Pero no me quedé inactiva. Busqué, leí y pensé. Las carencias afectivas de padres a hijos parecen actuar, también, como el centro de este lío reactivo. ¿Dónde se han metido estos padres dominantes? Porque el dedo, asimismo, tiene que apuntar en dirección al interior de los hogares, a la disfuncional violencia de género, al machismo encaramado en una supremacía que, de valientes, tiene los pelos contados.
Hombres y mujeres reactivos deambulan por el planeta. Los hay en Europa, en América Latina, en Estados Unidos, en África. Algunos llegaron al poder y desataron su ira verbal. Ya se fueron de nuestra presencia, su tiempo pasó para fortuna del mundo. Otros han optado –en la actualidad– por desenfundar sus discursos paralizantes, por rapar lo ajeno sin procesar pensamientos de por medio. Estamos en el siglo de los reactivos: primero la agresión, luego un simulacro de tregua tan indefinido, tan incierto, como pretender que un viaje a la luna, solamente de ida, demoré dos días.
Gente de todo tipo: Líderes políticos (Adolfo Hitler, José Stalin), hombres de cuello blanco, personas del común, como Nazim Güney. Desde la psicología, son seres con dificultad para escuchar, para manejar el pensamiento introspectivo. Explotan –quizá inconscientemente– con la velocidad de un tsunami. Hacen tal caldo con las emociones, que producen un hervor imparable. Pierden la paciencia disparando frases en la dirección de los cuatro puntos cardinales. Seguirlos es una proeza más difícil que escalar el Everest aun con entrenamiento profesional.
Confieso que el Nazim Güney –Feyyaz Duman en la vida real– tenía corazón, uno grande, fino, inquebrantable. Lo mostró con la única mujer que aprendió a amar desde sus más profundas vibraciones. Este personaje ficticio y su adaptación en la novela para televisión, me dejaron la impactante reflexión de la complejidad que, como seres humanos, nos cobija a todos.