Daniel Samper Pizano
En la misma jornada Colombia disputa hoy con Argentina la Copa América y España con Inglaterra la final de la Copa Europa. Doble privilegio. Y triple angustia.
Hace treinta años Félix Williams y María Confort huyeron de su Ghana natal, en el oeste africano. Buscaban un futuro mejor para su familia. Negociaron con traficantes, se escondieron de autoridades, formaron grupo con decenas de refugiados para atravesar el desierto del Sahara y por fin llegaron a Melilla, enclave español en el mapa marroquí. La Guardia Civil los detuvo y amenazó con deportarlos, pero un abogado de Cáritas les aconsejó fingir que eran perseguidos políticos liberianos y así lograron entrar a España. En 1994 nació en Bilbao su hijo Iñaki y en 2002 el menor, Nicholas, apodado Nico. Nico Williams.
Una generación antes, cierta mujer musulmana llamada Fátima viajó de Marruecos a Cataluña y sostuvo a su numerosa familia lavando loza y cuidando viejitos enfermos, entre otras actividades. Uno de los hijos, Mounir Nasroui, conoció a una inmigrante de Guinea Ecuatorial, Sheila Ebana. Se casaron en la humilde barriada barcelonesa de Rocafonda y en 2007 tuvieron un niño. Le pusieron Lamine. Lamine Yamal.
Estos chicos de sangre africana, Nico —de veintidós años— y Lamine —que ayer cumplió diecisiete—, son dos de los europeos que más menciona la prensa. Se trata de precoces futbolistas geniales, algo así como una versión más joven de James Rodríguez. Morochos, inquietos y simpáticos que se llaman “hermano”, ellos constituyen la mejor imagen de la selección española. Sus nombres ni sus apellidos ofrecen resonancias ibéricas; sus raíces no huelen a azafrán ni a romero. Pero son oficialmente compatriotas de Isabel la Católica, Cervantes, Santa Teresa, Goya, Picasso, Plácido Domingo, Serrat, Ana Belén y miles de millones de españoles que en el mundo han sido.
Para muchos, hoy será en Europa la noche de los Nicos y, en América, la de los James.
No es la Roja el único equipo deportivo que representa un mosaico social. Si hay alguna actividad incompatible con el racismo, esa es el fútbol. La alineación no se prepara calibrando tonos de piel, pretérito familiar, abolengo ni religión. Entran los que mejor juegan. Punto. Igual sucede con la selección Colombia. No importa de qué región vengan ni qué aspecto ofrezcan. Las claves son el talento y la voluntad.
Desde hace un tiempo, el conjunto nacional francés —que ganó la Copa Mundo en 1998 y 2018 y la Eurocopa en 1984 y 2000— es una sabrosa amalgama de jugadores cuyas familias proceden de diversos países.
Los futbolistas galos de 2024 pertenecen a familias con los siguientes orígenes y sonoros apellidos: Maignan (Haití), Samba (Congo), Areola (Nigeria y Filipinas y), Konaté (Mali), Upmecano (Guinea Bisáu), Koundé (Benin), Mendy (Senegal), Saliba (Líbano y Camerún), Camavinga (Angola y Congo), Fofana (Mali), N’Golo Kanté (Mali), Tchouameni (Camerún), Mbappé (Camerún), Dembelé (Mauritania y Senegal), Randal Kolo-Mouani (Congo), Thuram (Guadalupe), Coman (Guadalupe), Barcola (Togo), Zaïre-Emery (Martinica y Congo) Diecinueve atletas. Quince países.
Nos enorgullecen los inmigrantes cuando dan gloria al país de acogida, como Lamine y Nico. Lo malo es cuando a los de lejano origen les da por trabajar, comer, educar a sus hijos y, en una palabra, sobrevivir. A veces oigo criticar en Madrid la creciente presencia de “extranjeros”, mas nadie se queja por compartir pasaporte con Messi, Les Luthiers o Vargas Llosa. Ni llaman forasteros a Nico y Lamine.
Algunos países de la Europa actual profesan el mensaje xenófobo de la derecha. Pero cuando celebran los éxitos de sus deportistas olvidan que ellos, al igual que los más explotados cosecheros o vendedores de andén, aterrizan en el Planeta Hambre, que decía la sambista brasileña Elza Soares.
Poco antes de que Francia se avizorase como candidata a ganar el torneo, sus seguidores votaban por la ultraderecha enemiga de los inmigrantes. Ciudadanos de izquierda y centro se unieron para evitar que los cavernícolas dominaran el Parlamento. Lo lograron. Un mensaje de Kylian Mbappé, el supercrack que fue niño pobre de barriada, ayudó a fortalecer el denominado “cordón sanitario” para atajar a la derecha.
Y mientras el equipo inglés se preparaba para llegar a la final, hubo elecciones en el Reino Unido. Tras catorce años de impopularidad y desastres, entre ellos el Brexit, se derrumbaron los conservadores y subieron los laboristas. Keir Starmer, el nuevo primer ministro, empezó por donde más indignación había. No bien se posesionó, desmontó un despiadado plan oficial contra los inmigrantes que consistía en deportar a miles de ellos a una isla en Ruanda, paupérrimo país africano dispuesto a fungir de campo de concentración de desplazados a cambio de unos cuantos euros.
En Italia, Hungría, Polonia, República Checa y Finlandia gobierna la extrema derecha. Ha crecido en Francia, Alemania y Bélgica.
También en España avanza. La ultraderecha (los amiguitos del uribismo) rompió sus acuerdos con el Partido Popular (los amiguitos de Pastrana y Duque) por aceptar, como propone el gobierno socialista, una solución amable a miles de menores africanos no acompañados que llegaron a playas españolas. La extrema conservadora aduce que todo gesto humanitario produce un “efecto de llamada” que invita a viajar. Con igual lógica, el ideal sería vejarlos públicamente.
América, mientras tanto, presencia un desfile doloroso y constante hacia el norte por entre selvas y playas. Son familias que persiguen un futuro nuevo rodeadas de incertidumbre, peligros y desventuras. En su ánimo flota el espíritu de naciones construidas por la inmigración, como Estados Unidos, Uruguay y Argentina.
Los Lamines y los Nicos seguirán simbolizando el sueño de millones de hijos de inmigrantes en el mundo entero. Pero, salvo la efímera dicha de los goles, para todos se endurece una vida que, no obstante, sigue siendo mejor que la que dejan atrás.