Enrique Santos Calderón
El jueves por la noche presenciamos un espectáculo desolador: el derrumbe de Joe Biden, un hombre honorable y bueno. Y vimos la proyección de Donald Trump, un hombre que es todo lo contrario, como el próximo presidente de Estados Unidos.
No queda mayor duda después del debate televisado entre los dos aspirantes a la Casa Blanca, donde el desempeño de Biden fue poco menos que desastroso. Y no dejo de preguntarme cómo y por qué el Partido Demócrata facilitó la postulación de un candidato tan vulnerable y frágil.
La pregunta es ahora si logra convencerlo de hacerse a un lado luego de esta debacle. Porque tampoco caben dudas de que sería vapuleado por Trump en las presidenciales de noviembre. Esta vez no tuvo que ofender ni interrumpir a Biden (como lo hizo 43 veces en el debate de hace cuatro años) porque el presidente cavó su propia fosa. Sus palabras balbucientes y argumentos inconexos, sumados a la trémula voz, el pálido rostro y la mirada ausente, pesaron mucho más que las mentiras que soltaba su rival. La cámara no perdona.
Fue un debate sin altura intelectual ni temática, poco digno de una contienda por dirigir a la primera potencia del planeta, que terminó con intercambio de vainazos personales y en ocasiones grotescos, como cuando Trump se ufanó de que él golpeaba la bola de golf mucho más lejos que el debilucho Biden, y este se dedicó a repetir el estribillo de que «tenemos que ganarle a este mal tipo». A ambos se les notaba la edad, pero más a Biden y no sorprende que hoy una clara mayoría de estadounidenses no cree que su mandatario de 81 años esté en condiciones de gobernar durante otro cuatrienio.
Preocupante que la primera democracia del mundo quede en manos de un energúmeno como Trump, que a los 78 años no ha ocultado sus ánimos relativos contra críticos y adversarios. Pero es lo que se viene.
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Este cara a cara me trajo a la memoria otros célebres debates presidenciales en Estados Unidos –todos los he visto–que fueron calificados de “decisivos”. Como el de Richard Nixon y John Kennedy en 1960, el primero que fue televisado, en el que un Nixon ojeroso y mal afeitado (“¿Usted le compraría un carro de segunda mano a este tipo?”, preguntó el caricaturista Herblock) fue apabullado por un juvenil Kennedy con pinta de actor de cine.
Lo visual pesa mucho —demasiado— en estos encuentros, así como qué tan preciso, espontáneo y “telegénico” es el personaje. Jimmy Carter se benefició mucho de las metidas de pata de su lacónico rival Gerald Ford en el debate de 1976 y ganó la elección, pero cuatro años después fue barrido por la personalidad y simpatía del —este sí— exgalán de Hollywood, Ronald Reagan.
No le sirvieron su mayor preparación y dominio de las cifras frente a la estampa personal y el estilo distendido de Reagan, que cautivó con un lenguaje coloquial salpicado de apuntes divertidos. Aún recuerdo cuando, cuestionado porque era muy viejo a los 73 años en su campaña por la reelección en 1984, dijo al iniciar su debate con el aspirante demócrata Walter Mondale que “no me aprovecharé de la juventud de mi contendor”. Luego lo barrió en la elección.
Estos debates no se ganan por citar más estadísticas sino por la forma humana y personal de conectar con la audiencia. Bill Clinton superó a Bush padre en 1992 en gran parte por su carisma personal, que contrastó con la rigidez aristocrática de su competidor. Pero en el debate de 2000, la actitud campechana del tejano George W.Bush, hijo, resultó más eficaz que la intelectual y académica de Al Gore.
En todos los encuentros televisados de presidenciables suele primar la forma sobre el fondo y la audiencia se entera más de la personalidad de los candidatos que de los temas de fondo que discuten. Y cuenta más el apunte oportuno que el argumento sofisticado. En Estados Unidos y otras partes: Mitterrand le asestó a Chirac un golpe mortal en un debate presidencial cuando le preguntó cuánto costaba el tiquete de metro de París y su contendor no sabía.
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Demasiados años se demoró la condena al general (r) Iván Ramírez Quintero, jefe de inteligencia militar de la Brigada XX en los años ochenta, vinculado a la desaparición y asesinato de numerosos líderes sociales y de izquierda, incluyendo el del senador Manuel Cepeda y el del abogado Eduardo Umaña Mendoza.
Fue protagonista de uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia reciente: la campaña de exterminio de la Unión Patriótica, que dejó más de cinco mil muertos. Acaba de ser sentenciado —cuarenta años después— por el Tribunal de Bogotá a 31 años y 10 meses de cárcel, aunque él sigue negando su responsabilidad.
Me llama la atención lo de Ramírez Quintero porque en 1977 fui objeto de un atentado —una bomba en mi casa— en el que resultó involucrado el entonces oficial de inteligencia militar. Dijo hace unos años, cuando brincó su nombre, que soldados condenados quisieron enlodarlo y continuó libre y campante. El mío fue un caso menor, pero premonitorio de lo que se vendría. Hubo también atentados dinamiteros contra el diario El Bogotano, la revista Alternativa, el semanario Voz y comenzaba la eliminación selectiva de líderes de izquierda, que poco después se volvió sistemática y masiva.
Fue una estrategia siniestra, de la cual oficiales como Ramírez Quintero fueron cómplices y ejecutores en medio de una pasmosa impunidad. Los excesos de la guerrilla eran intolerables y alimentaron la reacción paramilitar, pero nada justifica que un agente del Estado, que encarna la autoridad moral de la fuerza pública, pueda matar y desaparecer personas sin fórmula de juicio.
Después de mucho cojear, la justicia por fin tocó en la puerta del general Ramírez Quintero. Pero esta nada que se abre.
P.S.1: Se le fueron las luces al comisionado Otty Patiño con su inusitada disculpa ante Iván Márquez por la muerte de un guerrillero que seguía en armas. Son los gajes de la guerra cuando se insiste en ella.
P.S.2: En la larga historia de golpes militares en América Latina no se registra algo parecido al sainete de Bolivia, donde el general que encabezó la última intentona golpista dijo que seguía instrucciones del presidente Arce, que con eso buscaba aumentar su popularidad. De ser así, se trataría del más caricaturesco autogolpe fallido de los últimos tiempos.