Europa vota su futuro

El País

Editorial

Los 360 millones de europeos llamados a las urnas entre el pasado jueves y este domingo tienen en sus manos, como cada cinco años, la composición del Parlamento Europeo durante una próxima legislatura. Pero hoy, tal vez más que nunca, las elecciones europeas pueden convertirse también en el fiel de la balanza que incline a la Unión hacia un lado u otro de la historia.

En las de este año, las fuerzas euroescépticas —desde Vox a los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni o el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen— aspiran por primera vez a conformar una nueva mayoría conservadora en torno al Partido Popular Europeo (PPE) para romper la entente tradicional de los partidos europeístas y dejar fuera a la izquierda socialdemócrata. El PPE ha prestado oídos a esos peligrosos cantos de sirena, que podrían abocar a una parálisis e incluso a una vuelta atrás de la integración europea. Algunos sondeos consideran poco probable que la ofensiva ultranacionalista tenga éxito, y la presidenta de la Comisión y candidata del PPE a repetir, Ursula von der Leyen, ha empezado a marcar distancia con los ultras. Pero el mero hecho de que la opción se haya abierto camino indica que la extrema derecha se ha convertido en un elemento insoslayable de la política europea.

Con la nueva aritmética electoral no puede darse por descontado la supervivencia del modelo europeo. Por eso, conviene no olvidar dos factores. En primer lugar, que las elecciones a las que acudimos con afortunada regularidad son el mayor ejercicio de democracia transnacional del planeta y probablemente de la historia. Pero el populismo identitario aboga por suprimirlas y disolver el Parlamento Europeo. Y en segundo lugar, la Unión que hoy disfrutamos —sin fronteras, con moneda única, con libertad de movimiento y de residencia— es una construcción tan reciente como frágil y expuesta a desaparecer si no tiene el respaldo mayoritario de la opinión pública y de las fuerzas parlamentarias que representan la voluntad popular.

Los partidos que desde el populismo de derechas —en países como Francia o Alemania, también los de izquierdas— prometen una Unión diferente no acaban de explicar abiertamente en qué consiste su modelo alternativo. A juzgar por sus programas electorales el objetivo sería reducir a la Unión a un simple mercado interior, sin fondos estructurales ni agrícolas, sin euro, sin intercambio de estudiantes o científicos, sin libre circulación y sin reconocimiento mutuo de derechos. Vox y sus aliados definen su propuesta como una Europa de las naciones, es decir, la fórmula imperante en la primera mitad del siglo XX y que llevó a la doble hecatombe de las guerras mundiales.

Frente al aventurerismo ultra, los partidos europeístas exhiben un currículum de 70 años de paz y prosperidad. Y la Comisión Europea saliente, presidida por la propia Von der Leyen, deja el pabellón en todo lo alto tras superar con éxito tres retos de enorme magnitud: la primera salida de un socio del club (y de la talla de Reino Unido); la mayor pandemia desde 1918, y la primera invasión de un país europeo, Ucrania, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Sin una Unión fuerte, cualquiera de esos acontecimientos hubiera expuesto al continente a una imprevisible espiral de destrucción política, social y económica.

El 9-J debe pues dirimir si la UE prosigue por una senda de respuesta conjunta a los desafíos venideros, que no serán pocos ni pequeños. O si opta por atrincherarse en una Europa de naciones encerradas sobre sí mismas cuya fortaleza no sería más que un engañoso espejismo.

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