Lunes del ajedrez. Croché ajedrecistico

El periodista Mauricio Pombo apacentando su rebaño ajedrecístico. Interesados en adquirir esta joya, no es sino que abran la boca o callen para siempre…

Por Óscar Domínguez Giraldo

Entre los ajedrecistas hay especímenes raros. Uno de ellos es Niemann, el norteamericano que hace un tiempo alborotó el mundillo blanco y negro por haberle ganado supuestamente con trampas al campeonísimo Carlsen.

Según el maestro Leontxo García, cronista de El País, de Madrid, el noruego no ofreció pruebas contundentes del fraude. Y el mundo siguió su marcha.


El primer farsante fue el alemán Wolfgang von Kempelen quien en 1769 inventó una máquina, el “Turco”, que jugaba ajedrez. Esa máquina derrotó a Napoleón en su época de vacas gordas militares. El truco se conoció 71 años después de la muerte de von Kempelen: dentro del aparato metía a un diminuto jugador al que le llegaban las jugadas a través de un complejo mecanismo. (El cementerio está lleno de imprescindibles, dijo alguna vez Napoleón. Incluido él, claro).


Muchos cometimos pecadillos en nuestros inicios frente al tablero: Cuando nos sentíamos perdidos, provocábamos la caída de las piezas y al ponerlas de nuevo en su sitio, el peligro se había esfumado. Que me perdone mis pilatunas la diosa Caissa, patrona del juego.


Miguel Tal, el “Mago” de Riga, Letonia, se hacía contar chistes antes de las partidas. “Si el chiste es malo, pierdo, y si es bueno, gano”. Para el excampeón Kasparov en la mirada de Tal había algo mefistofélico. Algunos usaban gafas oscuras cuando lo enfrentaban.


A manera de talismán, Kasparov llevaba la misma almohada a todas partes. Como el poeta Darío Jaramillo Agudelo. También se hacía acompañar de su complejo de Edipo, su madre. O de su novia, cuando estuvo en Bogotá, convertido en certero conferencista. Le oí decir en esa charla que no habría sido campeón del mundo si no hubiera tenido un rival como Karpov. Retirado de los torneos se empeñó en tumbar al presidente Putin. No lo ha logrado. Me ofrezco para cargarle la maleta en su empeño.


Bobby Fischer se las ingeniaba para desestabilizar a su rival, el soviético Spassky, a quien le arrebató el título hace cincuenta años y monedas. Entre jugada y jugada, Fischer se comía las uñas y se sacaba ruidosamente los mocos. Ambos jugadores fueron utilizados por sus gobiernos como fichas políticas. 


Spassky confiesa que su arma secreta era una “voluntad inflexible”, heredada de su madre. Se separó de su mujer “porque éramos alfiles de distinto color”. Modestia, apártate, pero alguna vez mejoré mi currículo perdiendo contra Spassky. En voz baja suelo contar que ese día don Boris enfrentó a otros 30 jugadores algo tan desgastador como hacer el amor varias veces al mismo tiempo.


A Tigran Petrosian, quien perdió el título mundial jugando contra Spassky, le decían la “Boa” porque abrazaba a sus rivales con sus jugadas para triturarlos después. 


El colombiano Óscar Castro, quien derrotó entre otros grandes a Petrosian, sólo llevaba libros por equipaje lo que lo hacía sospechoso en todas las aduanas del mundo. Se entrenaba leyendo libros de los samuráis y regalandl la plata que ganaba en los torneo. Por su triunfo sobre Petrosian recibió las felicitaciones y cien dólares del desertor Victor Korchnoi, otro trebejista insólito. 


Capablanca, cubano, excampeón mundial, jugaba ajedrez cuando no estaba haciendo el amor, asegura su paisano Cabrera Infante. “Cuando veo una mujer hermosa empiezo a odiar el ajedrez”, decía el dandy caribe que no estudiaba las aperturas. Perdió el título jugando contra Alekhine quien se negó a darle la revancha.


Alekhine jugó en Colombia en los años treinta. Cuando disputó una final en Buenos Aires, el entonces fundador y director de El Tiempo, el manizaleño Alfonso Villegas Restrepo, trebejista aficionado, ordenó publicar en primera página todas las partidas que le llegaban a través del parsimonioso cable de las agencias de noticias.

Todo ajedrecista es, por principio, un mentiroso de oficio. Pierde batallas para ganar la guerra. Sucede cuando sacrifica una pieza a cambio de la victoria. 


En el ámbito parroquial, perdí partidas contra mi fallecido amigo envigadeño Gilberto Álvarez, el Uno, porque me distraía oyendo la música que salía de la máquina Singer que accionaba su padre sastre. Lo de la Singer no era truco de los Álvarez. Era bobada mía.

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