El lunes 20 de mayo, dos policías y dos reclusos murieron en Morales tras un atentado de las disidencias de las FARC. Unos días antes, un niño y su madre fallecieron por una explosión en el municipio de Miranda. Dos meses antes, la lideresa indígena Carmelina Yule fue asesinada en Toribío, tras ayudar a rescatar a un niño reclutado por un grupo armado. Nueve años antes, un ataque de las FARC dejó 10 militares muertos en el municipio de Buenos Aires. Más de tres décadas antes, un grupo paramilitar asesinó a 21 indígenas en una hacienda de Caloto. La historia se repite una y otra vez en el Cauca, sin escape ni remedio, y desde hace siglos.
Atravesado por dos cordilleras y bañado por el Pacífico, el Cauca está en estos días en el centro de la agenda de seguridad del Gobierno de Gustavo Petro. A diferencia de otros territorios, no hay un cese al fuego bilateral que contenga la violencia entre el Estado y los grupos armados. El autodenominado Estado Mayor Central, un paraguas de disidencias de las FARC, se fragmentó en abril y una facción abandonó las negociaciones de paz con el Ejecutivo. Ahora, los videos que difunde el Ejército muestran un campo de batalla: balas, artillería, explosiones que tiñen el cielo de un rojo intenso. “Si es guerra, es guerra”, advirtió el presidente el 25 de abril, tras el ataque a un campamento del frente Carlos Patiño.
Las imágenes están lejos de lo que imaginaban los fundadores de la Provincia de Popayán en la época virreinal y del Gran Cauca en la época republicana. Entonces, este territorio cubría una extensión cercana a la mitad de la Colombia actual: iba desde el Pacífico hasta la selva amazónica, desde la frontera ecuatoriana hasta Antioquia. Sus minas de oro, sus haciendas y sus ciudades ilustradas le daban “una solvencia y destacamento” que contrastaba con otras regiones, según explica por videollamada Zamira Díaz López, profesora de la Universidad del Cauca y presidenta de la Academia de Historia del Cauca. Las comunidades religiosas se instalaron en ciudades como Popayán, donde fundaron colegios en los que estudiaron grandes próceres de la independencia y presidentes del siglo XIX.
Pero el germen del conflicto siempre estuvo ahí. Carlos Duarte, investigador del Instituto Estudios Interculturales de la Universidad Javeriana de Cali, explica por teléfono que se consolidaron élites “muy agrarias y rentistas”, con grandes extensiones de tierra y poco interés en abrirse a la industrialización. Los africanos esclavizados, en tanto, eran explotados en las minas. “El departamento hereda la tradición de dominación de la conquista española. Con formas de dominación diferentes: el estado de la población africana era de inhumanidad, mientras que los indígenas eran tratados como menores de edad a los que había que civilizar”, comenta el experto. Para Duarte, las desigualdades y la polarización se han mantenido hasta el día de hoy, y con pocas alteraciones. “El Cauca representa una fotografía del pasado colonial que se recicla permanentemente”.
El departamento, además, comenzó a fraccionarse en 1886. La profesora Díaz explica que ese año el gobernador perdió el control de los territorios nacionales de la Amazonía y Putumayo, que se entregaron a comunidades religiosas para su administración. Después, se escindieron departamentos como Nariño (1905) y Valle del Cauca (1910). Las élites de Popayán perdieron influencia en la política nacional y el Cauca quedó reducido a un territorio de unos 30.000 kilómetros cuadrados —el 2,5% del territorio colombiano—. Al mismo tiempo, se profundizó el despojo de tierras y la separación entre grupos étnicos. Los indígenas, alrededor del 20% de la población actual, se replegaron a las tierras menos productivas de las laderas de las montañas. La población afro, que representa el 22%, permaneció mayormente en el Pacífico.
Las guerrillas y los paramilitares
Todos los grandes grupos armados del siglo XX ambicionaron el control del departamento. Fue un bastión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y también hubo una importante presencia del Ejército de Liberación Nacional(ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de abril (M-19). Diego Jaramillo, doctor en Estudios Latinoamericanos y profesor pensionado de la Universidad del Cauca, señala en una videollamada que cada grupo trajo su propia impronta ideológica. “Le fueron creando un imaginario al campesino de que era posible otra sociedad”, señala, en referencia a las FARC y las guerrillas liberales precursoras de los cincuenta y los sesenta. “Después aparecieron el ELN, que atrajo a sectores campesinos creyentes, y luego el EPL, con el maoísmo”, añade.
El narcotráfico se convirtió en una parte esencial de las economías de las guerrillas y los paramilitares, que ambicionaron la salida al Pacífico y el control de plantaciones de amapola, cocaína y marihuana —tradicionalmente, cultivos ancestrales de las comunidades indígenas—. Se desencadenó una violencia sin límites que derivó en masacres aún presentes en el inconsciente colectivo. El informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, del Centro Nacional de Memoria Histórica, reseña la masacre de Tacueyó (1985-1986), en la que un grupo disidente de las FARC (el comando Ricardo Franco) asesinó a 126 combatientes acusados de ser infiltrados del Ejército. El profesor Jaramillo, por su parte, recuerda la masacre de la hacienda El Nilo (1991), en la que paramilitares y policías mataron a 21 indígenas Nasa que reclamaban tierras.
Los movimientos sociales
La consolidación de los movimientos sociales es el otro aspecto que marca las últimas décadas en el Cauca. El investigador Duarte explica que en la época de la reforma agraria de mediados del siglo XX surgieron organizaciones campesinas para reclamar por el derecho a la tierra, como el capítulo local de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (fundada en 1967). Pero pronto se hizo evidente que había demandas sociales que eran específicas a los pueblos indígenas y que iban más allá del conflicto agrario.
El Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) se fundó en 1971 para defender la autonomía, recuperar terrenos en manos de terratenientes y reivindicar costumbres ancestrales. Desde entonces, ha retomado el control de gran parte de las tierras y se ha consolidado como una de las organizaciones indígenas con mayor capacidad de movilización en Colombia. Los afrocaucanos, en tanto, tuvieron procesos de reconocimiento más tardíos y atomizados, pero han constituido organizaciones como la Asociación de Consejos Comunitarios del Norte del Cauca (ACONC).
Estos movimientos se vieron envueltos en el conflicto armado. Una declaración que el CRIC hizo en 1999 y que recoge el informe ¡Basta ya! explica precisamente eso. “Constantemente hemos sido señalados de pertenecer a la guerrilla, al ejército, al narcotráfico o a los paramilitares. [Somos] víctimas de constantes invasiones ideológicas (religiones, partidos de derecha y de izquierda, instituciones del gobierno y privadas, ONG, entre otras) que confunden a nuestras comunidades”, se lee en el texto. Duarte, por su parte, remarca que el Estado ha criminalizado a estas organizaciones que reclaman por las inequidades en la distribución de la tierra y la riqueza. “Los que más asesinaban al movimiento indígena eran las mismas FARC. Si hubiera habido una connivencia tan grande no hubiera sido así”, dice.
La tensión entre las comunidades indígenas y los armados es una constante a lo largo de las últimas décadas. La resolución de Vitoncó (1985), por ejemplo, rechazó “las políticas impuestas de afuera, vengan de donde vengan” e incluso exigió la subordinación de la guerrilla indígena del Movimiento Armado Quintín Lame (1984-1991). “No aceptamos que algún grupo armado venga a indicarnos a quiénes debemos recuperar las tierras y a quiénes no”, se lee en el texto. Casi tres décadas después, en 2013, una carta a los líderes de las FARC denunció que la guerrilla había promovido “un plan sistemático de exterminio físico y cultural del movimiento indígena colombiano”. “Para nosotros la guerra que nos ha declarado las FARC nace a partir de la lucha por la pervivencia, autonomía territorial y gobierno propio que estamos construyendo”.
Las disidencias de las FARC
El Cauca tuvo un breve periodo de paz tras la firma de los acuerdos de paz de 2016 con las FARC. Pero la violencia volvió a surgir al poco tiempo, en 2018, ante las operaciones de las disidencias que no firmaron o se apartaron de los acuerdos. Carlos Negret, caucano y defensor del Pueblo de Colombia entre 2016 y 2020, explica por teléfono que “fueron más fuertes y consistentes los incentivos para continuar con el conflicto armado”. Según él, la región aún mantiene varios aspectos atractivos para las economías ilegales: una geografía quebrada, corredores estratégicos hacia el Pacífico, altos niveles de pobreza, abandono estatal y pocas oportunidades para las juventudes. “Vincularse a una estructura armada ilegal en muchos casos resulta la mayor certeza de bienestar que los jóvenes pueden encontrar en el territorio”, dice Negret.
Las disidencias, que en los últimos años se han apoderado del departamento, traen problemas nuevos para las autoridades indígenas. El profesor Jaramillo, que fue parte de la Red de Derechos Humanos del Cauca, explica que estas organizaciones “apuestan más por la parte militarista, punitivista, asesina”. Para las organizaciones indígenas, es cada vez más difícil entablar un diálogo: el narcotráfico ha desplazado las motivaciones ideológicas y los liderazgos se han fragmentado. Negret coincide: “Las facciones disidentes en el Cauca tienen un origen esencialmente criminal y no político, que fue promovido por liderazgos bajos y medios que incluso firmaron el acuerdo de paz, pero sin voluntad de paz y sin la coordinación de un mando con capacidad de cohesionar al grupo desde el nivel nacional”.
Hoy, el departamento tiene un simbolismo especial para el Gobierno de Petro. No solo por su larga historia de abandono, violencia y movilización social. También porque tres altos funcionarios son caucanos: la vicepresidenta, Francia Márquez; el ministro del Interior, Luis Fernando Velasco; y el director de la Unidad de Restitución de Tierras, Giovanni Yule. No obstante, ha habido “una enorme frustración” ante la falta de avances en aspectos como la entrega de tierras, según reconoció hace dos semanas la ministra de Agricultura, Jhenifer Mojica. “Cuando uno tiene su corazón comprometido, uno siente una herida por no poder acelerar las cosas”, se lamentó entonces.