Editorial
La orden emitida este viernes por el Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas (TIJ) para que Israel detenga de inmediato la ofensiva contra Rafah, en el sur de Gaza, supone un salto cualitativo en la presión mundial sobre el Gobierno de Benjamín Netanyahu. La drástica decisión anunciada por el TIJ llega cuatro días después de que la Fiscalía de otra instancia judicial global —el Tribunal Penal Internacional (TPI)— solicitara la detención del mandatario israelí, de su ministro de Defensa y de los tres máximos responsables de Hamás.
La diferencia es que —si bien no reconoce la autoridad del primer tribunal ni admite la competencia del segundo para imponerle sus decisiones— Israel fue uno de los impulsores y firmantes en 1948 —año de su proclamación como Estado— de la Convención para la Prevención y la Sanción del Genocidio, invocada ahora por la Corte de la ONU para dictar unas medidas cuya emergencia deriva de que los bombardeos sobre Rafah se han intensificado, lo que sumado a las evacuaciones forzosas de los civiles palestinos —en “riesgo inminente,” según los magistrados de La Haya— hace que la situación sea “excepcionalmente grave”. El TIJ también exige que se mantenga abierta la frontera entre Egipto y Gaza para que entre la ayuda humanitaria.
El Tribunal carece de poder coercitivo, pero su orden supone una alerta difícil de ignorar para la comunidad internacional, acostumbrada a no pasar de la condena retórica. El TIJ es la máxima instancia judicial de la ONU, cuyo Consejo de Seguridad pidió en marzo un alto el fuego después de que EE UU, por primera vez, no vetase tal iniciativa. En la misma petición se exigía la liberación inmediata e incondicional de los rehenes israelíes en manos de Hamás.
Esa doble exigencia de Naciones Unidas contradice las continuas declaraciones del Gobierno de Benjamín Netanyahu, que considera torticeramente que cualquier crítica a su desproporcionada actuación, cualquier llamada a que se respete a la población civil o cualquier iniciativa de paz —como el próximo reconocimiento del Estado palestino por parte de países como España, Irlanda o Noruega— supone validar las criminales acciones de la milicia islamista que el 7 de octubre asesinó a 1.200 personas y secuestró a 400. Este viernes Netanyahu respondió al TIJ que la operación de su ejército en Rafah no conduce a la destrucción de los civiles, algo difícil de creer a la vista de los más de 34.000 muertos que se ha cobrado ya su ofensiva contra la Franja.
Benjamín Netanyahu es el primer ministro israelí que más tiempo ha dirigido los destinos de su país y, probablemente, también el que lo ha colocado en una posición de mayor desprestigio internacional. La actuación en Gaza del ejército que sigue sus órdenes ha horrorizado a los ciudadanos de todo el mundo, que han visto como el mandatario israelí tergiversaba el derecho a la legítima defensa de Israel para desencadenar un implacable castigo colectivo contra dos millones de gazatíes.
La mortífera dinámica establecida en Gaza —donde la mayoría de los muertos son civiles, los heridos no pueden ser atendidos porque las infraestructuras sanitarias han sido destruidas y los supervivientes tienen que hacer frente a la hambruna— no es fruto de una circunstancia incontrolable, sino de decisiones conscientes de Netanyahu y su Ejecutivo. Acciones así no pueden quedar impunes ni esperar un cheque en blanco de gobiernos y sociedades de todo el planeta que, rechazando a Hamás y todo lo que significa, no comparten una actuación contra la población civil palestina que viola el más elemental derecho humanitario.