Los Danieles. ¿Soy de los nuestros?

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.
Advertencia de don Quijote a Sancho Panza. 

Un lector me envía un mensaje insultante en el que critica al Gobierno y habla de “ese Petro que ustedes elevaron a la presidencia”. Como no es la primera vez que escriben algo semejante, vale la pena poner algunos puntos sobre algunas íes.

A Petro no lo elegimos quienes votamos resignadamente por él, sino los grupos de derecha y centro derecha, los anquilosados partidos políticos y los líderes famosos que se oponían a su nombre. Ellos acordaron respaldar la candidatura presidencial de Rodolfo Hernández, personaje de zarzuela y de comisaría, y así sentenciaron el futuro del país. 

Evitemos confusiones, como recomendaba don Quijote. En junio de 2022 los colombianos teníamos que optar entre los dos vencedores de la primera vuelta: Petro y Hernández. Aparte de ellos había otras dos posibilidades: no votar y votar en blanco. En la cifra de abstención más baja de los últimos veinticuatro años, el 42 % de los ciudadanos no quisieron, no pudieron o no supieron votar. El resto, 22.687.000, es decir el 58 % de los electores, acudieron a las urnas. 

Los resultados fueron los siguientes: por Petro, 11.291.986 votos; por Hernández, 10.604.337; en blanco, 500.043. Solo una pequeña franja de los descontentos escogió el sobre en blanco. La mayoría de la población (es decir, nosotros, los PMM o Partidarios del Mal Menor) decidimos apoyar a Petro, por asco al esperpento alternativo y temor al monstruo desconocido.

Las cuentas son contundentes. Si los PMM hubiéramos votado en blanco, es posible que ahora tuviéramos como presidente al ridículo y corrupto exalcalde de Bucaramanga. Con 500.000 sufragios más para Hernández y 500.000 menos para Petro, la elección habría pasado de ser riesgosa, que lo fue, a vergonzosa, que pudo haberlo sido: 11.100.000 votos por Hernández y 10.790.000 por Petro.

Saltaba a la vista: el individuo que la derecha pretendía instalar en la Casa de Nariño emitía un preocupante olor a corrupción y ejercía un autoritarismo de plutócrata a base de insultos y bofetadas. De haber existido en el cartel un candidato progresista y honrado (había uno o dos, pero perecieron en garroteras internas) muchos quizás habríamos optado por él. 

Es presidente Petro porque la derecha resultó incapaz de ofrecer una opción mejor. Y no lo fue Hernández gracias a quienes votamos por Petro para evitar males mayores.

A estas alturas puedo decir que no me gustaba de Petro su caótica alcaldía capitalina con inclinaciones populistas. En cambio, me atraía su papel como senador vigilante, su hoja administrativa limpia de sospechas, su militancia contra la explotación y las desigualdades, su aparente talante democrático, su simpatía por las causas ambientales y su condición de víctima de la derecha y, en particular, del infame fiscal Alejandro Ordóñez, anacrónico inquisidor. El hecho de que hubiese sido guerrillero no me escandalizaba: no había participado en actos sangrientos y nadie lo acusaba de cargar muertos a la espalda. No pocos miembros de mi generación sesentera, como Camilo Torres, también se vincularon de buena fe a organizaciones rebeldes clandestinas y dieron la vida de manera tan generosa como equivocada y estúpida.

Petro tenía amplias credenciales de lucha por la paz y ofrecía la posibilidad de dialogar con grupos armados. La paz de Santos había sufrido rechazo público por la egoísta negativa del entonces jefe del Estado a compartir el Nobel con los firmantes de las Farc (nunca antes había sucedido algo semejante en este galardón) y era urgente un remiendo. El candidato de la izquierda podría reparar lo quebrado.

Durante la campaña, Petro declaró repetidamente que respetaría las reglas de juego de la democracia, que se rodearía de colaboradores capaces y honestos y que combatiría la corrupción que aclimataron Álvaro Uribe con sus mañosa impunidad e Iván Duque con sus fiscales de bolsillo. Como el candidato se proclamaba ilustrado en historia, era de inferir que medía con acierto el reloj de los hechos sociales y sabía que una transformación seria no se logra en pocos años. El Partido Liberal necesitó cuatro periodos a partir de 1930 para introducir algunas reformas en las estructuras legales y en la sociedad. Había que trabajar pensando en consolidar avances y ganar nuevas oportunidades.

Por ese Petro voté yo y votamos muchos. Su primer año, apoyado por funcionarios de espíritu abierto y experiencia probada, parecía confirmar el buen camino de un gobierno de cambio respetuoso de las instituciones, fiel a sus planteamientos de campaña y comprometido con las clases abandonadas. 

Pero el 26 de abril de 2023 ocurrió un corto circuito que produjo sorprendente giro. Aún no está muy claro cómo y por qué Petro echó a los ministros que aportaban estabilidad y brújula y escogió como rumbo la inexperiencia y la demagogia. Algunos recién llegados dedujeron que era también la invitación al botín y desataron una marejada corrupta. 

En ese instante, el mandatario y su mandato se zambulleron en el “golfo profundo de confusiones” que advertía don Quijote a Sancho y, con algunas excepciones, el Gobierno quedó en manos inesperadas y su máximo dirigente optó por un lenguaje equívoco difícil de escrutar y un futuro lleno de interrogantes. 

Confieso que la confusión también me afecta como Partidario del Mal Menor. Recuerdo por eso a un político español de menor cuantía que, en medio de una crisis, disparó a sus copartidarios un comentario de mayor cuantía: “Con estos líos, yo no sé si soy de los nuestros”.

En estos momentos, y mientras se aclaran las cosas, yo tampoco.

ESQUIRLA. El conocido escritor español Andrés Trapiello dice que no ha vuelto a ver corridas por tediosas. “Sin embargo —añade—, me dejaría la vida defendiendo el derecho de quienes quieren seguir yendo a los toros (…) Hoy la fiesta está criminalizada por organizaciones animalistas, nacionalistas y populistas: una razón más para defenderla”.

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