Los Danieles. Diez años sin Gabo

Enrique Santos Calderón

Enrique Santos Calderón

Tuve el privilegio de disfrutar de una larga amistad con el más admirado y sobresaliente de los colombianos, que hace una década nos abandonó y hoy es recordado por un público universal al que sedujo con la magia de su prosa.

Conocí a Gabriel García Márquez una lluviosa tarde barranquillera de 1973 en casa de su gran amigo y compinche de tertulias y parrandas el escritor cienaguero Álvaro Cepeda Samudio, un hombre arrollador y carismático, quien me había dicho meses atrás que el ya célebre autor de Cien Años de Soledad, residente en México y alejado del trajín político local, quería saber si en Colombia existía algún grupo progresista de derechos humanos al que pudiera donarle el premio literario de diez mil dólares que le otorgó la Universidad de Oklahoma.

El año anterior le habían armado una bronca mamerta porque entregó los 25 mil dólares del premio Rómulo Gallegos (el más jugoso del continente) al recién fundado Movimiento al Socialismo (MAS) de Venezuela que lideraban sus amigos Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, y no a una entidad colombiana. Quería evitar a toda costa otro desplante similar. 

Le hice saber a Gabo que aquí un grupo tal no existía y me contestó que lo fundara. Menuda tarea en medio de la pugnaz y fragmentada izquierda colombiana, pero logré finalmente armar un comité que reunió a diversas organizaciones populares (Anuc, FECODE, Uso, entre otros) y a personalidades democráticas como Gerardo Molina, Luis Carlos Pérez y Diego Montaña Cuéllar. Cumplida la misión lo invité entonces a que se vinculara a la fundación de la revista Alternativa que impulsábamos quienes creíamos que Colombia necesitaba una publicación independiente de izquierda que le hiciera contrapeso al periodismo gobiernista que imperaba en la época.

Me contestó con un no rotundo. “La revista es un género desdichado en Colombia”, me dijo y vaticinó que ese proyecto fracasaría. A Gabo le aburría mucho la solemnidad de la izquierda criolla y le aterraba su grado de sectarismo ideológico. Razón no le faltaba pero no dejé de insistirle y al final aceptó, aunque nunca dejó de criticar nuestros excesos y desmesuras. Trabajar al lado de García Márquez fue la oportunidad de apreciar no solo un singular talento periodístico y su paciencia a toda prueba, sino la dimensión humana de quien no dudó en colocar su prestigio al servicio de algo que siempre lo motivó: la paz de Colombia. 

Por temperamento y convicción aborrecía la violencia y cuestionaba con ironía paternal mis simpatías con los movimientos guerrilleros de los años setenta. Sin embargo, le llamó la atención el fenómeno del M-19, y también la personalidad desabrochada y costeña de su líder Jaime Bateman, a quien se propuso conocer. Fue cuando el gobierno de Turbay Ayala quiso enredarlo en complots subversivos y el futuro Premio Nobel se refugió en la embajada de México y abandonó el país. Pero no su obsesión con la paz.

Desde el gobierno de Belisario Betancur hasta el de Álvaro Uribe, GGM estuvo involucrado en todos los procesos de paz.  Sin figurar, cumpliendo con eficaz discreción las gestiones que le pedían los distintos presidentes, que fueron muchas. Por eso fue tan doloroso que no estuviera presente (había muerto dos años antes) en la firma del acuerdo final de paz de 2016 en su adorada Cartagena. Fue el gran ausente.
 
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Estaba de alguna manera ausente desde que lo atacó la enfermedad que durante los últimos años le afectó la memoria. Y nada más triste, absurdo y cruel que una figura tan fascinante hubiera tenido que retirarse antes de tiempo de la escena pública. Y de las charlas íntimas con sus amigos, ocasiones memorables donde adobaba su enorme cultura literaria con un mamagallismo picante y sutil. “Mamar gallo es la única forma de hablar en serio” decía, citando a su amigo Cepeda Samudio quien acuñó esta frase inmortal.

Gran conversador pero un hombre privado y tímido, que detestaba los discursos y la solemnidad protocolaria de banquetes y ceremonias. Que harto le tocaron por su inatajable celebridad. “No hay nada que se parezca más a la soledad del poder que la soledad de la fama”, decía. Y terminó por padecer las dos al mismo tiempo.

Esta década sin García Márquez me ha hecho pensar más en la falta que hace. Sentir que es más grande con el tiempo que pasa. Como su proyección, de veras universal. No hay rincón del mundo que no haya oído hablar de Macondo. Me vienen a la memoria tantas escenas: miles y miles de mexicanos desfilando compungidos ante su féretro en el Palacio de Bellas Artes, parisinos acosándolo sin rubor en la calle para pedirle un autógrafo, compatriotas en todas partes pugnando por saludar a un símbolo de unidad nacional.

Y cómo olvidar la entrega del Premio Nobel, donde el hijo del telegrafista de Aracataca, rodeado de nórdicos monarcas y académicos de riguroso frac, todo de blanco en su impecable liqui liqui tropical, pronunció ese discurso magistral, poético y político, sobre los pueblos que condenados a cien años de soledad tendrían “una segunda oportunidad sobre la Tierra”. ¿Cuántos colombianos no soltamos una lágrima de emoción ese histórico día? Son demasiados los recuerdos que me atropellan diez años después…

P.S.1: ¿Cuál será la fijación del presidente Petro con esa cachucha que no se quita nunca? ¿Tratamiento de alopecia o ganas de parecerse a Daniel Ortega? Debería moderar su uso, salvo que haya razones que no se conocen. Ya ni Maduro se la pone. A Lula le colocó una de la Armada durante su reciente visita, pero el brasileño se la quitó en recinto cerrado. Como debe ser.

P.S.2: Trump y Uribe: dos juicios penales históricos y simultáneos, que habría que seguir de cerca. El de allá ya comenzó. ¿El de acá se quedará en veremos?

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