Los Danieles. Prohíbese el dolor

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

En el verano de 1954 los Lyon, familia neoyorquina, pasaron vacaciones en España. Entre los inevitables planes turísticos asistieron a una corrida de toros. A William, de 14 años, la imagen de un tipo vestido a la antigua que retaba con un trapo rojo a un animal feroz le cambió la vida. En 1962, graduado de filósofo en la Universidad de Yale, regresó a España, donde aún reside convertido en cronista taurino y profesor de periodismo.

¿Qué lo trastornó de modo tan radical? Él lo explica en uno de sus libros: “En un mundo crecientemente frío, mecanizado y racional descubrí una cosa mágica que es el toreo”.

A Lyon lo sacudió la magia, la emoción que hipnotiza en determinados momentos a los aficionados a las corridas. También la sintieron, entre otros, los pintores Goya, Picasso, Delacriox y Botero; los escritores Quevedo, García Lorca, Machado, Hemingway, Dalton Trumbo y Vargas Llosa; los músicos Bizet, Verdi, Barbieri, Alonso y Sabina; y millones de personas que valoran el peculiar universo taurino, donde el toro es eje de una comunidad, una mitología, una deliciosa literatura, un lenguaje y una estética.

Otros nunca sienten la magia y nunca la buscan. Sin embargo, algunos de ellos pretenden impedir que los demás la disfrutemos. Ciertos supuestos animalistas calzan zapatos de cuero de vaca muerta a golpes; comen carne de cerdo acuchillado; devoran huevos de gallinas enjauladas; consumen pescado desgarrado con anzuelo y se atiborran de pollos a los que despluman vivos en agua hirviendo. Pero, por congraciarse con presiones o subirse al Bus de las Buenas Conciencias, aspiran a prohibir las corridas a quienes las entienden y respetan como uno de los pocos ritos en que el hombre se juega la vida con un símbolo de fiereza: el toro bravo o bos taurus ibericus, descendiente del uro dibujado en cuevas primitivas.

Se atisba una tragedia zoológica. Los legisladores deben captar que, si prohíben las corridas, desaparecerá esa especie incomparable, cuyo perfeccionado destino milenario es embestir. Sin corridas, nadie pagará por ver los potentes toros rumiando cual vacas lecheras hasta su extinción definitiva, que no tardará mucho. La paradoja es formidable: plantean proteger a los toros de lidia… ¿Cómo? Extinguiéndolos. También prohibirían los huevos para facilitar la vida a las gallinas ponedoras.

A esta contradicción llegamos por haber puesto una ecología retorcida al servicio de la política y de los autoproclamados dueños de lo correcto. Numerosos animales que sirvieron al hombre —caballos, burros, mulas, cabras— se están acabando. Otros fueron cazados hasta el exterminio en bosques y mares. Salvo algunas fieras en parques naturales, las que sobreviven lo hacen como números circenses o huéspedes de zoológicos. La sociedad de consumo esclaviza como mascotas de juguete a buena parte de los que cuidaban la casa y perseguían ratones: millones de gatos y perros hoy visten como niños, comen como ancianos y vegetan entre mimos. (Si lo sabré yo, ay, que vestía a Pachulí con camiseta del Santa Fe y le compré gabardina a Simona).

Sobre todos ellos reina soberbio, guerrero, desafiante, el animal que ha sido acompañante y mito: el toro bravo. Hablo del más poderoso de la tierra. El que se endurece y encabrita en el castigo. El que, según afirma el etólogo Francis Wolff, “es el único adversario que el hombre encuentra digno de él”. Los trajes extravagantes y antiguos, las venias, los lentos desfiles, las ceremonias son por eso: por respeto al toro y al hombre, que arriesgan la vida en el baile mágico de la tauromaquia. También por respeto, el heredero de Tauro no está condenado a morir en manada y a escondidas, como los corderos, sino en duelo público donde cada ejemplar ostenta un nombre, una genealogía y unas características individuales. 

Su lucha es la única en que el hombre ofrece a su rival la posibilidad de vivir. Decenas de toros de lidia son indultados cada año por nobleza y bravura. Algunos, a semejanza de los líderes comunistas, permanecen preservados y venerados en museos. 

Y, sin embargo, se quiere prohibir su razón vital en nombre de una falsa ecología y por imperio de una redocracia que arrasa, no dialoga, no reflexiona. En realidad, más que salvar al toro, muchos de sus supuestos protectores intentan sacar el diploma de bondad que otorga la causa. Los que lloran a gritos ante la violencia de unas banderillas no son los mismos que lamentan las 98 masacres y los 14.033 homicidios cometidos en Colombia el año pasado. 

Deben enterarse de que la piedad por un animal herido no necesariamente se transforma en solidaridad humana. Durante la Guerra Fría, el secretario de Estado gringo, Henry Kissinger, se reunió varias veces con el jefe soviético Leonidas Brezhnev, quien lo invitaba a cazar venados en su dacha. Kissinger rehusó siempre disparar contra las pobres criaturas. Pero no mostró iguales remilgos a la hora de ordenar asesinatos en Chile y bombardeos en Camboya. 

Se arguye que al toro “le duele”. Por supuesto que sí: a cuatro años de vida muelle sigue media hora de sacrificio. No obstante, según investigaciones, este animal produce reacciones de betaendorfinas que bloquean el dolor. No tienen igual suerte, por ejemplo, las niñas que desde temprana edad practican el ballet clásico o la gimnasia olímpica, actividades que producen lesiones óseas y aun invalidez. ¿Ninguna buena persona ha pensado en vetar la enseñanza del ballet y la práctica de acrobacias? ¿Merecen más consideración las reses que los niños? ¿Y si prohibimos el dolor?

El ballet y los toros son artes que, como la vida misma, justifican ciertos riesgos. Si alguien se opone a que una niña de cinco años pase horas caminando en puntillas o detesta la lid del toreo, yo lo entiendo. Que se quede en casa. Pero que no pretenda forzar sus escrúpulos en el prójimo. Muchos personajes de alabada sensibilidad —atrás mencioné a unos pocos— tienen sobre el arte ideas muy distintas a las de determinados influenciadores. Pero ni siquiera aquellos genios exigen una ley que imponga su gusto artístico sobre los demás.

Una de las consecuencias de la era digital es la prevalencia de la mentira, el engaño, lo falso, lo artificial (incluso la inteligencia). La corrida de toros es un insólito pasaporte hacia la máxima verdad. Por eso decía Juan Belmonte, el Messi de la tauromaquia: “La diferencia entre la ópera y los toros es que en los toros se muere de verdad”. 

No queremos que el Congreso nos imponga una sensibilidad ansiosa de ofenderse. Déjennos escoger, o acabarán prohibiendo los poemas de García Lorca, la música de Bizet, los óleos de Botero. Y hasta el dolor, que es, caray, tan ofensivo.

ESQUIRLA. El triunfo del Ballet Folclórico Sonia Osorio en un concurso mundial desató baile general de cumbia en Sicilia.

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