Yenifer está parada en una esquina del barrio San Diego, a 15 minutos caminando de la Alcaldía de Medellín, con un grupo de cinco chicas. Todas tienen tatuajes, todas muestran mucha piel, todas parecen adolescentes: todas son menores prostituidas. Yenifer dice que se llama Yenifer, pero claramente es mentira. También dice que tiene 15 años, y eso sí parece cierto. Tiene cuerpo de niña, cara de niña: es una niña. Y está nerviosa. Una risita revela sus brackets azules. Lleva puesto un top y una minifalda morados que se combinan. No cubren su abdomen ni la mariposa tatuada en la cadera. Dice que llegó a las nueve y se quedará “trabajando” hasta las cuatro de la mañana. Son las 21.30. Llueve. Le espera una noche larga.
Explica que empezó a trabajar hace dos meses, que lo hizo “por problemas”, y agacha la cabeza. Detrás de ella, sus amigas casi parecen adolescentes como cualquier otra que simplemente juegan con sus celulares. Yenifer dice que no tiene jefe, que atiende a tres o cuatro clientes —pedófilos— cada noche, y que la mayoría son colombianos. Media hora cuesta 100.000 pesos (unos 26 dólares), la tarifa vigente en San Diego. Cuando llega un extranjero, como ocurre “a veces”, multiplica el precio por tres.
―¿Y qué pasa cuando les dice su edad?
―Depende de lo que busquen.
Las chicas están rodeadas de camiones, talleres cerrados, calles mal alumbradas. No están solas: son seis de las cerca de 50 mujeres prostituidas que se encuentran en el barrio. Una decena ronda los 20 años, otro par tiene entre 30 y 40, y una que parece tener más de 50. Pero la inmensa mayoría, más de 30 de ellas, lucen más jóvenes que Yenifer, todas víctimas de la explotación sexual y el abuso de los clientes. Son delgadas, chiquitas, sus cuerpos no se han formado. El año pasado se reportaron más de 320 víctimas en Medellín por la explotación sexual de menores, según la ONG Valientes Colombia. Aquí en San Diego, hay al menos 30 más que se podrían agregar a esa lista.
Las acompañan algunos vendedores de café, habitantes de calle, pero no lo hace la Policía. En una hora y media en el barrio, dando vueltas en un taxi, solo pasa una moto con dos uniformados. No piden cédulas, no hablan con nadie, no paran: no parecen interesados. Yenifer y sus amigas dicen que es lo normal: “Pasa todas las noches. Solo nos miran y se van”.
Una hora y media más tarde, a las 11, llega la hora pico en San Diego. Empiezan a llegar más carros y, poco a poco, van desapareciendo las chicas. Parqueado, observándolo todo, el taxista hace una confesión: “He venido aquí dos veces porque me lo pidieron clientes gringos. Ambas veces recogimos a niñas, muy jóvenes, de 11 o 12 años. Ambas veces los dejé en un AirBnb”.
El escándalo
Es un caso parecido que tiene a Medellín sumida en un escándalo desde hace más de una semana. El pasado 28 de marzo, un ciudadano estadounidense de 36 años fue descubierto por la Policía en un hotel del barrio El Poblado, junto a dos niñas de 12 y 13 años. Según la ley colombiana, el consentimiento sexual en menores de 16 años solo existe si la pareja no es tres años mayor. Pese a la diferencia de edad de más de 20 años, Timothy Alan Livinston fue dejado en libertad poco después por las autoridades y regresó dos días más tarde a Florida. Un video publicado en redes muestra a las dos niñas contando dinero mientras bajan en el ascensor. Este viernes, un juez colombiano expidió una orden de captura contra Livingston. La Fiscalía ha pedido a la Policía Nacional que solicite a Interpol la expedición de una orden de captura internacional.
El caso despertó ira en el país, y el alcalde, Fico Gutiérrez, tuvo que actuar. El Sheriff, como se hace llamar, firmó este lunes dos decretos que prohíben por seis meses la “oferta sexual” en El Poblado, una zona muy turística ―en Colombia la prostitución no es ilegal ni está penalizada―. En una rueda de prensa, Gutiérrez dijo que el Parque Lleras, un lugar cerrado con rejas en que se concentran discotecas y restaurantes muy visitados por turistas, se ha convertido en un sitio en que se cometen delitos ligados a la trata de personas, el narcotráfico y la explotación de menores de edad. También decretó que, desde este lunes, todos los bares del Parque Lleras tendrían que cerrar por el próximo mes a la una de la mañana, y no a las cuatro, como previamente dictaba la ley.
Esa misma noche, antes de que ese decreto entre en vigor, Alexa Gómez está parada en la calle diez, en El Poblado, a una cuadra del Parque Lleras. Usa un minúsculo vestido negro y está acompañada de dos mujeres vestidas iguales. Tras menos de cinco minutos de conversación, sin mucha dificultad, delata los detalles de su profesión: “Yo manejo chicas, mi amor”.
La proxeneta
Alexa se sienta en la terraza de un bar en El Poblado. Llueve duro. Bajo la protección de una sombrilla grande y amarilla, y con una cerveza en la mano, empieza a coger confianza. “¿Tú sabes lo fuerte que es vender tu cuerpo? ¿Lo horrible que es estar con hombres que no te interesan nada?”, dice. Alexa tiene el pelo liso y oscuro, ojos negros, la mirada penetrante, labios gruesos, el cuerpo delgado, la palabra Billón tatuada en la mano derecha. De golpe le da frío y se cubre con una chaqueta roja que combina con sus zapatillas.
Alexa tiene una vida muy complicada. Dice que nació en Manizales (Caldas) y se crio en Medellín, en Villa Hermosa, un barrio popular pero no precario, cerca al centro. “Vengo del lado oscuro, de una familia humilde”, explica. Maneja un grupo de 40 prostitutas y se acuesta con clientes tres veces por semana. Para hacer eso, dice, necesita consumir drogas: el tusi ―cocaína rosada― es la que más la ayuda. “Te pone feliz, y a todo el mundo le gusta una sonrisa”, asegura. También usa cocaína, cuando está muy cansada; sus días no son fáciles: “Yo soy sola. Toda la vida he estado sola. Mi mamá murió cuando yo era muy chiquita. Tengo cuatro hermanos, pero no hablo con ellos, se dedican a cosas ilícitas”.
―Bueno, pero usted es proxeneta.
―Sí, pero no me gusta ese término. Prefiero que me digan dealer.
―¿Y cómo funciona ser dealer?
―Te cuento.
Dice que el 90% de sus clientes son extranjeros a los que conoce en discotecas, principalmente en el Parque Lleras. Ella se les acerca y se presenta. “Siempre trato de formar una amistad primero. Que no sean solamente negocios”, comenta. Cuando entran en confianza, les pregunta si están buscando una chica; les ofrece a todas sus mujeres antes de ofrecerse a ella misma. “Si seis de mis chicas están con hombres, gano lo mismo que gano haciéndolo yo, pero sin tener que hacerlo”, aclara. Dice que gana unos 4.000 dólares al mes cobrando 120 dólares la hora: la prostituta se queda con 100 y Alexa con 20. Por ese precio pueden tener “sexo oral y sexo normal. Todo tiene que ser con protección”. Una vez que consigue a un cliente, este tiene que elegir a una chica, o más.
―¿Eso cómo se hace?
―Te muestro.
Alexa saca su celular, abre WhatsApp y entra a un grupo que se llama “Bichotas”; un homenaje a Karol G, la colombiana favorita de las colombianas. “¿Quién está disponible esta noche?”, pregunta en el grupo. Las chicas no tardan ni cinco segundos en contestar. Al menos seis responden “Yo”. Alexa escribe “Fotos”, y de golpe su teléfono se inunda de notificaciones. Las mujeres envían selfis, algunas muy explícitas. De repente la dinámica cambia. Ahora Alexa es la que hace las preguntas.
―¿Cómo la quieres?
―¿Cómo así?
―Físicamente, ¿Cómo quieres que sea?
―No sé…
―¿Cómo que no sabes?
―Nunca he hecho esto.
Alexa entra a una conversación con una chica que se llama María. Muestra varias fotos que María le ha mandado. En una está en un baño, otra en un billar, otra al lado de una piscina. “Si fueras un cliente podrías estar con ella esta noche, pero primero tendrías que hacer un par de cosas”, dice como quien busca demostrar que actúa distinto a otros proxenetas.
Explica que, con ella, todos los clientes le tienen que dar su nombre completo y la dirección en la que se están hospedando. Luego, tienen que pagar el dinero por adelantado y también el transporte de la chica. Una vez que eso está hecho, Alexa dice que la recoge y la deja en el lugar donde hará su trabajo. Al cabo de una hora la llama. Si ya han terminado, la pasa a buscar. Si no, puede ponerse de acuerdo con el cliente para extender el servicio.
Alexa define la suya como una forma “más virtual y más segura” para los clientes y las trabajadoras. Justamente, las demás formas virtuales han causado problemas últimamente en Medellín. La cuna de Pablo Escobar y alguna vez una de las ciudades más peligrosas del mundo, Medellín se ha convertido en los últimos años en un lugar deseado por viajeros internacionales. Es conocida en Colombia por ser la ciudad de innovación, de la belleza, de la fiesta, de la narcocultura. Eso ha traído consecuencias positivas y, por supuesto, también negativas, como el turismo sexual y la explotación sexual de menores.
En enero, la Embajada de Estados Unidos alertó a sus ciudadanos de no usar varias aplicaciones de citas como Tinder, Bumble y Grindr en Medellín, después de que ocho hombres norteamericanos perdieran la vida allí en dos meses en diversas y extrañas circunstancias. No había evidencia de un vínculo entre los casos, pero sí había un factor que se repetía: varios de ellos habían salido en sus últimas horas de vida con personas que conocieron a través de aplicaciones de citas. “Numerosos ciudadanos estadounidenses han sido drogados, robados e incluso asesinados por sus citas colombianas”, se lee en la alerta. La violencia ha afectado a las colombianas también: varias mujeres han sido asesinadas en el último año en Medellín por hombres extranjeros. Alexa dice que sus chicas no se meten en nada de eso. Con ella, argumenta, todo funciona a la perfección. Según ella, sus chicas son buenas, mayores de edad, no roban y trabajan bien.
―¿Y cómo son sus clientes?
―Borrachos y tímidos. Vienen buscando cosas que no pueden conseguir en casa.
―¿La mayoría están divorciados?
―Mi amor, la mayoría están casados ―contesta y suelta una carcajada.
El cliente
A pocos metros de donde está sentada Alexa, dentro del Parque Lleras, se encuentra Bob, uno de sus potenciales clientes. Bob tiene 78 años, la cara de gringo, la barba blanca, el pelo corto, la camiseta negra manchada. Es alto con la barriga hinchada, y es de Estados Unidos.
―No hay otro lugar en el mundo como este― dice en inglés.
―¿Por qué lo dice?
―Pues mira a tu alrededor.
Hay piernas tatuadas por todos lados. Unas 200 mujeres se protegen de la lluvia bajo los toldos del Parque Lleras: un enorme prostíbulo al aire libre. Visten camisetas transparentes, faldas cortísimas, fuman cigarrillos, inhalan tusi desde los tubos de su rimel. Entre la multitud de piel expuesta camina uno que otro extranjero. Entablan conversaciones con las chicas en un español muy pobre. “Me gusta”, suelta uno mientras señala la cola de una de ellas. Otro tipo mira con sensualidad y le coge la mano a una mujer que le dice “Mi amor”. Poco después desaparecen juntos. Y acá disfrutando del show está Bob, sentado con tres venezolanas que insisten que no son prostitutas, sino “damas de compañía”. Le tocan la pierna, tratan de convencerlo de que pase otra noche con ellas; la segunda en seis días. Pero Bob no está seguro de irse con ellas. Bob dice que le gusta la variedad.
Bob cuenta que lleva años viajando por el mundo. Pagar por sexo para nada le es ajeno, y dice que el Parque Lleras es un lugar especial: “Aquí hay una libertad muy poco común. Puedes hacer lo que te dé la gana”. Es lunes, son las once de la noche. En dos horas la prostitución estará prohibida en este lugar, pero a Bob no le preocupa eso, dice que será mejor para los turistas como él. “Habrá más control sobre las chicas, menos chances de que te roben. Nosotros podremos seguir solicitando”, asegura. Mientras Bob cuenta todo esto, una venezolana de Valencia, llamada Yuliet, le acaricia la cara. Dice que tiene 24 años, y que lleva dos como “dama de compañía”.
―¿Qué hacía antes?
―Pedir en la calle.
Durante dos horas Bob se sienta al lado de Yuliet y dos compañeras suyas. Toman cervezas, fuman cigarrillos, se comunican por Google Translate. En la mesa de al lado ocurre una situación similar. Una chica vestida de una camiseta de los Chicago Bulls acaricia la cabeza calva de un hombre blanco. El calvo se sienta con dos hombres mayores, de 60 para arriba, que no hablan español y tampoco con los medios. “Por favor, estamos de vacaciones. No queremos preguntas. Solo queremos pasarla bien”, declaran.
A las 00.50, la Policía ―aquí sí hay policía― se acerca y saca a todos. Entre sirenas se produce un éxodo masivo hacia la salida que lleva a la calle 10. Parece una peregrinación religiosa, pero con valores muy distintos. Las chicas se apresuran a emparejarse con extranjeros; no pueden perder una noche de trabajo. Justo fuera de la salida, Yuliet sigue al lado de Bob, que no quiere irse con ella. El hombre apunta a otras dos chicas, dice “Hotel” en inglés y se van. Yuliet se quedará sin trabajo esta noche.
La prohibición
Dos días después, el sitio se ve muy diferente. Son las 23.30. La “oferta sexual” ya está prohibida en el Parque Lleras, que se ha llenado de enormes cárteles amarillos en contra de la medida. “#SOS. No apoyamos la explotación sexual infantil. No al decreto 0247 de 2024. 5.000 familias sin empleo”, se leen. Según los empresarios, el decreto les costará mucho dinero. Según Alexa, muchos de ellos “son puteros”.
Pese al decreto sigue habiendo muchas mujeres en el parque: unas 70, acompañadas de una veintena de extranjeros. Intercambian números de teléfono, toman cervezas en los bares, se cogen de la mano, se van caminando juntos. Vigilando la escena están funcionarios de la Alcaldía, que paran a los turistas para explicarles las nuevas medidas, además de muchos policías. Los uniformados, sin embargo, no detienen a nadie: solo revisan las cédulas de las chicas a la entrada.
―Disculpe, oficial. ¿La prostitución no está prohibida acá desde el lunes?
―Sí, pero no tenemos cómo demostrar que se están prostituyendo.
Nota del editor: el lunes 8 de abril se modificó el titular del reportaje para reflejar mejor su contenido.