Por Carlos Alberto Ospina M.
En tiempo de zozobra es preciso despertar del letargo por una Colombia digna, donde reine la verdad y la honestidad por encima de la astucia y el engaño. Esta oración parece imitar a la ficción cervantina de una manera desconcertante en razón a que los palacios se han convertido en refugios de indecentes y las humildes chozas en asilo de sabios.
Es de lamentar el presente en el que las promesas son moneda corriente y la sinceridad un atributo escaso en función de los falsos profetas que embaucan a la población con artimañas y mentiras. ¡Cuántas veces prometen el oro y el moro para dejar en el camino desolación, violencia y desesperanza! La vileza corroe las entrañas de la patria.
Así las cosas, desalojan a distintos funcionarios íntegros para poner en su lugar a auténticos filibusteros u oportunistas que saquean sin piedad los recursos del Estado, dejando a su paso un rastro de nepotismo, desigualdad y miseria. Es triste contemplar cómo se desmorona la aspiración de una nación próspera, mientras los artífices del caos se pavonean impunes, enriqueciéndose a costa del sufrimiento de los más vulnerables. Duele ver la libertad arrebatada por manos indignas que no entienden el significado del honor y el bienestar social integral.
En esta villa de truhanes y embusteros, las palabras se desvanecen en el aire a modo de pompas de jabón, efímeras y vacías de contenido. No se puede confiar en quien ofrece el paraíso terrenal, a la vez que nos conducen hacia el abismo. Hace falta la presencia de líderes íntegros, decididos y visionarios que velen por la suerte de todos los ciudadanos sin distinción ni privilegios, lejos del brillo falaz del poder.
Es hora de alzar la voz, reclamar y actuar por un cambio concreto que devuelva la dignidad y el respeto que merece la gente; luchando con determinación contra los molinos de la ilegalidad, la erosión de las diferentes ramas del poder público, el fraude y la tiranía. Que las sentencias de «Don Quijote de la Mancha» (1605), obra de Miguel de Cervantes Saavedra, no caigan en el olvido. Más bien sirvan de inspiración para que la casa presidencial vuelva a ser morada de un hombre pulcro; en vez de convertirse en el parapeto de un traicionero exguerrillero carente de conciencia que, se cree héroe, en su permanente conflicto interior.
A partir de esa alucinación desafía los molinos de viento y los monstruos imaginarios en nombre de una sesgada justicia e inviable ‘paz total’. Probablemente, el hidalgo se revolcaría en su tumba al contemplar el estado actual de este terruño. Las intrigas palaciegas y los palurdos, lejos de ser desterrados al foso de la ignominia, se pavonean con desfachatez a través de los salones que antaño albergaron a varios ilustres y probos personajes. Los símbolos de conocimiento, autoridad y representatividad democrática son ocupados por individuos sin condición íntegra ni certidumbre moral.
Don Quijote nunca fue defensor de Reyes, decía el buen caballero, pero sin duda alguna preferiría mil veces a un mandatario benévolo que a los charlatanes que, con gestos ensayados y ofertas huecas, doman al vulgo a base de trucos e invenciones. Los corsarios de antaño, aquellos que surcaban los mares en busca de tesoros y botines, han sido sustituidos por una nueva estirpe de ladrones, más peligrosos y voraces que nunca.
En este país de desilusiones en el cual los valores parecen haber perdido su significado y la ética pasar al cajón de lo asuntos postergados, los piratas modernos no necesitan navíos ni espadas para saquear las arcas del Estado. Su arma más eficaz consiste en la labia rencorosa y la sonrisa postiza para seducir al pueblo con el objeto de llevarlo al precipicio de la ignorancia y la servidumbre.
El inmortal caballero andante, el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, advirtió: «la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua».