Por Óscar Domínguez Giraldo
Cada año, en la semana de Pascua, la máquina Singer de mi casa se tomaba un merecido descanso. Le tocaba camellar duro los días previos a la Semana Santa ayúdandole a mi madre a confeccionar los estrenos de Jueves Santo y Domingo de Resurrección para seis criaturos.
Los ricos sin plata que éramos todos en el barrio, no perdonábamos estrén. Incluidos zapatos que había que empezar a domar durante el Via Crucis del Viernes Santo en el purgatorio del mediodía. Por una vez, lamento no haber sido reina de Inglaterra como Isabel II que tenía una funcionaria encargada de domarle los “pinrieles” nuevos. También el actual rey Carlos III tenía un súbdito cuya ardua labor consistía en ponerle la crema dental en su cepillo de dientes.
Pero no todo se ha perdido en esta encarnación pues resulté “emparentado” con la realeza británica en que ni la princesa Kate ni yo, sabemos manejar el fotoshop. Por no saber manejar ese recurso ella está en líos. Yo nunca he tenido problemas. Lo que puede el anonimato.
Juro por todos los gatos que esa Singer de nuestra infancia todavía está en servicio activo en casa de una de mis hermanas. Fue la herencia que la zurdita, nuestra madre, nos dejó. Cuando estaba próxima a “entregarle cuentas al Creador”, según decía, nos preguntaba cómo nos la íbamos a repartir.
La Singer de mi familia se niega a dar un paso al costado (foto de Lucy Domínguez G.)
Como era una fiesta, doña Geno murió el Domingo de Ramos. Era más callada que Hirayama, el protagonista de la bella película Días Perfectos que le recomiendo hasta a mi peor amigo y a mi mejor enemigo.
Los jueves santos nos llevaba a visitar mínimo cuatro monumentos, para ganarnos las indulgencias plenarias que, entiendo, perdonan la pena por pecadillos cometidos. Me muero y voy derechito al cielo, segundo piso sin ascensor.
Nos tocó padecer una rígida semana santa. Estaba prohibida la música profana hasta que llegó el ya casi nonagenario maestro Antonio Pardo García, de Todelar, quien revolucionó la programación de esos días. La jerarquía católica no lo excomulgó. Le agradeció haber “desladrillizado” la festividad (ver nota adjunta: Revolución en Semana Santa).
La Singer me seguiría persiguiendo en mi juventud. Jugaba ajedrez en la casa de Gilberto Álvarez, en el barrio Mesa, de Envigado, con el fondo musical de la Singer de su padre sastre. Cuando me quedaba sin ideas me concentraba en esa música. Muchas veces encontré allí la variante ganadora.
Como tiempo es lo que me sobra, encontré en los vericuetos de Internet que la máquina de marras lleva el nombre de su inventor, Isaac Singer. Bueno, no la inventó en los años treinta del siglo pasado sino que juntó migajas de lo que habían ideado antes Hunt (1843) y Howe (1846). Singer le adicionó una pendejadita aquí, otra allá, y habemus máquina. ¡Qué pillín, perdón, qué listo eres, don Isaac: Gracias por la Singer que nos ponía a estrenar!