El periodista español Ricardo Bada envió a revistacorrientes.com una entrevista realizada al Nobel Gabriel García Márquez en 1979 y que después de una cuidadosa traducción al español, ahora se hace pública a través de la edición dominical del diario mexicano La Jornada.
Katherine Ashton
La presente entrevista –hasta hoy inédita en español– con el célebre narrador, guionista y periodista colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-Ciudad de México, 2014), Premio Nobel de Literatura en 1982, tuvo lugar en Estados Unidos el 2 de diciembre de 1979. Fue organizada por Adam Nossiter para la prestigiosa revista ‘Harvard Advocate’, fundada en 1866, que ha tenido entre sus colaboradores a diversos autores ya clásicos de la literatura universal, como lo son Wallace Stevens, E.E. Cummins, T.S. Eliot, Ezra Pound, William Carlos Williams y Henry Miller. La conversación gira alrededor de ‘El otoño del patriarca’, novela inmediatamente posterior a ‘Cien años de soledad’ y la última publicada hasta ese año por el escritor colombiano, quien –de acuerdo con sus propias palabras– ya se encontraba en la escritura de los relatos que más tarde conformaron ‘Doce cuentos peregrinos’, que le tomó dieciocho años de trabajo.
–Me gustaría iniciar preguntándole cómo comenzó a escribir.
–Por el dibujo.
–¿El dibujo?
–Cuando era muy pequeño, antes de saber leer o escribir, dibujaba historietas.
—Después se hizo periodista. ¿Cómo cree que influyó su formación periodística en su narrativa?
–Me parece que son actividades complementarias. Trabajar a diario en el periodismo te permite soltarte y perder ese tímido respeto que le tienes a la escritura al principio, es decir, cuando comienzas a hacer periodismo o narrativa. Luego llegas a un punto en el que el periodismo halogrado exactamente eso: te posibilita la costumbre de escribir con soltura todos los días, mientras que la invención te provee nociones para tu quehacer periodístico. De ese modo se convierten en actividades complementarias. Y, muy importante, el periodismo representó una forma de vivir y ganar dinero mientras escribía. A la larga, la ficción permitió mejorar la calidad literaria de mi trabajo periodístico, y el periodismo me ayudó a estar al tanto de los acontecimientos cotidianos, o de la vida común, lo que resultó útil para mi narrativa. Con el tiempo, la literatura y el periodismo –que hasta hace poco habían sido actividades paralelas– se separaron. En este momento estoy en la búsqueda de un acontecimiento, similar a la que realizó Truman Capote con A sangre fría. Es simplemente un ejemplo, no lo considero una influencia. Lo ideal ahora mismo sería encontrar un acontecimiento de la vida cotidiana que yo pudiera tratar desde el punto de vista literario, para demostrar que existe muy poca diferencia –una brecha muy pequeña– entre el periodismo y la literatura. También para demostrar que los hechos cotidianos y la realidad tienen el mismo valor literario que, por ejemplo, la poesía.
–¿Es eso en lo que está trabajando ahora?
–Ahora mismo todavía no encuentro ese acontecimiento para trabajar en él. Así que lo que estoy haciendo es escribir breves relatos basados en experiencias verídicas de latinoamericanos que viven en Europa. Estoy tratando esos hechos y experiencias no desde un punto de vista periodístico, tampoco como memorias sino simplemente desde un punto de vista literario, dotándolos de un valor literario. En cualquier caso, en todos mis libros –y en toda mi obra– pude demostrar que no hay ni una sola línea, ni tampoco una sola frase, que no esté sustentada en la vida real. Considero que mi gran problema es que carezco de imaginación. Si la vida no me provee un suceso, soy incapaz de inventarlo. Estoy perfectamente dispuesto y capacitado para demostrarlo –línea por línea, frase por frase– en
cada uno de mis libros. Si tuviera tiempo, me plantearía escribir un libro en forma de memorias, hablando de los orígenes de cada uno de los hechos e historias de mis títulos. Este libro me permitiría burlarme de todos los críticos y estudiosos de mi narrativa, que vienen con cuentos que no tienen nada que ver con lo que está escrito.
–¿Cómo afectó a su escritura la extraordinaria popularidad de Cien años de soledad? Creo que hay una cierta ruptura con El otoño del patriarca. Son muy distintos en estilo y tema.
–¿Conoce La hojarasca?
–Sí.
–No estoy seguro si la gente lo ha notado, pero creo que existe una relación muy estrecha entre La hojarasca y El otoño del patriarca, que representan mi primer y último libro. Mucho se ha comentado que Cien años de soledad es la cumbre y el clímax de todos mis títulos anteriores. Sospecho que la culminación de mi trabajo ha sido hasta ahora El otoño del patriarca. El libro que buscaba desde el principio era ése. Incluso comencé El otoño del patriarca antes de Cien años de soledad, pero me di cuenta de que había una especie de muro, algo que me impedía adentrarme en él. Lo que me detuvo fue Cien años de soledad. Tengo la impresión de que cada libro es un aprendizaje para el próximo. Existe una progresión entre un libro y el siguiente, pero es una progresión que puede ir en una dirección o hacia otra completamente distinta. En realidad, no se trata de un avance sino una exploración que tiene lugar entre un libro y otro. Entre paréntesis, dentro de mi propio proceso de búsqueda y evolución, creo que existe un libro que es el mejor de todos, y es El coronel no tiene quien le escriba. A veces lo digo medio en broma, pero creo que tuve que escribir Cien años de soledad para que la gente leyera El coronel no tiene quien le escriba.
Con respecto al cambio de estilo entre Cien años de soledad y El otoño del patriarca, me resultó fácil por dos razones, aunque en realidad fueron tres. En primer lugar, estaba el desahogo que me produjo haber escrito Cien años de soledad. Me asustaba mucho menos cualquier otra aventura literaria. En segundo lugar, El otoño del patriarca fue un libro muy costoso de redactar. Escribí prácticamente a diario durante siete años. En los días de suerte, conseguía redondear tres líneas como a mí me gustan. Así que, de hecho, Cien años de soledad financió El otoño del patriarca. La tercera razón para un tratamiento distinto en El otoño del patriarca fue que el tema lo exigía. Escrito de forma más lineal que Cien años de soledad o que los demás libros, El otoño del patriarca habría resultado sólo una historia más de un dictador. Habría generado una narración muy larga y mucho más aburrida de lo que es en realidad. Todos los recursos literarios que utilicé en El otoño del patriarca, entre los que existen flagrantes violaciones de la gramática española, me permitieron decir más en menos espacio y penetrar profundamente en todos los aspectos del libro, porque no descendí en línea recta como en un ascensor sino en una especie de espiral.
La relación entre La hojarasca y El otoño del patriarca sería que tratan básicamente el mismo tema: ambas novelas son monólogos en torno a un cadáver. Cuando escribí La hojarasca tenía muy poca experiencia literaria, de escritura. Quería encontrar la forma de contar una historia que sucediera en el interior de alguien. En aquel momento sólo encontré dos modelos que me ayudaron para esto. Uno fue Mientras agonizo, de Faulkner. Esta novela es una serie de monólogos en la que cada uno de ellos está precedido del nombre del personaje al que pertenece. Me gustó el método de Faulkner, pero no me atrajo el hecho de que tuviera que señalar a cada uno de los personajes; creo que el personaje tiene que identificarse a sí mismo en el transcurso del monólogo. El segundo modelo fue Señora Dalloway, aunque me di cuenta de que la técnica del monólogo interior en la obra de Virginia Woolf requería de una extraordinaria formación literaria de la que yo no disponía en aquel momento. Encontré una conciliación entre esos dos modelos, un tipo de monólogo que me permitiría reconocer a los personajes sin necesidad de que me dijeran sus nombres. Eso, por supuesto, fue una limitante, porque –para evitar confusiones– tuve que manejar sólo tres personajes. Elegí a un anciano, cuya voz es identificable porque corresponde a un hombre viejo, y a su hija, porque su tono resulta fácilmente reconocible. Mezclar estos monólogos y llevar al lector de un lado a otro, fue mi proyecto a la hora de estructurar la novela. Veinticinco años después, con cuatro novelas a mis espaldas y con el dominio de todos los puntos de vista que me había otorgado escribir Cien años de soledad, pude sumergirme en la redacción de El otoño del patriarca sin miedo a romperme la cabeza. Es un monólogo múltiple,
en el que ya no importa quién habla. Llegué a lo que había estado buscando durante veinte años, esto es, a un monólogo social. Lo que habla en el libro es toda la sociedad, todo el mundo. Simplemente se pasan las palabras de unos a otros: no importa quién habla.
–Lo que conviene al tema, porque se trata, en gran medida, de una novela política.
–Creo que un tema de este tipo no puede tratarse de otro modo. ¿Puedo hablarte del otro método que tenía pensado –y que no utilicé– para El otoño del patriarca?
–Hágalo, por favor.
–Muchos años antes de escribir Cien años de soledad, comencé a escribir El otoño del patriarca como un larguísimo y único monólogo, el del dictador mientras lo juzgan. La primera línea del libro dice “¡Antes de empezar, quiten esas luces de aquí!” Ese monólogo me permitió explorar toda la vida del dictador, pero implicaba muchos inconvenientes. En primer lugar, estaba sometido a un solo punto de vista: el del personaje. También me encontraba sujeto al tono del dictador y, lo peor de todo, a su nivel cultural, que es muy bajo, como el de todos los dictadores. Así que, por supuesto, eso no funcionaba para mí, porque no me interesaban tanto las reflexiones del dictador como lo que pensaba el conjunto de la sociedad sometida a él.
–En su opinión, ¿qué hay en la historia de América Latina que se presta a la variación literaria? Todas sus obras están ambientadas específicamente en la sociedad latinoamericana y, sin embargo, gozan de popularidad internacional. ¿A qué lo atribuye?
–Soy enemigo de toda especulación teórica. Lo sorprendente de los críticos es cómo a partir de un punto –que ellos señalan como punto de partida– sacan todo tipo de conclusiones. Por ejemplo, los críticos me dicen que mis libros tienen un valor universal. El hecho de que los libros sean muy populares en todo el mundo demuestra que probablemente es así. Pero si un día descubro por qué mis libros son populares internacionalmente, no podría seguir escribiendo, o tendría que seguir haciéndolo por razones puramente comerciales. Creo que el trabajo literario se tiene que realizar con honestidad, y para escribir con honestidad hay que poseer una enorme zona inconsciente y desconocida. Hemingway hablaba de lo que él llamaba “el iceberg”, porque por encima del agua sólo puedes ver una décima parte de un iceberg, pero esa décima parte sólo permanece ahí porque las otras nueve la sostienen por debajo del mar. Aunque pudiera explorar cuáles son todos los factores inconscientes de mi trabajo, no lo haría. Creo que hay algo intuitivo que, en gran medida, genera mi popularidad. Cuando un autor escribe sobre cosas que realmente le han ocurrido a la gente, entonces las personas de todo el mundo quieren oír hablar de ellas, independientemente de la cultura, la raza o el idioma. Me parece que el hombre es el centro del universo y lo único relevante. Recuerdo haber leído, cuando era muy joven, una entrevista con Faulkner en la que dijo que creía que el hombre es indestructible. En aquel momento no entendí exactamente lo que quería decir, pero ahora estoy convencido de que tenía razón. Cuando piensas en términos de individualidad, te das cuenta de que el ser humano tiene una conclusión con la muerte; pero si piensas en términos de especie, comprendes que el hombre es eterno. Evidentemente, esta convicción conduce a una creencia política y también a una creencia literaria, y quien tiene esta convicción puede escribir literatura de valor universal.
–¿Sus libros –los cuales, según sé, usted afirma que se sustentan en la realidad– están influenciados por el folclor y las leyendas populares?
–No; folclor no. Folclor es una palabra que está mal empleada. No debería usarse de ese modo. Es una palabra que fue utilizada por los ingleses para describir manifestaciones de otros pueblos, de otras culturas, que probablemente no corresponden en absoluto a las expresiones de esos pueblos. Concluye en exotismo. Preferiría no hablar en absoluto de folclor. Con las leyendas populares es diferente. Mis influencias primarias, de hecho, proceden de la leyenda popular. Toda fábula tuvo ya una evolución literaria, e incorporó dos realidades. Todos mis libros tienen su fuente en la realidad, aunque sin duda a través de las leyendas populares. Ignoro si es una realidad o no que los muertos en ocasiones salen de sus tumbas, pero es una realidad que la gente lo cree. Así que lo que me interesa no es si sucede sino el hecho de que algunas personas creen que realmente ocurre. Y, si se suman estas creencias a la literatura, se puede crear todo un universo nuevo.
–Entonces, ¿la diferencia entre folclor y leyenda es que el folclor tiene un elemento de condescendencia?
–Peor que eso, la comercialización.
–Cuando los estadunidenses piensan en América Latina la conciben como muy religiosa. Me interesa lo que me parece es ese pequeño papel que desempeña la organización religiosa en sus obras.
–Los estadunidenses tienen razón cuando conciben a América Latina como muy religiosa, pero se equivocan si piensan que es muy católica, o muy budista, o de cualquier otra organización religiosa. Los latinoamericanos son muy religiosos porque viven en un estado de abandono. Durante muchos años han estado a la espera de algún poder natural. Y la fuerza que esperan probablemente se encuentra al interior de ellos mismos. Pero hasta que descubran esa fuerza, tendrán que recurrir a todo tipo de ayuda religiosa. Mis libros están cargados de ese tipo de religiosidad. Comúnmente, la religión principal es el catolicismo –como se puede apreciar en mis libros–, pero también está presente la incapacidad de la religión para responder a las preguntas que uno se hace.
–Decidió dejar Colombia y desde entonces lleva una vida un tanto nómada. ¿A qué se debe esto? La perspectiva que adquirió con ello, ¿ha contribuido a su trabajo?
–Me fui de Colombia por razones puramente accidentales. No es que haya decidido irme. Cuando era muy joven, después de haber concluido mi primer libro, tuve problemas políticos, los únicos que tuve en Colombia. Así que, poco a poco, me fui alejando de ella. En realidad, nunca fue una decisión. Simplemente me di cuenta, ya pasados muchos años, de que había estado viviendo en el extranjero. El hecho de irme de Colombia tuvo un gran efecto en mí, no sólo desde el punto de vista literario sino también personal. Desde Europa adquirí una perspectiva totalmente diferente, no únicamente de lo que encarna América Latina sino de lo que representa todo nuestro continente. Desde esa perspectiva me di cuenta de que, aunque yo provengo de un país concreto, lo más importante es pertenecer al conjunto del continente. Desde Europa veía a toda América –incluyendo Estados Unidos– como un gran barco, un gran trasatlántico, con primera clase, clase económica, bodegas, secciones para marineros, con grandes injusticias entre las diferentes clases, y tengo la convicción de que si este barco se hunde, todos se hunden con él. En Colombia sólo conocí colombianos. En Europa, sentado en un café, me encontré con todo el continente. Las fronteras de América desaparecen cuando nos observamos desde el exterior. Todos los países parecen iguales desde el otro lado del océano.
–¿Se puede dar un paso más y trascender todas las fronteras nacionales y geográficas? ¿O es que la experiencia de un estadunidense es tan distinta a la de cualquier otra persona?
–No, no puedo trascender. Sólo puedo avanzar hasta cierto punto. Todo el tiempo estoy consciente de que, en ese barco, pertenezco a la clase turista. Y Sartre decía que la conciencia de clase surge cuando te das cuenta de que no puedes cambiar de clase y que tampoco es posible transitar de una a otra. Pero volviendo a su pregunta, definitivamente los países latinoamericanos se están uniendo. Es un proceso histórico que no se puede detener. Y, al final, el continente se unirá. Hay un proceso muy evidente de transculturización. Existen esfuerzos conscientes por parte de Estados Unidos que pretenden imponer una determinada cultura en América Latina. No me gustan las formas en que se está imponiendo esta cultura, como tampoco me gustan los aspectos culturales que están sustituyendo a los que considero más importantes de la nuestra. Me gusta, por ejemplo, que la música latinoamericana ha recibido influencia del jazz. No me gusta que se diga que la chispa de la vida es la Coca-Cola. Eso es lo que dicen los anuncios en español. Pero no se puede instaurar una barrera para contener todo flujo cultural en América Latina. Del mismo modo, Estados Unidos no puede crear un muro para detener lo que ocurre en la dirección opuesta. Incluso con los enormes recursos de que dispone, Estados Unidos no ha logrado impedir que el español se hable cada vez más en su territorio. Los candidatos a la presidencia deben tener en cuenta –cada día más– el voto latinoamericano dentro del país. Y cuando un autor latinoamericano viene acá, los periodistas estadunidenses buscan entrevistarlo. Estos son sólo síntomas –hablando en términos históricos muy amplios– de una fusión que ya está ocurriendo. Será un proceso muy dramático, muy duro para todos los países, pero inevitable. Personalmente, me alegro de que ocurra así. Europa me interesa cada día menos.
–¿Aunque allá estén ambientados sus últimos relatos?
–Estas historias demostrarán lo que intento señalar. Tras muchos años de experiencia en Europa,
los latinoamericanos se han dado cuenta de que en realidad nunca podrán establecerse en Europa.
–Una de las causas primordiales de esta transculturización ha sido el florecimiento de la literatura latinoamericana en los últimos treinta años. ¿Se ve a sí mismo como parte de este desarrollo de la literatura hispana, o, influenciado por Faulkner y Woolf como ha dicho, le gusta pensar en un contexto internacional más amplio?
–Considero a Faulkner un escritor latinoamericano.
–¿Por qué?
–Porque escribió en el Golfo de México, en Luisiana, y sus libros están llenos de material afroamericano. No me considero más internacional que otros escritores latinoamericanos. Todos nosotros fuimos influenciados por Faulkner más que por cualquier otro escritor; los que no fueron influenciados por él, usualmente admiraban a Hemingway.
–Se ha dicho que Cien años de soledad es el Don Quijote de la literatura sudamericana, que se puede observar como una progresión constante de la literatura española. ¿Está de acuerdo con eso, o cree que hay algo único en la escritura latinoamericana?
–Me gustaría hacer una corrección. No quise decir que Faulkner fuera un escritor de América Latina; es un escritor del Caribe. Por supuesto, me parece que la literatura latinoamericana es una rama de la española. Creo que ese vínculo es más evidente en América Latina en relación con España que en Estados Unidos con respecto a Inglaterra. Hay momentos en la literatura hispánica en los que resulta muy difícil distinguir quién es español y quién latinoamericano. En cualquier caso, al final todos somos descendientes de Cervantes y de la tradición de la poesía española. Y algo que siempre ha predominado en esta literatura es la existencia de dos vertientes: latinoamericanos que influyen en escritores españoles tanto como los españoles lo hacen en los latinoamericanos. Existe una unidad, en el desarrollo de la literatura española, que inicia con la primera poesía anónima y que culmina con la literatura latinoamericana actual. Hablando en estos términos, yo formo parte de esta gran corriente y no de aquella que se inició con Shakespeare y Fielding, aunque haya recibido influencias de ambos. También creo haber recibido influencias del teatro clásico griego.
–Usó un epígrafe extraído de Antígona para La hojarasca.
–Presiento que hay algo de Sófocles en todos mis libros, debido a lo que hablábamos al principio acerca de que la principal preocupación de todo gran escritor es lo que le ocurre a la gente.
–No estoy seguro de que sea posible responder a esta pregunta, pero ¿podría decirme qué caracteriza o define a esa corriente de la literatura hispana?
–Es muy complicado. Para una pregunta complicada le daré una respuesta compleja. Y para una pregunta grandilocuente le ofreceré una respuesta rimbombante. El principal valor de la literatura hispana es la búsqueda de la verdadera identidad.
–¿Qué diferencias percibe, entonces, entre los escritores latinoamericanos contemporáneos y los españoles? Se ha dicho que los latinoamericanos son mucho más fértiles y creativos.
–En todo caso, debido al desarrollo de dos geografías y de dos sociedades tan dispares –porque la historia de España y la de América Latina son muy diferentes–, la realidad es que existe una clara divergencia. Los escritores españoles de hoy siguen preocupados por salir del drama de la Guerra Civil y del pantano que, más tarde, significó el franquismo, mientras que en América Latina han existido diferentes movimientos políticos y sociales a lo largo de muchos años que han obligado a los escritores a preguntarse “¿Quién demonios somos?” La literatura es un producto colectivo, aunque su elaboración sea individual. No imagino a ningún escritor latinoamericano al que hoy se le ocurriría escribir Hamlet, por ejemplo. O, para el caso, un escritor español que pudiera escribir Pedro Páramo, de Juan Rulfo. A pesar de las diferencias entre América Latina y España, derivadas de determinados acontecimientos políticos e históricos, la literatura hispánica, en conjunto, sigue teniendo cierta continuidad. Quizá la literatura latinoamericana sea más rica e interesante que la española. Aunque España tuvo la influencia árabe en la Edad Media –que todavía se refleja y seguirá haciéndolo en nuestro continente–, América Latina tiene ese gran ingrediente que significa la cultura africana, así como las grandes aportaciones que han realizado inmigrantes de todos los países del mundo. Se dice que los países latinoamericanos están constituidos por todos los excluidos de Europa. Por supuesto, esto hace que América Latina sea diferente, pero no cabe duda de que existe una cultura hispana única y unificada.
–Me gustaría hacerle una pregunta más sencilla, y es simplemente ¿qué escritores contemporáneos admira?
–Son bastantes y muy diversos, porque son muchas y muy diferentes las razones y los motivos de mi admiración. Siempre que me hacen esa pregunta tengo miedo, no de equivocarme con los que nombro sino de cometer el error de no mencionar a muchos otros. Y a veces tengo miedo de que lo que expongo de otros escritores repercuta más de lo que soy consciente. Dentro del contexto latinoamericano, al que más admiro es al que menos ha escrito, y ése es el mexicano Juan Rulfo. ¿Qué opina de Graham Greene?
–Me gustan mucho algunas de sus novelas.
–Lo menciono porque es el único gran novelista inglés vivo que me viene a la mente. Creo que es uno de los mejores narradores de este siglo. Pero ahora no hay muchos buenos escritores ingleses. Sus logros más notables ocurrieron en el siglo XIX. Nadie lo ha igualado. Los estadunidenses fueron los únicos que se acercaron. Con Hawthorne, Poe, Melville y el loco de Mississippi [William Faulkner].
–¿Y Mark Twain?
–Sí, Mark Twain. Y la siguiente generación, con Hemingway y Faulkner. Pero nadie ha llegado a la altura de los ingleses.
–¿Y los rusos del siglo XIX?
–Simplemente, hay más novelistas ingleses: la suma total es mucho mayor. Y eso significa que hay más maleabilidad, más diversidad. Los rusos han superado a los ingleses en algunos temas, en ciertos asuntos concretos, pero no en todo, ni siquiera en la mayoría de las cosas. Son como los estadunidenses, especializados en ciertas cuestiones. ¿Se lee a Melville en Estados Unidos, fuera de las aulas? Está plagado de cosas extraordinarias. Creo que ha sido el mejor escritor que ha tenido Estados Unidos.
–¿Tiene algún consejo para la gente que comienza a escribir?
–El único consejo posible es que sigan escribiendo, para después continuar y seguir escribiendo.
Nota y traducción de Roberto Bernal.