Enrique Santos Calderón
Si hace treinta y pico de años nos indignaban las imágenes de la fuerza pública repartiendo culata y bolillo en las manifestaciones populares, hoy nos asombran e inquietan —por lo menos a mí— las que muestran las agresiones y vejámenes que están sufriendo soldados y policías a manos de enardecidas comunidades que los cercan y corretean con inusitada frecuencia.
En Caloto, Cauca, el país vio cómo quince miembros del Ejército quedaron lesionados tras una humillante asonada con lluvia de insultos, piedras y botellas. Se pretendió incluso arrebatarles las armas, que por fortuna no fueron usadas. La tropa optó por retirarse en una demostración de temple y disciplina que contrasta con la absoluta falta de respeto hacia la fuerza pública por parte de los amotinados.
¿Desquiciados o infiltrados? El soldado que en La Tagua, Putumayo, disparó su fusil contra un capitán, un sargento y dos compañeros ¿formaba parte de las disidencias guerrilleras o de la locura de la guerra? Sea cual fuere la causa precisa, la respuesta apunta a una realidad más general: la degradación, complejidad y duración de un conflicto que no tiene paralelo en el continente. Y a la tarea que le corresponde a las Fuerzas Armadas, en este caso al Ejército, como institución encargada de garantizar la vigencia del orden democrático en medio de la confrontación permanente. Labor nada fácil, sobra decirlo, en un país con décadas de vieja violencia bipartidista a sus espaldas, con una indómita geografía propicia a toda índole de insurrecciones armadas y, desde hace cuarenta años, con una incontenible economía ilegal que corroe valores y alimenta conflictos.
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En medio de los últimos hechos se produjo el enfático mensaje del comandante de las Fuerzas Militares, general Helder Giraldo, en el que expresa su preocupación por la “pérdida de experticia y especialización en nuestras unidades de nivel táctico” y por fallas en el sistema de traslados y asignación de cargos del personal militar. Aunque no lo menciona, imagino que también debe inquietarle —dado el peligro de infiltración que se ha denunciado— la forma en que se está incorporando y evaluando a los futuros soldados de la patria.
Colombia y sus fuerzas armadas han cambiado mucho. Entre 1970 y 1991 el país vivió 17 años (80 por ciento del tiempo) bajo un régimen de estado de sitio —de ley marcial—, periodo durante el cual no faltaron atropellos y abusos por parte de una fuerza pública dotada de poderes especiales. Tras la reforma constitucional del 91 se entró en una etapa de cambio institucional y político en la que las FF. AA. se han caracterizado por su estricto apego a la legalidad. Al punto de que ante las recientes agresiones en distintas zonas del país su reacción no ha sido emplear las armas sino elevar denuncias ante la justicia por el delito de asonada. “Colombia tiene un ejército santanderista”, dijo alguna vez Malcom Deas, el inolvidable historiador inglés que tanto estudió a este país.
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Un legalismo exagerado para quienes se inquietan de que no haya respuestas más contundentes, pero en el fondo demostración de mesura y madurez. El problema del ejército no es de desmotivación (aunque en el gobierno Petro haya síntomas) ni mucho menos de veleidades golpistas (¿van asumir el manejo de este berenjenal?), sino más bien de inteligencia, preparación y anticipación. No se puede mandar a un destacamento de soldados a una zona arrevolverada del Huila, Putumayo o Caquetá sin saber qué situación va a encontrar —estado de ánimo de la población, peligros latentes o evidentes, etc.— so pena de tener que salir con el rabo entre las piernas.
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También me pregunto si el armamento que suelen llevar es el más adecuado. Parece más para grandes combates que para situaciones de control social, que son las que con mayor frecuencia están enfrentando. Inquietudes de un lego en la materia, pero me angustia que un joven recluta atemorizado y cercado por una multitud enardecida suelte una ráfaga que mate a varios manifestantes. Pienso en la inconcebible matanza de días pasados en Gaza, que Israel atribuyó a que sus soldados sintieron en riesgo sus vidas. Explicación dudosa tratándose de uno de los ejércitos más eficaces y experimentados del mundo.
En nuestro caso son demasiadas las situaciones explosivas que debe manejar la fuerza pública colombiana. Uno piensa en la efectividad de cuerpos como la Guardia Nacional de Estados Unidos o los de Seguridad Republicana (CSR) franceses, pero allá no les toca lidiar en parajes selváticos con organizaciones armadas que atacan día de por medio a los agentes uniformados del Estado. Aquí la vaina es a otro precio.
P.S. 1: El escándalo sobre los 40 (¿ya van en 80?) carrotanques para La Guajira no puede terminar en simple destitución y palmadita en la mano para quienes se lucran con la sed de un pueblo. El caso socava el discurso anticorrupción del Gobierno y desnuda gran venalidad en la contratación estatal. Si opera la justicia, las sanciones deben ser ejemplares.
P.S. 2: Dos encuestas de esta semana (Inmaver y Cifras y Conceptos) coinciden en señalar un aumento de casi diez puntos en la favorabilidad del presidente Petro en el último trimestre. Significativo y también sorprendente, cuando seguridad y economía van en declive. Aún no lo entiendo bien y agradezco las interpretaciones que me lo esclarezcan.
P.S. 3: Ya es hora de ponerle fin al intercambio de vainazos entre los presidentes Petro y Milei. La afición de ambos por el descalificativo pugnaz (neonazi, neocomunista…) no puede conducir a rupturas absurdas. La relación entre Colombia y Argentina está por encima de retóricos desencuentros de sus mandatarios.