Ana Bejarano Ricaurte
En días de angustia torrencial en los que el país entero arde en llamas es tal vez caprichoso ocuparse de un debate provocado por un tiktoker. Pero en ocasiones, incluso en las más apremiantes como la actual, esas peloteras de aparente banalidad develan asuntos de innegable importancia.
Esta semana un pelaíto productor de contenido en redes sociales —el eufemismo que usamos para definir a quienes viven de los clicks— se viralizó de nuevo por despertar rivalidades entre la Universidad de Los Andes y la Javeriana de Bogotá. El entrevistador preguntaba a algunos estudiantes por qué creían que se hacían el feo entre uno y otro claustro. Las respuestas fueron casi tan espantosas como las preguntas: “es que son unos resentidos; no les alcanza para esta matrícula”.
La intención es ser visto sin importar que para lograrlo se aviven los odios que entretejen esta sociedad. El entrevistador ya se había dado a conocer por preguntar en la Universidad de La Sabana cuál facultad tenía las “viejas más feas”. Es el clásico ejemplo de un comunicador que busca viralizarse con porquerías, pero en ese camino logra visibilizar uno de los males más profundos y silenciados de esta sociedad.
Por eso no importan el entrevistador ni sus entrevistados, sino el tema que ese ejercicio permitió retratar. Uno de primordial importancia para la salud comunitaria de esas universidades y en general de Colombia.
Por supuesto que en Los Andes hay clasismo; es casi redundante afirmarlo. Lo hay también en la Javeriana y en otros lugares en los que se educa o divierte la élite. Pero, además, ¿en qué rincón del país no lo hay? Es un cuento muy colombiano el de la eterna búsqueda por la el ascenso social. Ello siempre va de la mano del desprecio de los menos favorecidos con apellidos o cuentas bancarias. Es una estratificación silenciosa de todas las aristas de la vida.
Vivimos en uno de los países más desiguales del mundo. Por supuesto que la clase social y el acceso a recursos —elementos que, además, no siempre van de la mano— definen las interacciones cotidianas y futuros de la gente. Es un asunto que corre por la espina dorsal de nuestra nación.
Por eso no puede sorprender que una universidad capitalina, costosa y fundada por señores de la elite intelectual y política concentre estas dinámicas. No quiere decir que ella sea el origen de ese mal, pero sí tiene el deber de concientizar sobre él.
Los Andes, por su decidido compromiso de décadas de ser un centro de investigación, necesita de una gran cantidad de recursos para operar. Eso explica que los precios de las matrículas sean muy elevados; elevadísimos, para ser honestos. En un país en donde la educación superior sigue siendo un privilegio de pocos, ese costo, aunque pueda justificarse, resulta escandaloso. Además, contribuye a que algunos accedan con la aspiración de que el solo sello sea garantía de ascenso social y acceso a oportunidades, en muchos casos con razón.
Y aunque nada de lo anterior se pueda negar, es injusto afirmar que Los Andes no sea consciente de ese reto. Desde hace por lo menos una década el panorama de la 1ª con 18 en Bogotá ha cambiado sustancialmente. No por arte de magia sino en virtud de un esfuerzo coordinado de dar la cara a su país, y de ser un centro de excelencia más que de la clase alta, o por lo menos no solo de los ricos a los que les alcance para la matrícula.
Pese a que esas afirmaciones despiertan la rabia de quienes se niegan a escuchar razones, lo cierto es que los números las sustentan. En 2022 el 39 % de los estudiantes de pregrado recibe algún tipo de apoyo financiero; el 28 % era de estratos 1, 2 y 3, y el 40 % vienen de fuera de Bogotá. Diferentes rectorías se han esforzado por negociar con bancos e instituciones para que los préstamos y ayudas no sigan ahogando en deudas a los futuros profesionales.
Allá se han liderado cuantiosas investigaciones, desde todas las áreas del conocimiento, que buscan entender las dinámicas que reproducen la desigualdad, la pobreza y el clasismo en Colombia. Ha sido además abanderada en la creación de clínicas jurídicas y otros experimentos que buscan atacar directamente esa desigualdad.
Claro que el video demuestra que faltan muchas más conversaciones y estrategias que permitan atender el clasismo que va a albergarse a Las Monas. Todos los miembros de esa comunidad debemos estar más prestos a promover y generar estas reflexiones. El hecho de que esa universidad eduque a las élites sí la hace partícipe de que esos futuros profesionales reproduzcan o no esas dinámicas. Y falta más diversidad para que se refleje mejor el país y sus dolores.
Y no intento yo, otra gomela uniandina y además profesora de cátedra por ocho años en la Facultad de Derecho, convencer a muchos de lo que ya saben con certeza, pero sin prueba alguna. Lo que sí espero evidenciar es lo perezoso que es culpar a un solo lugar sin considerar que es receptor de un mal esparcido por todas las esquinas del país.
No es Los Andes el epicentro del incendio del clasismo e injusticia social que se propaga por Colombia. Pero para la gente de los eslogans del rencor fácil es muy cómodo avivar esa hoguera. Nada de eso contribuirá a tener una conversación honesta y productiva sobre el odio entre clases en las aulas y en las calles de Colombia.