Por Jennie Erin Smith
Fotografías Federico Rios
Informando desde San Martín de los Llanos, ColombiA
La región de los Llanos se extiende por más de 517.000 kilómetros cuadrados a través de Colombia y Venezuela. Los vientos cálidos soplan sobre sus colinas cubiertas de hierba y los bosques dispersos de palma de moriche albergan lagunas y arroyos escondidos. Durante siglos, este paisaje, moldeado por ríos milenarios, ha sido compartido por ganaderos y ganado, que aprendieron a convivir con jaguares, panteras, anacondas, anguilas eléctricas y cocodrilos.
En diciembre, Colombia declaró un nuevo parque nacional en un rincón de los llanos que bordea el río Manacacías. El Manacacías se une al río Meta, más grande; luego el río Orinoco, que forma parte de la frontera con Venezuela; y allí desemboca en un afluente del Amazonas. Con unos 680 kilómetros cuadrados, lo nuevo parque, cuyo nombre es Parque Nacional Natural Serranía de Manacacías, no es el más grande de Colombia. Pero desde una perspectiva de conservación es estratégico, ya que protege un vínculo crucial entre esta vasta sabana tropical y la Amazonía, la selva tropical más grande del mundo.
El parque Manacacías está a seis horas del pueblo más cercano, San Martín. Para llegar a él, hay que transitar por caminos no señalizados a través de un mar ondulado de hierbas de pradera verde, y rara vez se ve otro vehículo. Las señales de los celulares mueren a medida que el cielo se ensancha y el omnipresente ganado cebú se vuelve escaso.
En un paseo por el naciente parque a finales de noviembre, pocos días antes de que fuera declarado legalmente, Thomas Walschburger, científico jefe de The Nature Conservancy en Colombia, explicó por qué se necesitaba con tanta urgencia. La cría de ganado, medio de vida tradicional de la región y uno que era más noble con sus ríos y suelos, estaba dando paso a una nueva frontera agrícola. Los campos de palmas africanas, o palmas de aceite, y eucaliptos de troncos blancos se acercaban cada vez más a los límites del parque.
Los suelos arenosos, ácidos y pobres en nutrientes de los Llanos pueden sustentar estos cultivos comerciales solo cuando se rocían con fertilizantes y carbonato de calcio. Pero la agricultura intensiva compromete el agua y la capacidad de sustentar la vida en una zona de transición clave entre los Llanos y la Amazonía. La esperanza es que al proteger esta pequeña pieza del rompecabezas de la sabana, se pueda salvar mucho más.
El parque ha estado en proceso desde 2010, cuando el gobierno colombiano reconoció que los Llanos —considerados durante mucho tiempo por la población como tierras baldías cubiertas de hierba— eran una prioridad de conservación. Una inusual y fortuita alineación de la ciencia, la filantropía y un nuevo impuesto al carbono permitió que Manacacías tomara forma, lenta y cuidadosamente, durante más de una década. Durante ese tiempo, hubo que convencer a toda una comunidad de que el esfuerzo valía la pena.
En el sentido de las agujas del reloj, desde arriba a la izquierda, un caimán; unas garcetas; un oso hormiguero gigante; y el río Manacacías.
Adiós a una finca familiar
Hato Palmeras, perteneciente a la familia Rey, se encuentra cerca del río Manacacías, en la parte sur del parque, rodeado de una vista panorámica de la pradera. Fundado a principios de la década de 1950, el predio y sus más de 10.000 hectáreas de pastizales naturales, bosques de palmeras y humedales nunca han sido tocados por un tractor.
Una tarde de noviembre, Ernesto Rey, de 68 años, se disponía a sacar a cientos de sus vacas de los límites del parque para no regresar jamás. La predio pronto sería entregado al gobierno colombiano y la casa se convertiría en una estación de guardaparques.
Colombia aportó alrededor de 20 millones de dólares para el parque, utilizando fondos de un impuesto a los combustibles fósiles y pagos de compensación por impacto ambiental de la industria. Un consorcio de organizaciones sin fines de lucro, incluidos Nature Conservancy, Re:wild, The Wyss Foundation y otros, unieron fuerzas para ayudar y recaudaron más de 5 millones de dólares para la compra de tierras. Gran parte del dinero inicial provino de la venta de una sola obra de arte donada por Carol Bove, una escultora estadounidense, a través de una organización sin fines de lucro llamada Art into Acres.
El Fondo Mundial para la Naturaleza, que también apoyó la creación del parque, contrató abogados y topógrafos para gestionar las ventas de predios como Hato Palmeras. Una abogada, Lorena Torres, había viajado al predio desde la capital de Colombia y pasaría la noche allí. El pago final de la finca de la familia Rey estuvo condicionado al éxodo de la mayor parte de su ganado, actividad que Torres documentaría.
William Zorro, el director del nuevo parque, también había venido a ver partir a las vacas de la familia Rey. Los abogados, la gente del parque y los conservacionistas no estaban allí para monitorear a los ganaderos, insistió Zorro, sino para acompañarlos. El ambiente era agradable, ya que todos se conocían bien.
Zorro, de 51 años, había pasado más de 20 años dirigiendo diferentes parques nacionales en Colombia, algunos de ellos en zonas de conflicto. Como resultado, sus habilidades diplomáticas se perfeccionaron. No todos los que vivían dentro de los límites del parque eran tan cooperativos como la familia Rey; algunos ganaderos no se marcharían hasta que fuera absolutamente necesario. Zorro intentó ser lo más flexible posible con ellos. Les dio tiempo antes de que él y su equipo comenzaran a desmantelar los corrales que permitían a la gente criar ganado en el lugar.
Otro desafío que enfrentó Zorro fue que la gente llegaba a estas tierras desde la comunidad circundante para cazar y pescar, actividades que pronto serían prohibidas. “Al llanero le gusta cazar”, dijo. “Hay que empezar a trabajarlo”. Zorro esperaba algún día darle la bienvenida a turistas al parque, pero la preocupación más inmediata era lograr que la comunidad aceptara la declaración del nuevo parque, y sus reglas. Durante dos años, el equipo de Zorro, incluido un sociólogo y varios guardaparques recién nombrados, había estado promoviendo el parque y su misión entre los residentes de San Martín.
De caracaras y oncillas
Eran las primeras horas de la tarde: el gran arreo de ganado comenzaría al día siguiente. En su larga mesa de en la casa campo, Ernesto Rey almorzaba hígado de res con sus llaneros, desplegando un rico vocabulario de maldiciones contra ellos con voz ronca mientras cortaba su carne con el cuchillo que llevaba en el cinturón. Los llaneros reían. “Tiene un corazón noble”, dijo su sobrino Oscar Rey.
A diferencia de sus hermanos, que estaban ansiosos por dejar la ganadería, Ernesto Rey se mostró reacio a vender al principio. Sus padres habían construido esta rústica casa de campo, con su larga estufa de leña, astas utilizadas como ganchos para sombreros y un árbol de mango donde los llaneros se sentaban a tocar el cuatro, un instrumento parecido al ukelele. Salvo por un periodo a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000, cuando los paramilitares de derecha invadieron los Llanos y extorsionaron a dueños de tierras como él, los recuerdos de Rey aquí eran buenos. “Uno se enamora mucho de la finca de toda la vida, ¿no?”, dijo.
En lugar de optar por un retiro tranquilo en el pueblo, como esperaba su familia, Rey optó por seguir en la ganadería: había alquilado otra finca ubicada a cuatro días de viaje. Durante toda la mañana, él y los llaneros habían estado trabajando furiosamente para separar las vacas preñadas y lactantes que tenían pocas probabilidades de llegar sanas y salvas a la nueva propiedad. Los trabajadores volverían luego a buscarlas.
Mientras bebían café, llegó un olor a humo. No muy lejos, ardía el monte de la pradera. La proclamación del nuevo parque aún no se había convertido en ley, y una familia vecina había decidido quemar unas cuantas hectáreas, con la esperanza de obtener algunos brotes frescos para alimentar a sus vacas antes de que ellas también tuvieran que irse.
Walschburger, el científico de The Nature Conservancy, salió a observar más de cerca. En el límite del incendio, las llamas crepitaban con fuerza mientras la hierba se convertía en tiras de espaguetis de ceniza. Walschburger pasó a través de ellos mientras los gavilanes sabaneros y los caracaras, dos aves de presa comunes en los Llanos, se lanzaban emocionadas sobre los pastos humeantes, cazando roedores y reptiles que intentaban escapar. Maniobrando entre termiteros tan altos como él, Walschburger se dirigió hacia un grupo de palmas de moriche que deliberadamente no se habían quemado. Quienquiera que haya encendido este fuego sabía exactamente lo que estaba haciendo, dijo.
La quema y el pastoreo habían moldeado el ecosistema de los llanos durante siglos. Ambos pronto serían ilegales aquí. Los científicos y funcionarios del parque no estaban seguros de qué pensar al respecto.
A las dantas o tapires, venados y otros mamíferos salvajes les gustaba la hierba verde y fresca de las praderas tanto como a las vacas. Sin la quema, ¿el entorno se llenaría de tanta maleza que no sería capaz de alimentar a muchos de ellos? ¿Seguirían prosperando las mismas grandes poblaciones de aves migratorias, como los titiribí pechirrojos que volaban elegantemente por estas colinas abiertas, si aumentara la cubierta arbórea? ¿Qué plantas y animales se beneficiarían y cuáles sufrirían sin la constante intervención humana?
Walschburger señaló algo impactante en el suelo: la cabeza decapitada de un pájaro carpintero. A solo unos metros de distancia, en el lodo donde los pastizales daban paso a bosques de palmas y lagos poco profundos, estaba la huella de una oncilla, un felino que es más pequeño que un puma o un jaguar. Los rastros de anacondas se podían ver por todas partes, pues la hierba húmeda estaba aplastada por los pesados cuerpos de las serpientes mientras se movían de laguna en laguna.
Los cerdos domesticados también habían formado parte de este paisaje desde que todos tenían uso de razón; comían los frutos que dejaba caer el moriche, mientras las anacondas se comían a sus crías. En cuestión de semanas los cerdos, como el resto del ganado dentro de los límites del parque, desaparecerían y toda la cadena trófica cambiaría.
Walschburger estimó que el parque podría sostener hasta 20 parejas de jaguares. Los científicos en Bogotá esperaban que los cocodrilos del Orinoco criados en cautiverio, una especie nativa cazada hasta casi su extinción en las décadas de 1940 y 1950, pronto pudieran reintroducirse en sus vías fluviales.
“Será interesante ver cómo será todo esto dentro de cinco, 10, y 20 años”, dijo Walschburger. Por ahora simplemente le alegraba de que Manacacías existiera. Colombia había experimentado una ambiciosa oleada de construcción de parques nacionales en las décadas de 1970 y 1980, pero la minería, la gran agricultura y los grupos armados hicieron que establecer nuevos parques fuera cada vez más difícil. Walschburger, junto con muchos de sus colegas, considera que Manacacías, el parque nacional número 61 de Colombia, probablemente será el último.
Viejos tiempos, nuevos tiempos
El pueblo de San Martín, del siglo XVI, donde el parque tiene sus oficinas, alberga una singular cultura ganadera y un acérrimo tradicionalismo.
Incluso la música local refleja esto. Las canciones llaneras, cuyo instrumento estrella es el arpa, son rápidas y fuertes. Ana Veydó, cantante y líder del grupo Cimarrón, de San Martín, es una inusual artista que pone a prueba los límites del género, con baladas penetrantes que evocan la naturaleza y la historia de la región. Aunque Cimarrón ha sido nominado a los Grammy y se presenta regularmente en el extranjero, recibe pocas invitaciones en casa. “Queremos como mostrar esa gran diversidad” de la cultura de los Llanos, dijo Veydó. “Y creo que eso no les gusta a las instituciones”.
Cada 11 de noviembre, en la fiesta de su santo patrón, San Martín estalla en un espectáculo salvaje que se ha producido casi ininterrumpidamente desde 1735. Equipos de jinetes vestidos como guerreros españoles, moros, africanos e indígenas participan en simulacros de batallas con lanzas. Los trajes de los cachaceros, que representan a los africanos, son confecciones fantasmagóricas de viejas pieles de jaguar, cráneos de caimanes y colmillos de cafuche. Cada jinete hereda su papel de un pariente varón mayor, lo que hace que las cuadrillas, como se llaman las batallas, sean dominio de unas pocas familias.
Ernesto Rey, el ganadero, ha estado en las cuadrillas desde 1970 como “galán”, o español. Desde su adolescencia, su sobrino Oscar Rey ha hecho lo mismo.
En el sentido de las agujas del reloj, desde arriba a la izquierda: Ana Veydó, líder del grupo musical Cimarrón; un moro y un galán luchan a caballo; Sergio Rey, uno de los cachaceros, en preparación para el desfile, y Ernesto Rey cabalgando como galán.
El joven Rey, quien ahora tiene 44 años, trabajó en la finca familiar durante gran parte de su vida. Estuvo allí hace una década, cuando equipos de biólogos y geólogos de la Universidad Nacional de Colombia fueron a realizar los meticulosos estudios que conformarían la evidencia científica para el parque Manacacías. En 2022 saludó al entonces ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible del país cuando llegó en helicóptero para ver el lugar con sus propios ojos. Para entonces los Rey se habían comprometido a venderle Hato Palmeras al gobierno. Y Oscar Rey, en lugar de heredar su parte, se había convertido en guardaparque.
En muchos sentidos, dijo sobre los Llanos, es “como a la antigua”. La finca de su familia siempre ha sido propiedad de hombres y ha sido gestionada por ellos; su abuelo no le dejó nada a sus hijas. Pero la generación más joven ya no quería trabajar en fincas ganaderas grandes y aisladas, explicó. Querían estudiar, encontrar trabajo en compañías petroleras o agrícolas, o mudarse. Buscaban relaciones que se parecieran más a asociaciones, sin los estrictos roles de género típicos de las fincas. Con ofertas justas por sus propiedades y pocos herederos interesados, la mayoría de las familias dueñas de tierras estuvieron dispuestas a vender.
El parque Manacacías, dijo Rey, acelerará los cambios culturales que ya están en marcha. “La gente que antes llegaba a ver, a cazar, a pescar, ya está como mentalizada con la idea de conservación”, dijo. “Hemos empezado a hacer talleres de educación ambiental en las escuelas, hablándole a los niños”, dijo Rey, quien agregó que en el equipo hay “compañeras mujeres guardaparques”. Concluyó: “¿Qué significa todo esto? En este momento los que dominan este pasaje son los hombres, los dueños de las fincas. Si está visto más como lugar de conservación, para el público, no es necesariamente tan macho dominante”.
Un momento de aceptación
Ernesto Rey y sus llaneros se despertaron en sus hamacas antes del amanecer, con las arpas de música llanera en sus teléfonos y Júpiter visible en el cielo. Después de un desayuno de caldo de res —en los Llanos, nadie parece comer otra cosa que carne de res—, agarraron sus sombreros topocheros y arrancaron a caballo en un coro de gritos agudos y chasquidos de látigos. Un amanecer rosa se volvió amarillo mientras Rey cabalgaba detrás de la manada vestido de manera informal, persiguiendo vacas descarriadas.
En cuestión de dos horas ellos y 300 vacas cruzarían un río y abandonarían los límites del parque, pero ese sería apenas el comienzo del viaje hacia la finca alquilada. Durante tres noches contarían con la hospitalidad de los dueños de otras fincas lejanas.
Los trabajadores del parque y los conservacionistas abandonaron Hato Palmeras poco después y se dirigieron al sector noreste donde estaban instalados los nuevos guardaparques.
Esa mañana, a lo largo de los caminos improvisados que cruzaban las llanuras, los animales salvajes abundaban. Osos hormigueros gigantes de cola tupida galopaban sobre la hierba húmeda. Un tamandúa, u oso hormiguero de collar, con brazos de luchador y garras curvas que abren termiteros, trató de ignorar un automóvil lleno de espectadores.
Los guardaparques ocuparon una finca vacía sin internet, sin refrigerador y con electricidad limitada; su comida fresca se almacenaba en neveras portátiles de espuma rígida de poliuretano. La dinámica consistía en que un grupo de tres guardaparques permanecía en la casa durante dos semanas seguidas y luego regresaba a su base en San Martín, para ser remplazado por otros colegas. Varias veces a la semana recorrían juntos el parque en motocicletas que les prestaba su jefe, Zorro.
En su mayoría eran jóvenes, mal pagados y estaban completamente solos. Como ni siquiera se pueden tener perros en los parques nacionales de Colombia, su única mascota era una gallina abandonada por sus antiguos dueños. “Somos como pioneros aquí”, dijo Alexandra Rubio, de 21 años, quien, con sus colegas, había estado trabajando en estas condiciones austeras durante meses. Iban a tener que aguantar las condiciones por un tiempo más, dijo Zorro. Una vez que el parque fuera declarado oficialmente y tuviera un presupuesto definido, las cosas empezarían a mejorar.
Sin embargo, los guardaparques ya habían marcado una diferencia. Habían establecido la presencia del gobierno en una región que solía ser anárquica. Gracias a su labor de extensión en San Martín, en noviembre fueron invitados a marchar en el desfile anual que celebraba a las cuadrillas. Zorro sintió que la invitación era un punto de inflexión para el parque, un momento de aceptación. Y en sus patrullas en motocicleta por Manacacías, los guardabosques habían registrado algunos avistamientos importantes de vida silvestre.
Gustavo Castro, uno de los guardaparques que se quedó en la finca esa semana, había estado vigilando unos meses antes cuando notó algo marrón y peludo deambulando entre la hierba alta. “Me aproximé a él, estuve como a unos 5 o 6 metros, venía como muy noble”, dijo Castro. “Le alcancé a tomar unos buenos videos y unas buenas fotos”. El animal era un perro venadero, un cánido salvaje que se creía extinto en la zona.
Para Walschburger, el avistamiento verificado de un perro venadero era algo emocionante. Los perros venaderos eran más comunes en la Amazonía, lo que sugería que el corredor silvestre entre Manacacías y la cuenca del Amazonas estaba activo. El uso documentado del área por parte del perro venadero podría potencialmente resultar en una protección más fuerte para ese corredor, el cual, en un mapa satelital, lucía como un dedo curvo de color verde que se extendía hacia el sureste. Cuantos más datos provengan del parque, afirmó Walschburger, mayores serán las posibilidades de conservación dentro y alrededor de él.
Los Llanos pueden ser desorientadores —el explorador alemán Alexander von Humboldt, quien exploró la región del Orinoco en 1800, se quejó de su “monotonía infinita”—, pero después de meses de patrullas, los nuevos guardaparques transitaban por el terreno con facilidad. Sus teléfonos ahora estaban repletos de oncillas, dantas, grandes búhos cornudos y las relucientes copas de las palmas de moriche al atardecer.
Oscar Rey se unió a sus colegas cuando se detuvieron en un recodo del río Manacacías. Los guardaparques visitaban con frecuencia esta orilla arenosa, ya que la gente constantemente colocaba redes de pesca allí. Rey lo sabía desde que era niño, cuando su abuelo le enseñó a arrastrar los pies mientras caminaba descalzo en el agua para evitar que le picaran las rayas.
A su alrededor se veían huellas de dantas, cafuches, chigüires y lagartos. Era casi la época del año en que las tortugas de agua dulce cavaban nidos en las orillas del río, dijo. Los abuelos de Rey se comían sus huevos, por supuesto, pero las generaciones futuras no lo harían.