Ulrika bajo la nieve

Portada del libro de Guillermo Angulo sobre GABO

Por Óscar Domínguez G.

La siguiente es una información desclasificada porque han pasado 41 años de la entrega del Nobel de Literatura a García Márquez. 

Deja de ser reservado que parte de los viáticos que  llevábamos para hacer el cubrimiento, tres alegres compadres nos los gastamos asistiendo a un espectáculo de estriptís en el cabaré Le chat noir (El gato negro) de Estocolmo.  Allí llegamos con ojos ávidos de formas femeninas primermundistas. Afuera, nevaba y nevaba.

Dos de los “voyeurs” habíamos hecho escala en el cabaré por una razón estrictamente  profesional:  queríamos inspirarnos para cubrir debidamente la noticia del premio a don Gabo. (Yo trabajaba para Colprensa y Radio Súper).

La bella Remedios nórdica que se iba quedando ligera de equipaje era tan frágil, delicada y bella que era un despropósito meterle morbo a la función. La  bauticé Ulrika  en recuerdo del cuento de Borges en el que afirma que “ser colombiano es un acto de fe”, cualquier cosa que eso signifique.

Carátula del libro del maestro Guillermo Angulo, encargado por el presidente Belisario Betancur y por el propio García Márquez de escoger los mejores doce amigos del Nobel para que lo acompañaran a Estocolmo a recibir el premio. Cuenta el maestro Angulo en su libro que le dijo a su amigo, ya bajo el paraguas del alzhéimer: “Gabito, vamos al jardín y al estudio, que te quiero hacer unas fotos”. Y él, sin haber perdido su sentido del humor (dicen los expertos que lo último que pierden los desmemoriados es el buen humor), me dijo: ¿Y cuánto me pagas?”.

Ella sola era una obra de arte. Una  novela de carne y hueso. Movía las caderas y nacía una estrella.  Sacudía “el volcán de sus senos arriba de tu cintura” y brotaba una catarata. 

Quedamos al borde del infarto cuando Ulrika, terminada la faena, se sentó a dos mesas de nuestra libido. Imposible invitarla a un coctel a tono con sus pluscuamperfectas curvas porque nos podíamos quedar sin viáticos. Los tres amábamos “el vino, la mujer y el juego” pero solo uno se atrevió a picarle arrastre a la diva. El audaz compatriota que se atrevió nada tenía que ver con el periodismo sino con la milicia. Había combatido en la guerra de Corea.

Nuestro audaz compinche de cuyo nombre no quiero acordarme porque habita en el más allá, se tomó por asalto la vocería de los discípulos de Don Abundio, patrono de los mirones que no conocíamos la nieve, y en segundos estaba requiriendo de amores a Ulrika en un inglés paisa del que saltaban restos de la segunda trinidad pagana: frisoles, mazamorra arepa. (Omito el nombre del tercer hombre en la velada para evitar que lo echen de la casa cuatro décadas después…).

La metáfora escandinava nos miró como a pigmeos y en segundos, como Remedios, la bella había volado al Walhalla de las mujeres imposibles. El combatiente que había ganado la guerra de Corea perdió la batalla contra la bailarina.

Con  la carabina al hombro, los apaleados “latin lovers” regresaríamos intactos a Macondo. Ese día descubrimos que si “contra lujuria Tunja, contra soberbia, bus”, contra el frío de Estocolmo, la receta es Urlika

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