Por María Angélica Aparicio P.
Un hombre estaba solo en la inmensa fortaleza donde vivía. No escuchaba ruidos. El silencio y la quietud lo envolvían como una vieja manta. La única ventana de la estancia estaba demasiado alta para ver el sol de las mañanas, por eso, poco distinguía el día de la noche. Estaba harto del encierro que se había ganado –como buen hijo de alemanes que era– por sus desalmadas fechorías en la segunda guerra mundial. Por más hastío que tuviera de la vida, de sus remordimientos, de la Alemania de posguerra, seguía siendo un nazi consagrado. El hombre se llamaba Rudolf Hess.
Hess había nacido en 1894 en Alejandría (Egipto). Se enroló en el ejército dentro del grupo de infantería para combatir como soldado en la primera guerra mundial. Años después, el partido nazi lo engatusaría con las ideas –entonces revolucionarias– que pregonaba en Alemania; lo atraparía como un águila que coge, por las garras, a su presa. En Múnich –hermosa ciudad alemana– participó en una revuelta que buscaba propinar un golpe de estado, pero el motín, por falta de apoyo, se convirtió en fracaso. Terminó en la cárcel acompañado de sus revoltosos amigos nazis. Y aquí, en este recinto de puertas metálicas, tuvo la sorpresa de su vida: en la misma cárcel se encontraba Adolfo Hitler. Durante el tiempo de encierro, ayudó al líder del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP) a escribir algunas páginas de su libro: Mein Kampf (Mi lucha).
Antes de la guerra –en 1933– y durante el conflicto bélico –en 1941–Hess fue nombrado secretario particular de Hitler. Entonces decidía quién veía a su Führer, cuándo y dónde. Resolvía sobre los documentos que llegaban a la Cancillería: qué lecturas debía proporcionar a Hitler, y cuáles, rechazar de manera tajante. Su trabajo obsesivo y su fidelidad al nazismo, lo pusieron dentro de los posibles sucesores de Hitler que, para ese momento, ya eran varios. Cuando tuvo que compartir la secretaría general con otro poderoso nazi –Martin Borman– perdió fuerza emocional. Se volvió un hombre frustrado, resentido. Comenzó a planear cómo ser el alemán más importante a los ojos de su Führer. Para fortuna o desgracia suya, fracasó en el intento de volverse un hombre feroz, esclavizado por las acciones del nazismo.
Cuando la segunda guerra mundial terminó, Hess llevaba cuatro años como el preso predilecto de Inglaterra. Los ingleses lo habían detenido como un jugoso trofeo de guerra. En 1945 lo llevaron a Nuremberg (Alemania), una preciosa ciudad de arquitectura medieval, para someterlo a juicio como criminal de guerra. Tras escuchar sus alegatos –fanfarrones y evasivos– lo sentenciaron a pena de muerte. Un milagro hizo que se cambiara la sentencia por cadena perpetua. Rudolf Hess pasaría el resto de sus días con sus horas, minutos y segundos, en Spandau. Esta cárcel –desapacible y fría como el hielo– se había levantado para un grupo de quinientos presos. Con el tiempo, se convirtió en el refugio carcelario de siete villanos nazis, todos militares, que habían mostrado sus garras más temibles durante la guerra. Uno de los infames era Rudolf Hess.
Karl Dönitz fue el segundo villano entre el grupo de los siete. Era un destacado hombre de Alemania. Hitler lo había nombrado su último sucesor –finalmente–, cuando algo grave le ocurriera a él. Karl estaba convencido que podía representar su papel de dirigente de la Alemania nazi, pero los líderes de los países opositores –Francia, Inglaterra, Estados Unidos– se adelantaron a sus planes. Fue capturado, llevado a juicio y sentenciado. Vivió entre las heladas paredes de Spandau durante diez largos años. Sobrevivió al aislamiento, a las estrictas normas penitenciarias, alejado de su familia, terminando su condena en 1956. Hoy lleva más de cuarenta años encerrado en su tumba, enfrentado a la justicia Divina, sin asomar su difícil cabeza ante el mundo.
Un tercer villano se conoció como Albert Speer. Pertenecía al círculo más cercano a Hitler durante el nazismo. Gracias a sus conocimientos de arquitectura, el Führer le encargó el diseño y la construcción de la nueva Cancillería del Reich. La obra debía ocupar una manzana completa y tener edificios tan sólidos, que dejó boquiabierto a cualquier militar de la época. La edificación, que pudo finalizar en un año, le otorgó tanta reputación a Speer que Hitler lo nombró Ministro de Armamento y Producción de Guerra en 1942.
Como funcionario destacado del gobierno nazi, Speer terminó relacionado con la fabricación de aviones, y con el aumento del trabajo forzado en los campos de concentración en pro de la guerra alemana. Por estas actuaciones –desenfrenadas y audaces–, como todo lo nazi, se ganó su captura y juicio en Nuremberg. Terminó encerrado en la inmensa fortaleza de ladrillo de Spandau. Consiguió su libertad tras cumplir, ciegamente, una condena de veinte años.
Los siete presos de Spandau no tuvieron la compañía de otros nazis, ni de distintos condenados entre nacionales y extranjeros. Seis de estos hombres dejaron la prisión cuando se venció su tiempo entre las rejas. En 1987, Rudolf Hess llevaba más de cuarenta años siendo el único preso sobreviviente. Vivía rodeado de guardias, con su soledad a cuestas. Su foto, tomada a principios de ese año, la encontré en una vieja revista: aparecía canoso, encorvado, luciendo una elegante camisa blanca. Miraba pensativo el jardín de la fortaleza mientras ocultaba sus manos en los bolsillos del pantalón. Se le veía lejano, cansado. En aquel mes de marzo tenía 93 años.
Por alguna razón recordé a mi amigo Güll, un fiel enamorado de las ballenas jorobadas. Güll se había hospedado siete días con sus siete noches en la cárcel de Gorgona –hoy parque natural– de Colombia. Gorgona había sido el lugar de su primer avistamiento de ballenas y, el primero, entre muchas otras islas, que conocía como un territorio para prisioneros. No era como la fortaleza roja de Spandau, pero en esa porción de tierra firme, aterrizaron los primeros cautivos, que sobrepasaba el número siete. Llegaron a Gorgona a pagar sus delitos, rodeados de mar, animales y naturaleza. Eran los hombres más peligrosos de Colombia.
Durante el gobierno de Belisario Betancur, Gorgona perdió su estatus de cárcel y se convirtió –en 1984–, en un parque nacional natural abierto al turismo. Cuidar la fauna y la flora nativa y mantener descontaminados los corales y el agua marina de las ballenas, se volvió el nuevo plan del gobierno colombiano. Se cambiaron los presos por la interacción que podía desarrollar el turista con las culebras, las iguanas, los micos, los cangrejos, el viento, el sol de las mañanas, los atardeceres, las playas cubiertas de arena de esta isla, ubicada al suroccidente de nuestro país.
Cuando Rudolf Hess murió en su celda, en agosto de 1987, los ladrillos de la fortaleza de Spandau cayeron despedazados al suelo. En vez de transformarse en un museo con toda su infraestructura incluida, –como sucedió en Gorgona– con su importante historia para construir memoria y causar reflexiones trascendentales, se dio la orden de destruir esa inmensa fortaleza. ¿La razón? Se habían ido los villanos, y su último preso Rudolf Hess, ya no estaba para ocupar su celda de siempre.